Camóm Aznar
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Una de las características del Arte moderno es la desintegración de los elementos que antes formaban unitariamente un cuadro. Cada uno de ellos tiene hoy un valor sustantivo. El color es, por sí mismo, tema de arte; y en sus calidades, en sus fulgores, en sus tactos, en sus espesores y en su tornasoles se basan algunas de las personalidades de nuestros más grandes pintores de hoy. Algo parecido ocurre con otros factores compositivos, como el espacio. Y hay escuelas pictóricas, como la surrealista, en las que una cierta vastedad calcárea, un hirizonte de anchuras muertas da a las pinturas ese tono mineralizado, congelado u en cierto modo demoníaco y funeral que tiene este arte.
Otro de los elementos desintegrados de la composición es la línea. Nunca la línea ha tenido como hoy una significación tan esencial y desgajada. Los grandes dibujantes o los dibujos que se conservan de los pintores muestran latentes el cuadro futuro, y en su trazado se siente palpitar el claroscuro, la perspectiva y todo el complejo compositivo de una pintura. Sólo en nuestros días la línea tiene, por sí misma, una significación sintética. En su grosor, en sus ductus, en su calculada flexión reside el encanto de unas formas que evocan, en su simplicidad, todo el horizonte conceptual y plástico de un cuadro.
Uno de los artistas que en España han conseguido con mayor fortuna dar a la línea una valoración autónoma es Alvarez Ortega. Ha llegado a un sincretismo en el que, sin apoyarse en abstractos programas, consigue sugerir los temas de sus dibujos en la plenitud de su realidad. Porque este artísta se ha evadido para su estimación de modernidad de toda tentación de antifigurativo. Por el contrario, sus dibujos se hallan impregnados de un profundo humanismo, de una significación que llega a ser casi alegórica por la irradiación de ternura de unas líneas que se deslizan con la más escueta simplicidad. No hay en sus obras composiciones ambientales, planos perspectivos, nada que pueda reproducir el mundo circundante. Y, sin embargo, ahí está palpitante, rodeando unas figuras sobre las que se ha posado, leve, la gracia. Basta una alusión mínima, un arbol, una puerta, un objeto cualquiera para que la escenografía se totalice alrededor de la figura silueteada. Porque Alvarez Ortega ha devuelto al perfil toda su eficacia estética. Él, por su simple rayado, evoca el relieve entero, con su expresión y su claroscuro. Como en los vasos griegos, ese perfil define en toda su profundidad plástica a una figura. Su trazado es tan neto y firme, sus onduladas precisiones tan exactas que las formas brotan puras y enteras, en su concreta veracidad. Aun dibujadas estas líneas con un rasgueo de un delicado trazo, su seguridad es tal que parecen uncisos, con nitidez de aguafuertes.