Córdoba en 1836: capítulos de La Biblia en España
La Biblia en España (en el original en inglés, The Bible in Spain), es una obra autobiográfica y novelesca del escritor británico George Borrow, publicada en 1843. Su autor fue brevemente encarcelado, por carecer de los oportunos permisos. Empujado por la necesidad y también por el anhelo de viajar a tierras extranjeras, más que por celo religioso, Borrow aceptó el encargo de la protestante Bible Society de Londres, de distribuir ejemplares del Nuevo Testamento por España. Su misión duró desde 1835 hasta 1840. Su obra, a veces descrita como picaresca, narra sus aventuras y andanzas en la España azotada por la Primera Guerra Carlista. Aunque es difícil determinar el grado de veracidad de todo lo narrado, su visión literaria oscila entre lo realista y lo romántico. Con frecuencia, al igual que en otros de sus libros, abundan los prejuicios anticatólicos. Borrow, don Jorgito el Inglés, a medias caballero andante puritano, a medias pícaro, se perfila en una serie de episodios diversamente relacionados con intereses religiosos, topográficos, arqueológicos o filológicos, sin gran ligazón o trama argumental sólida.3 Ha sido caracterizado como uno de los mejores libros de viajes escritos en inglés,2 y grandemente alabado por su viveza, frescura y perseverancia en la observación.
CAPÍTULO XVI Salida para Córdoba.— Carmona.— Las colonias alemanas.— El idioma.— Un caballo haragán.— El recibimiento nocturno.— El posadero carlista.— Buen consejo.— Gómez.— El genovés viejo.— Las dos opiniones. Después de estar unos quince días en Sevilla salí para Córdoba. Hacía ya algún tiempo que no circulaba la diligencia, debido al turbulento estado de la provincia. No tuve, pues, más remedio que hacer el viaje a caballo. Tomé dos en alquiler y ajusté al genovés viejo, de quien ya he hablado, para que me acompañase hasta Córdoba y se volviera después con las cabalgaduras. Aunque estábamos en pleno invierno, el tiempo era despejado, los días soleados y radiantes, si bien por las noches se dejaba sentir el frío. Pasamos por Alcalá, ciudad pequeña, famosa por las ruinas de un inmenso castillo moro, que desde lo alto de una colina rocosa domina un río pintoresco. La primera noche dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a siete leguas de Sevilla. Muy de mañana montamos de nuevo y partimos. Acaso no haya en toda España un monumento de los antiguos moros tan hermoso como el lado oriental de esta ciudad de Carmona, sita en la cima de un alto cerro, mirando a una extensa vega, inculta leguas y leguas, donde sólo se crían jaras y carrasco. Por aquella parte se levantan unas sombrías murallas, muy altas, con torres cuadradas a muy cortos intervalos, y de tan sólida estructura que parecen desafiar las injurias del tiempo y de los hombres. En la época de los moros esta ciudad era considerada como la llave de Sevilla, y no se sometió a las armas cristianas sin sufrir un largo y desesperado asedio; la toma de Sevilla siguió poco después. La vega, en que a la sazón entrábamos, forma parte del gran despoblado de Andalucía, antaño risueño jardín, transformado en lo que ahora es desde que por la expulsión de moros de España fué sangrada esta tierra de la mayor parte de su población. Desde aquí hasta Sierra Morena, que separa la Mancha y Andalucía, las ciudades y pueblos son escasos, muy apartados unos de otros, y aun algunos de ellos datan sólo de mediados del pasado siglo, cuando un ministro español intentó poblar este desierto con hijos de un país extranjero. A eso de mediodía llegamos a un sitio llamado Moncloa, donde hay una venta y un edificio de aspecto desolado con cierta apariencia de château; una palmera solitaria yergue su cabeza por encima del muro exterior. Entramos en la venta, atamos los caballos al pesebre, y después de mandar que los echaran un pienso fuimos a sentarnos a la lumbre. El ventero y su mujer vinieron también a sentarse a nuestro lado. «Esta gente es muy mala—me dijo el viejo genovés en italiano—; como la casa, nido de ladrones; algunas muertes se han cometido en ella, si es verdad todo lo que se cuenta». Miré con atención a los venteros: eran jóvenes; el marido representaba veinticinco años; era un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en sus ojos brillaba un fuego maligno. Su mujer se le asemejaba un poco, pero su semblante era más abierto y parecía de mejor humor; lo que más me chocó en la ventera fué el color de su pelo, castaño claro, y su tez, blanca y sonrosada, tan diferentes del pelo negro y atezado rostro que en general distinguen a los naturales de la provincia. «¿Es usted andaluza?