Mi concepción filosófica

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Mi concepción filosófica, ensayo de Ramón Román Alcalá.

«En tanto no recojas sino lo que tú mismo arrojaste todo será no más que destreza y botín sin importancia».
(R. M. RILKE)
«Hay más dificultad en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas».
(MONTAIGNE)

Si tuviera que elegir como introducción una frase que defina la filosofía desde mi punto de vista, elegiría aquélla en la que Schopenhauer comparaba la filosofía con la obertura de la ópera de Mozart, Don Juan, pues tanto una como otra –decía- comienzan en un tono menor. El tono menor es el propio de lo inseguro, del suspense, la antesala del asombro y la inquietud ante el presentimiento de que todo es posible. El reconocimiento de la filosofía como expectativa es lo que me mueve, a ella se le confía mucho, a veces más de lo que puede dar. Por ello, la filosofía no debe, ni puede ser sólo un ejercicio retórico, ni una distracción inocente que no comprometa más allá de su estudio.

La filosofía, pues, se define desde mi punto de vista como algo problemático y saturado de explicaciones. Cuando en las vacaciones de Navidad de 1931 Wittgenstein le confesaba a Waismann que, «si en filosofía hubiera tesis, tendrían que ser tales que no dieran origen a disputas. Pues tendrían que expresarse de tal manera que todos dijeran, Oh sí, naturalmente esto es obvio», no sólo estaba abandonando las posturas dogmáticas del Tractatus, sino indicando las ambigüedades y problemas del lenguaje y de la filosofía misma. En este sentido, la filosofía es hoy para nosotros algo diferente de lo que fue o será para la generación anterior y posterior. Como dato curioso, no sorprende que uno de los argumentos más populares del escepticismo en la antigüedad, fuese aquel tropo de Agripa que reconocía la relatividad de las opiniones que hace discutible todo principio. La variedad y cambio de las opiniones sobre la filosofía o sobre lo que para muchos era la verdad, y la adhesión a definiciones diferentes invita cuando menos a la incertidumbre.

A nadie, pues, asombra hoy en día que la filosofía se halle en un debate en el que se plantea la existencia de un período de disgregación, de fragmentación que no consigue producir un discurso unitario, un discurso coherente sobre la realidad. Ésta es una de las cuestiones esenciales, pues la única justificación posible para concebir la filosofía como realización progresiva de la humanidad, estriba en la eventualidad de concebirla como un proceso complejo que intenta resolver los problemas de la misma. Y esto es justamente lo que hoy en día está bajo sospecha. En este sentido, puede parecer anacrónico o inoperante promover una reflexión sobre la filosofía. Es decir, es posible que no exista una posibilidad de facto que pueda crear las circunstancias mínimas necesarias para un debate de este estilo. Derrida en El lenguaje y las instituciones filosóficas, juega con esta idea introduciendo el concepto de censura en la actualidad. Advierte que «desde el momento en que un discurso, aunque no esté prohibido, no pueda encontrar las condiciones para una exposición o una discusión pública ilimitada, se puede hablar, por excesivo que esto pueda parecer, de un efecto de censura". Es evidente que esa censura hoy no procede de un organismo central y especializado, de una persona o de una comisión constituida al efecto, ese poder proscriptivo, se encuentra asociado a otras instancias a salvo de cualquier sospecha, otras instituciones de investigación, de enseñanza, nacionales o internacionales, los poderes editoriales, los mass media, etc.

Parece como si la filosofía hubiese sido expulsada de sus tareas tradicionales, tanto de fundamentación como de regulación, desintegrada como está en esferas separadas de acción que luchan entre sí. Pero eso no equivale a aceptar que ya no tiene función alguna. La filosofía debe ganar una conciencia clara de los fundamentos de esa frustración y debe aprender a conocerse de esa manera. Fracaso no comporta abdicación. La historia de la filosofía es la historia de múltiples avatares, en uno de los cuales quizá de los más difíciles nos encontramos. Por ello, es tan difícil su definición.

Y, posiblemente, es en esto último donde debemos incidir. Ya Epicuro o más recientemente el propio Wittgenstein (si bien con fines distintos) han coincidido en reconocer que la filosofía no es una doctrina, sino una actividad, un investigar cuidadoso, donde lo peculiarmente filosófico es esa radicalidad de pensamiento que busca esforzadamente la respuesta de una manera inabarcable. Por eso, la filosofía puede ser cualquier cosa, puesto que es fácil difuminar la frontera entre doctrinas y actividades: en efecto, cuando percibimos cómo se ejercita una actividad, podemos resultar adoctrinados también por esa actividad. Ya Mosterín repetía como esquema común que «en definitiva, lo peculiarmente filosófico no son los temas tratados, sino la manera de tratarlos. Estoy de acuerdo con esta opinión, reforzando la expresión «manera de tratarlos» filosóficamente, es decir atenderlos de manera que indiquemos primero el sentido de la pregunta (en la medida de lo posible), segundo, elaboremos el contenido de la respuesta de la manera más diferenciada y fundamentada posible y, en tercer lugar, saquemos las consecuencias pertinentes.

