Belalcázar (Rincones de Córdoba con encanto)

De Cordobapedia
Saltar a: navegación, buscar


Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
[1]


Belalcázar / El pilar, espejo del castillo

Aunque el castillo domina, protector, la imagen de Belalcázar desde varios kilómetros antes de arribar a la villa, el breve paseo por la magia que envuelve una fortaleza tan subyugante se inicia en la calle del Pilar, empedrada cuesta que baja a la fuente del mismo nombre. Fuente y castillo conforman una postal antigua, y aunque el largo abrevadero ya no da de beber a las sedientas bestias ni el inmediato lavadero público escucha las risas y cotilleos de las lavanderas, el lugar conserva el encanto congelado y decadente de tiempos pretéritos.

Una rústica balaustrada de granito protege el desnivel existente entre el arranque de la cuesta del Pilar y la explanada de la fuente, que remonta su origen al siglo XVI. En ella sobresale el moldurado pilar central, con sus cuatro caños de bronce que vierten sonoros chorros sobre el pilón octogonal, tapizado por la verdina; bajo tres de los caños, sendos tableros de granito con agujeros circulares facilitaban la estabilidad de los cántaros. “Es gruesa pero buena”, asegura del agua un modesto agricultor que acude a la fuente con su pequeño tractor para llenar unos recipientes. Adosado al pilar se extiende el largo abrevadero, de una treintena de metros. Tras rebasar los aliviaderos, el agua sobrante –casi toda la que mana, pues la fuente tiene hoy escaso aprovechamiento– acaba engrosando el escaso caudal del arroyo Caganchas, tributario del fronterizo Zújar, el mismo que recibe al viajero a la entrada de la villa y aquí se le reencuentra jalonado de adelfas camino del cercano castillo, cuyo foso en parte circunda.

Junto a la fuente el viajero puede apreciar, a través de unas verjas cerradas, la curiosidad del antiguo lavadero público, jubilado por las lavadoras automáticas, con sus cuarenta pilas alineadas bajo los cobertizos alrededor de una alberca central, en la que nadan con sigilo las tortugas. También cercano languidece, abandonado y sin uso, el antiguo matadero.

Tras salvar el escuálido arroyo por un viejo puentecillo, un angosto camino de piedras sueltas, encauzado por cercas desvencijadas, emprende la subida al castillo, que se alza en un altozano punteado de olivillos entre los que amarillea en junio la avena silvestre. Una verja pintada de verde advierte más adelante que el terreno es propiedad particular, pero el encontrarla hospitalariamente abierta es una invitación a seguir.

Por fin, tras rebasar unas modestas casas deshabitadas que blanquean a sus pies, el viajero se siente como aplastado por la fortaleza, especialmente por la soberbia torre del Homenaje, de 45 metros de altura, coronada por garitones decorados con onduladas franjas; es el escudo de don Gutierre de Sotomayor, constructor en la segunda mitad del siglo XV de un castillo tan hermoso –”¡qué bello alcázar!”, asegura la leyenda que exclamó al verlo Isabel la Católica– que dio lugar a que la antigua Gaete fuese rebautizada como Belalcázar, “bello alcázar”. Pacíficas cigüeñas y siniestros grajos habitan ahora el castillo, con sus huecos tapiados para que ningún curioso pueda asomarse a su desolador vacío interior, un cascarón, a causa de las acciones bélicas –la última, en la guerra incivil del 36– y del persistente expolio a que fue sometido durante siglos por los belalcazareños, que encontraron allí baratos sillares para la construcción de sus casas. Pese a todo mantiene el tipo, y su robusta fábrica se sigue poniendo como ejemplo del mejor gótico militar existente en la provincia.

Al pie de la gran torre se aprecian los restos del palacio de estirpe renacentista añadido a partir de 1531, ya en tiempos de paz, por don Francisco de Zúñiga, probable obra del primer Hernán Ruiz, cuyo arte queda patente aún en los labrados marcos de las ventanas. Circunda el castillo un anillo fortificado de época romana reformado por los árabes.

A cuenta del castillo vivió Belalcázar hace poco tiempo una nueva versión de aquella frustrante historia que Berlanga contó en su inolvidable película Bienvenido míster Marshall, sólo que aquí el forjador del sueño no fue el dadivoso amigo americano sino un jeque saudí, que ilusionó al pueblo con la promesa de comprar la fortaleza para restaurarla y dedicar las tierras colindantes a la cría de caballos de pura raza árabe. Pero, como escribió la periodista Isabel Leña, la ilusión acabó en desengaño, y el castillo “sigue aguardando que un príncipe azul venga a sacarlo definitivamente de su hechizo”.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

Principales editores del artículo

Valora este artículo

2.5/5 (4 votos)