"Pepito el del Huerto" y Don Paulino (Notas cordobesas)

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Nota cordobesa escrita por Ricardo de Montis y aparecido en Diario de Córdoba el 31 de julio de 1910[1]



Entre las personas que gozaron de popularidad en Córdoba, hace ya bastantes años, figuraban los maestros de baile conocidos por Pepito el del huerto y Don Paulino.

Y aunque dedicados á la misma profesión eran dos tipos completamente opuestos: uno el bailarín popular, otro el que pudiéramos llamar aristocrático.

Pepito el del huerto, así apodado porque vivió mucho tiempo en el huerto del "Vidrio", situado en los callejones próximos al paseo de San Martín, frente al edificio que hoy ocupa la Audiencia, fué en sus mocedades botinero.

Joven alegre, aficionado á la juerga y habilísimo en el baile, no había casorio, bautizo ni parranda en que él no fuera elemento principal.

Las mozas que asistían á tales fiestas tenian á gala bailar con Pepito, cordobés neto, que derrochaba donosura en esos bailes genuinamente andaluces y artísticos llamados el vito, las peteneras, las soleares y las sevillanas.

Y á la vez que con sus primores coreográficos entusiasmaba á las hembras, sabia con su gracia hacer las delicias de todos los concurrentes.

Le solía acompañar un gitano de muy pocos años, casi un chiquillo, operario de su taller de botinería, muchacho ocurrente como pocos, capaz de hacer desternillar de risa al hombre más misántropo; un individuo á cuyo alrededor no había penas, como aseguraban cuantas personas le conocían.

El oficio de botinero vino á menos; llegó un día en que desapareció y entonces Pepito el del huerto dedicóse á dar lecciones de baile.

Y no es necesario decir que hizo mucho negocio; que pasaba todo el día, de casa en casa, enseñando ese arte siempre bello, casi indispensable para la mujer, y que, por las noches, su academia estaba concurridísima.

Todos los años, al llegar los Carnavales, organizaba con algunos de sus discípulos una comparsa llamada Los boleros y recorría nuestras calles y visitaba las principales casas de la población, obteniendo muchos aplausos y no poco dinero á la vez.

Al efectuarse la apertura del paseo del Gran Capitán y la urbanización de sus alrededores desapareció el huerto del "Vidrio" y Pepito tuvo que levantar de allí sus reales, instalándose en un viejo caserón de la calle del Cuarto, también con honores de huerto, que hoy aun se conserva como en la época á que nos referimos.

En él tuvimos ocasión de conocer al maestro de baile más popular de Córdoba, ya viejo, rendido por su labor y por los años, pero siempre alegre, siempre decidor, siempre deseoso de que le hicieran palmas, para lucir su agilidad y su maestría.

En una amplia habitación de paredes blancas como el ampo de la nieve, iluminada por varios velones que pendían de las toscas vigas del techo, estaba instalada la academia.

A ella acudían mozas y mozos de los barrios bajos, llenándola casi por completo; un hijo de Pepito rasgueaba en la guitarra sevillanas, peteneras y soleares, walses y schotis, el maestro aparecía con la gravedad propia de quien ejerce el sacerdocio de la enseñanza y comenzaba la lección.

Cuando el profesor fatigado, más por el peso de la edad que por el ejercicio, tenia que suspender este para descansar en el viejo sillón de enea, sustituíale su esposa, una anciana también, muy lista y muy simpática, y luego su hija, preciosa joven de facciones delicadas y porte señoril.

Las últimas veces que visitamos esta academia sufrimos una impresión triste y dolorosa.

Pepito el del huerto, el hombre jovial, siempre activo y diligente, aquel manojo de nervios, que al oir una guitarra no era suyo, y al coger las castañuelas parecía que se quitaba cincuenta años de encima, yacía postrado en su sillón de enea, triste, víctima de una parálisis que inmovilizaba sus miembros, sumiéndolo en un estado muy semejante á la muerte.

Su esposa y su hija seguían dando lecciones porque aquel era su único medio de subsistencia, y cuando Pepito, en un momento de lucidez, podía apreciar la magnitud de su infortunio, dos gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas y hundía la cabeza en el pecho para que no le vieran llorar; ¡quien llora en una academia de baile!