La situación en nuestros días es conflictiva, desesperada afirman algunos o de anarquía total proponen otros, posiblemente no sea más que una situación final de último período. Es evidente que el presente introduce cierta perplejidad ya que asistimos a cierta transformación de una cultura “logocéntrica” o una cultura “imagocéntrica” que o sustituye o absorbe a la anterior. A pesar de ello, esta idea de crisis no es nueva: la idea del fin de la filosofía es bastante frecuente, sin embargo, si es novedosa su recurrencia. De todas formas, parece una atractiva sugerencia, la de mostrarnos que la filosofía no es estable, fija o permanente, sino que coincide más bien con el acontecimiento, con el consenso, con el diálogo, con la interpretación, elementos causantes, posiblemente, de un singular modo de ser humano. Al fin y al cabo eso es la filosofía.

Los clásicos siempre mantuvieron que la filosofía se aprende haciéndose, como actividad, el juicio es sólo una cuestión de práctica. Enseñar a pensar requiere crear la necesidad del pensamiento. Esto es lo que hacía Sócrates generando incertidumbre, siendo crítico. Para pensar hay que desprenderse de la solución inmediata, de la inclinación por lo dado y lo aceptado socialmente. La crítica o la exposición crítica de la Historia de la filosofía, no es sólo un medio excelente de enseñar filosofía, sino que constituye su esencia. El diálogo es el esfuerzo por contestar al ser interpelados. En este sentido, ha sido quizá Wittgenstein quien mejor ha planteado crudamente que la crítica, la observación cuidadosa e incierta, al ser un sistema posterior a la creencia, hace avanzar al conocimiento humano al plantearle problemas. La duda está inseparablemente unida al pensamiento, se puede decir que dudar es pensar y que por los mismo pensar es dudar. Para que un hombre dude tiene que juzgar de alguna forma mediante el razonamiento y declarar los motivos que le llevan a dudar de algo. Por eso, dirá Wittgenstein en este sentido que «el niño aprende a creer en el adulto, la duda viene después de la creencia», admitiendo explícitamente que la duda es un sistema posterior a la creencia y que es ella la que hace avanzar el conocimiento. Generalmente, todos propendemos a creer que el escepticismo agota la filosofía. Nada más falso. Cualquier doctrina sólo empieza a tener sentido si los protagonistas discuten su posibilidad y su verdad. Si no aceptamos que cualquiera que sabe algo debe ser capaz de dudar de aquello que sabe, no podríamos entender cómo es posible que el pensamiento avance en el conocimiento de las cosas. En este sentido escribió Wittgenstein, «el filósofo no es ciudadano de ninguna comunidad de ideas. Es eso lo que hace de él un filósofo". Para ello, habrá que huir de cualquier rutina, y la peor es la formal académica de las universidades, hay que ponerlo todo en cuestión, si queremos conseguir, si es que existe, algo incuestionable. Si he mostrado arriba las palabras de Wittgenstein que nos ponían en guardia sobre la facilidad con la que el filósofo se instala en paraísos teóricos desde los cuales pone todo en cuestión o da respuesta a todo pero, sin ser éstos mismos paraísos puestos en duda, tendremos que seguir la reflexión wittgensteiniana al ponernos sobre aviso sobre la «artificialidad histérica a la que conducía la vida universitaria. De ahí que escribiendo a un discípulo para felicitarle por su doctorado en filosofía le decía: «¡Ojalá haga usted buen uso de él! Con esto quiero decir: ojalá que no se engañe usted a sí mismo ni a sus estudiantes. Porque o mucho me equivoco, o es eso lo que se espera de usted».

La filosofía nos ofrece, quizá hoy más que nunca, una labor problemática, pues a veces la amplitud, ambigüedad y confusión a la que se ve sometida nos fatiga y asusta. Se puede definir la filosofía como el esfuerzo constante de reactivación del pensamiento. El caso más conocido sea quizá el de Platón al hablar de la enseñanza como de un «engendrar en belleza», un intento de sembrar en el discípulo ideas capaces de defenderse a sí mismas y que desencadenan la actividad de su reflexión. Es una interacción de nuestro pensamiento con el pensamiento de otros, una dialéctica entre el pensamiento histórico y el personal que crea ángulos y ámbitos de acceso a la realidad. Levantados, como decía Newton, sobre las espaldas de los que nos han precedido, posiblemente no podamos transmitir más que nuestra particular versión de sus ideas, pero esto no será poco si lo hacemos con honestidad. Nuestra marcha, pues, será en parte igual y en parte diferente a la marcha de otros. No es anarquía ni puro relativismo, sino intento de comprensión de la riqueza y complejidad del pensamiento humano.

Por ello, la exposición filosófica no es la descripción de la tierra prometida a la que se ha llegado tras un penoso y silencioso peregrinaje (eso sería un espejismo o una revelación, en el mejor de los casos), sino el relato del éxodo y su resultado; con una diferencia respecto a esta imagen, y es que en filosofía la exposición no narra el movimiento del pensar, sino que es el modo como se realiza: hablar o escribir no es traducir un pensamiento, sino ir componiéndolo a instancias y bajo la vigilancia y tutela de las cosas mismas. Lo que sucede es que la demanda de las cosas impide al pensamiento descansar en alguna de sus ex¬posiciones, pues ella le hace en todo momento ver su parcialidad obligándole a superar sus retratos; es lo que de manera muy gráfica refiere Sócrates en el Eutifrón al mostrar que, del mismo modo que le sucedía a Dédalo, las obras que sus interlocutores construyen con palabras no son estáticas sino dinámicas y se resisten a permanecer en el lugar en que se las coloca.

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