La Feria y el vestido blanco de faralaes

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La Feria y el vestido blanco de faralaes (Visión y semblanza de un visitante en la Feria Córdoba)

Por: Ángel Luis Culebras de Mesa

La Feria de Córdoba hoy, lo siento porque muchos cordobeses no se lo merecen, no puedo callármelo, ya no muestra ese insustraible atractivo, porte señorial y áurea romántica, sí, no exento de sensualidad, con mucha sensualidad, que tan bien transmitían los carteles de feria de antaño, todos ellos, incluso alguno reciente, bajo la influencia del trazo y el color de Romero de Torres. Los he visto todos en una de las casetas, con ellos magníficamente decorada. Me llamó poderosamente la atención el cartel de la feria de mayo de 1939, primer año de la Victoria, como en el mismo rezaba. Los cordobeses, sabios, debían tener ya deseos de olvidar, cuanto antes, el calvario que no hacía un pentecostés y desde al menos tres años habían tenido que padecer, como el resto de españoles; o tal vez, ésa era la manera que las claras y espontáneas gentes de esta tierra tenían de dar gracias a su Virgen de la Salud, por el final del fratricida conflicto. De lo que más me arrepiento, de veras, es no haber visitado a esa Virgen patrona en su templo. Lejos de aquí, cerca de Compostela, un peregrino en cierta ocasión me dijo, cuando se viaja a un lugar hay que dejarse algo por ver o hacer, para estar obligado a volver. ¡Prometo visitarte el año próximo cordobesa Virgen de la Salud!

Paseando por las calles del ferial he visto algunas casetas, más bien recoletas, bien puestas —fresquitas y limpias, esto es importante— donde la gente con talante de fiesta, tapea, almuerza, baila, departe y se divierte entre familiares y amigos, la tradición continúa, esto es estupendo. Sin embargo, no es lo que predomina. Al deambular entre el variopinto gentío me he sentido aturdido, como no, por el ruido ensordecedor de feas músicas estridentes; pasmado, como no, por el estúpido ritual a ribera de río, de jóvenes “inyectándose alcohol en vena”; y desilusionado, como no, por el predominio de gentes sin atractivo, sin interés o gusto por su aliño indumentario, como mostrando desarraigo, desinterés por la fiesta que deberían bien celebrar. Bien es verdad, justo es decirlo, que hallé excepciones más que meritorias, llenas de encanto: la niñita de piel morena con traje campero, de chaquetilla y sombrero colores palo canela; el caballista de bellísima, bien enjaezada y piafante jaca, reviva estampa añeja, o la joven empujando una sillita de ruedas, tal vez de su padre, para que éste disfrutara la fiesta, y una sublime, que se convertirá en protagonista de mi humilde crónica.

Próxima al infierno, ¡qué acertado nombre tiene la calle!, que lástima que los “cacharritos”, que son la feria de los niños, se ubiquen en tan electrizante e insalubre lugar, me encontré con una caseta llamada “Vulcano” —como el dios del fuego, humillado por Afrodita, diosa del amor—, decorada como gran fragua, santuario, junto con otras de similar siniestro porte, de una parte muy relevante de la feligresía que va buscando diversión. Calor y sudor, ruido y alcohol, y más ruido en frenético son, como golpes de fiero martillo en férreo metal, como golpes de prostituida música en humano tímpano. Con el único atractivo de la virilidad de torsos desnudos en movimiento, y la sensualidad, cadencia y ascensión, de turgentes e impúdicos senos jóvenes en báquica danza. Incluso esto, placer de la carne, ese hacinamiento lo difumina y corrompe.

Pero, frente a un mar de mediocridad, hallé, sin ya esperarlo, un destello de belleza, de buen gusto, como si de repente en el Hades surgiera una aparición celestial, ¡un blanco, cuan fina repujada plata, sensual, vestido de faralaes! Un vestido, y en él, una mujer, ¡qué redimen Córdoba!, la Córdoba más festiva, la Córdoba más profana, la Córdoba más humana. Si Romero de Torres hubiera visto el que ya es mi recuerdo indeleble de esta feria cordobesa, mujer y vestido blanco, todo uno, ¡qué hubiera dado por al lienzo llevarlo! O, Mateo Inuria, para transformar, y asombrar al mundo, mujer, tan bien de fiesta andaluza vestida, en pétrea diosa eterna. O, ¡hay Dios!, Juan de Mesa, para hacer de Carmen humana, devota talla divina para, en el recuerdo, yo adorarla.

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