Aquellos Romanceros y Charlatanes
Aquellos Romaceros y Charlatanes
Desde centurias casi perdidas en el tiempos, la incultura de las gentes del pueblo era el pan cotidiano de cada día, por ese motivo, existían individuos de oficio romanceros o simples charlatanes, que se dedicaban de ir de pueblo en pueblo pregonando por las plazas principales los acontecimientos más importantes del momento, contando historias de guerras, amores, traiciones entre amantes o asesinatos espeluznantes que nunca se cometieron o en el caso del charlatán vendiendo.
En épocas pasadas, el romancero español disponía de un extenso caudal de estos escritos, la mayoría bien redactados. Había romances históricos, religiosos, burlescos y de amores imposibles. Se daba el caso, que muchos llevan la firma del autor, que por lo general eran principiantes poetas que pretendían darse a conocer. Con el tiempo, todos estos romances fueron desapareciendo quedando únicamente los “truculentos”. La última razón de este cambio la podemos encontrar en la aceptación que tenían este género literario -si así podemos llamarlo- entre las gentes sencillas y por la acogida que tenían estos “rapsodas” deformados.
Esta forma desfigurada de la proclamación de la palabra tuvo mucha aceptación el siglo XIX, llegando ya de una forma muy tenue hasta mediado del siglo XX. Por los años cincuenta aún se les veía en la plaza de la Corredera, plaza del Potro o en la plaza de las Beatillas junto al compas de San Agustín, escenarios magníficos por su tráfico de gentes y por ambiente popular.
Hay que distinguir una diferencia entre romanceros y charlatanes. Los primeros iban contando acontecimientos en forma de canciones con un tonillo machacón que probablemente no fue modificado desde el medievo, eran canciones parecidas a las que fueron los antiguos romances; los segundos era vendedores de cualquier baratija o producto medicinal que al proclamarlos parecían que era lo mejor del mundo.
Los romances eran cantados de forma poética - más bien llamada macarrónica- pues eran inventados para un público que sólo el interesaba oír las palabras justas para levantar sus sentimientos de alegría o pena, pues esta última modalidad era la mayoritaria. Las personas que los escuchaban normalmente eran mujeres que iban a las plazas para surtirse de comestibles o a las fuentes para coger agua en sus cantaros. Los que escuchaban eran casi siempre gentes de extrema ingenuidad, que se emocionaban al escuchar aquellos relatos llenos de dolor y desgracia, quedándose plantados de una forma "bobalicona", dándose el caso de parársele el reloj. El fin último del romancero, era vender una hoja de papel donde estaba impreso con dibujos y letras explicativas el final de la historia que les contaba. Al terminar, la mayoría de los espectadores se rascaban el bolsillo con unas monedillas para así comprobar por ellos mimos el último acto del drama que tanto les hizo suspirar o llorar.
Los charlatanes eran por decir de alguna forma los vendedores televisivos de aquellos tiempos. Su potente voz bien modulada, su pronunciación correcta, sus exactas y elocuentes palabras eran el reclamo para las gentes. Solían presentar productos diversos mediante unos cartelones desplegables, y con un puntero explicaban las delicias del producto, que en el caso de ser curativo, indicaba sobre la panacea del mismo y como remedio para curar cualquier enfermedad. Había mucho de truco en esta forma de venta callejera, pues entre la gente se metía el “compinche” del charlista que apoyando su disertación decía: -Yo lo he tomado y me he curado, o cuando el mismo charlatán llevaba a personas que demostraban con su presencia las cualidades maravillosas y curativas del producto. Éstas contaban historias sobre la enfermedad que empezaban de una forma catastrófica y terminaba con un desenlace feliz.
Cuando se formaban grandes corrillos para escuchar a estos personajes, había individuos espabilados que hacían su agosto al meterse entre las gentes, e intentaban introducir su mano en los bolsillos ajenos, de esta forma, retiraban de un golpe maestro los dineros del espectador. Era la pillería que siempre envolvía a esos lugares tan visitados y transitables, como era en caso de la popular plaza de la Corredera.
Tanto los romanceros como los charlitas terminaron con el paso del tiempo, pues los medios modernos de comunicación forzaron su desaparición. Todo ese cambio era producto de una nueva cultura fomentada por el desarrollo consumista.
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