Aquel automóvil de matrícula CO-1
Allá por el 9 de julio de 1904 apareció en Córdoba el primer automóvil marca “DION BOUTON” tipo torpedo, de cuatro asientos, con una potencia de 10 H.P., con motor de un cilindro y tres marchas: primera, directa y retroceso. El cambio lo tenía en el volante accionado de una forma manual. Los faros eran de carburo y gastaba nueve litros de gasolina a los cien kilómetros; al motor se accedía abriendo el capó hacia arriba. Su propietario fue José Soriano Vázquez que a su vez lo vendió a Francisco Gómez por 1.500 pesetas. En 1960 este vehículo aún estaba dado de alta en la Jefatura de Tráfico cuyo dueño era el agricultor de Fernán-Núñez José Gallardo Cañero.
Hay que reseñar que su paso por las calles de la ciudad levantó tanto alboroto como si se tratara de un caballo desmadrado. En aquellos tiempos pintorescos, la prensa local pedía un distintivo especial para la nueva máquina: un color determinado o el signo conocido de la calavera con las tibias cruzadas, como advertencia de ser un artefacto que podía producir la muerte. Pero hubo una voz que se alzó en su defensa en razón a la salud pública; era la de un doctor, al que le llamaron loco, porque aseguró que el automóvil acabaría con las plagas de moscas. “Las moscas –dijo- son producto de las cuadras. Habiendo coches, nos libraremos de los caballos”.
Las gentes se quedaron estuperfactas cuando vieron subir al “DION BOUTON” las cuentas, en especial la del Bailío, cuya velocidad superaba a la carrera de un caballo. Pero no quedó en eso, sino, que enfiló el camino del Brillante para subir hasta Las Ermitas, eso fue ya la apoteosis, dado que entre la subida y la bajas no llegó a una hora.
Cuando proliferaran el aumento de estos artefactos mecánicos, los peatones eran atormentados por sus bocinas de fuelle, los adultos se refugiaban en los portales de las casas y los mozos se subían a las ventanas al paso de aquellas “máquinas infernales”, así llamadas los mayores del lugar.
El ruido del motor era confundido con el de una locomotora en pequeño. La chiquillada disfrutaba el seguir detrás del vehículo en carrera desigual. Algún genero dueño del mismo para quitar el peligro de arrollar a algún mozalbete tiraba un puñado de calderilla y así detenían su carrera.
Ya no era novedad el velociclo que tanto llamó la atención por su velocidad, pues los coches de motor vencieron en desigual carrera, desplazando paulatinamente a los carruajes de tracción animal.
El clásico señorito andaluz para demostrar su “status” social emprendieron una carrera frenética por adquirir las mejoras marcas; así afianzaban su prestigio y podían seducir a las damas de su rango mediante un paseo en dicho artefacto de gran velocidad. Algunos que les gustaba la fiesta andaluza y frecuentan las ventas aledañas de la ciudad lucían en sus coches a damas de vida alegre, levantando y alentando el consiguiente chismorreo del gentío y mayor escándalo de la sociedad puritana.
Quien iba a pensar a principios del siglo XX, que pasado otro existirían en las calles no una auténtica “plaga de moscas”, sino una infinita plaga de caballos metidos en “máquinas infernales”.
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