Don Paulino no era cordobés; ignoramos el lugar de su nacimiento.

Dedicó toda su vida, según él aseguraba, al arte coreográfico, y figuró muchos años en los cuerpos de baile de las compañías de opera.

Ya viejo, cuando tuvo que abandonar el teatro, establecióse en Córdoba y se dedicó á la enseñanza.

Y aquí se hizo, como Pepito el del huerto, un tipo popular.

¿Quién no recuerda á aquel anciano, de aspecto simpático, muy pulcro, muy limpio, envuelto en largo gabán durante el invierno, vestido invariablemente de chaquet, que más parecía un característico de comedia antigua que un bailarín?

Profesaba una verdadera adoración al baile, que para él era el arte por excelencia y siempre tenía un gesto de desprecio para quienes se mofaban de tal ejercicio, considerándolo cosa fútil y sin importancia.

No concebía tampoco que hubiese quien se dedicara á aprenderlo y menos á enseñarlo sin saber música y, según él, no podía exigirse perfección, belleza ni elegancia en las actitudes y movimientos coreográficos á la persona que ignorase los secretos del pentágrama.

Don Paulino cayó bien en Córdoba, como vulgarmente se dice, y á poco de haberse establecido en esta ciudad tenía gran número de lecciones.

Casi todas las jóvenes de su época pertenecientes á la buena sociedad fueron discípulas suyas ,y él se envanecía de ello tanto como de los elogios y aplausos que las prodigaban en las reuniones cuando lucían las habilidades que les enseñara su maestro.

A todos los alumnos profesaba un cariño entrañable, y reunía las condiciones imprescindibles para obtener frutos de la enseñanza: paciencia, afabilidad y don de transmitir.

En algunas ocasiones presentóse en nuestros teatros, pero la escena no era ya su centro.

Un bailarín de setenta años, aunque haya sido una verdadera notabilidad como lo fué Don Paulino, sólo puede inspirar lástima á las personas de buenos sentimientos, risa á las demás.

En cierta ocasión celebrábase una fiesta en la morada de una linajuda familia de Córdoba; las hijas de los dueños de la casa, alumnas aventajadísimas de Don Paulino, habían de bailar todo su repertorio, y el maestro, como era consiguiente, figuraba entre los invitados á la reunión.

A la hora de comenzar esta, con una puntualidad cronométrica, llegó nuestro nombre, envuelto en su largo gabán, y sin despojarse de él presentóse en el salón donde se hallaban los invitados.

A poco manos expertas arrancaron torrentes de notas al piano; voces delicadas llenaron el espacio de dulces armonías y luego llegó la hora del baile.

La hija mayor del aristocrático matrimonio levantóse dispuesta á hacer gala de su donosura y habilidad; simultáneamente se levantó Don Paulino y despojándose de su gabán, á la vez que decía: "esta noche te acompaño yo", apareció vestido de andaluz, con el traje que llamamos corto, y en la actitud de hacer una salida de sevillanas.

La sorpresa fué general y no hemos de entrar en el análisis de la impresión que produjo aquella extraña é inesperada figura. Dedúzcala el lector por las consideraciones que exponemos antes.

No hace muchos años Don Paulino sufrió una horrible desgracia; resbaló y cayó en la calle, fracturándose una pierna.

La curación fué larga y cuando estuvo restablecido del accidente veíamosle más demacrado que antes, siempre triste y sombrío, apoyado en un bastón para poder andar, aunque con gran trabajo, ir de puerta en puerta mendigando una limosna.

Y al encontrarle reproducíase en nuestro cerebro la imagen de Pepito el del huerto paralítico, y reflexionábamos acerca del triste fin de estos dos hombres, y entonces sí que asomaba á nuestros ojos una lágrima mucho más abrasadora que la que escaldara las mejillas del pobre maestro de baile de la calle del Cuarto cuando veía, inmóvil, desde su sillón de enea, girar en vueltas vertiginosas á la juventud que le rodeaba, y sentíamos una pena más honda que la que embargara el corazón de las personas de buenos sentimientos ante el espectáculo de un pobre anciano, vestido de corto, haciendo piruetas en el teatro ó en el salón de la casa aristocrática.
  1. "Pepito el del Huerto" y Don Paulino

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