—pregunté a la ventera—. Casi estoy por decir que me parece usted alemana». La ventera.—No se equivocaría mucho su merced. Es verdad que soy española, pues en España he nacido; pero también es verdad que soy de sangre alemana, puesto que mis abuelos vinieron de Alemania, así como la de este caballero, mi señor y marido. Yo.—¿Y cómo fué venir sus abuelos de usted a este país? La ventera.—¿No ha oído nunca su merced hablar de las colonias alemanas? Hay bastantes por estas partes. En tiempos antiguos el país estaba casi desierto, y era muy peligroso viajar por él, debido a muchos ladrones. Hará cien años, un señor muy poderoso envió mensajeros a Alemania para decir a la gente de allá que estas tierras tan buenas estaban sin cultivo por falta de brazos, y prometiendo a cada labrador que quisiera venir a labrarlas una casa y una yunta de bueyes, con lo necesario para vivir un año. De resultas de esta invitación muchas familias pobres de Alemania vinieron a establecerse en ciertos pueblos y ciudades prevenidos para el caso, que aún llevan el nombre de Colonias Alemanas. Yo.—¿Cuantas habrá? La ventera.—Varias. Unas por este lado de Córdoba y otras al otro. La más próxima es Luisiana, que está de aquí dos leguas; de allá venimos mi marido y yo. La siguiente es Carlota, a unas diez leguas de distancia; esas son las dos únicas que yo he visto; pero hay otras más lejos, y algunas, según he oído decir, están en el riñón de la sierra. Yo.—¿Hablan todavía los colonos el idioma de sus antepasados? La ventera.—Sólo hablamos español, o más bien andaluz. Verdad que algunos, muy viejos, saben unas pocas palabras de alemán aprendidas de sus padres, nacidos en aquella tierra; pero la última persona de la colonia capaz de entender una conversación en alemán fué la tía de mi madre, porque vino aquí de muy joven. Siendo yo una chica, recuerdo haberla oído hablar con un viajero, compatriota suyo, en una lengua que me dijeron era el alemán; se entendían, pero la vieja confesaba que se le habían olvidado muchas palabras; ya hace años que se ha muerto. Yo.—¿De qué religión son los colonos? La ventera.—Son cristianos, como los españoles, como antes lo fueron sus padres. Por cierto he oído decir que venían de unas partes de Alemania donde la religión se practica mucho más que en la misma España. Yo.—Los alemanes son el pueblo más honrado de la tierra, y como ustedes son sus legítimos descendientes claro está que los robos serán aquí desconocidos. La ventera me echó una rápida mirada, miró después a su marido y sonrió; el ventero, que hasta entonces había estado fumando sin proferir palabra, aunque con semblante singularmente adusto y descontento, arrojó la punta del cigarro a la lumbre, se puso en pie y, murmurando: ¡Disparate! ¡conversación!, se marchó. «Ha ido usted a poner el dedo en la llaga, signore—dijo el genovés cuando ya habíamos dejado atrás Moncloa—. Si fueran gente honrada no podrían tener esa venta. Yo no sé cómo serían los colonos cuando llegaron aquí; pero lo que es ahora, sus costumbres no son ni pizca mejores que las de andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay entre ellos alguna diferencia». A los tres días de salir de Sevilla, ya cerca de anochecer, llegamos a la Cuesta del Espinal, a unas dos leguas de Córboba, desde donde pudimos columbrar los muros de la ciudad, bañados por los últimos rayos del sol poniente. Como aquellos contornos estaban, según me dijo el guía, infestados de bandidos, hicimos lo posible por llegar a la población antes de cerrar la noche. No lo conseguimos, empero, y antes de recorrer la mitad de la distancia nos envolvieron densas tinieblas. La ruindad de los caballos nos había retrasado considerablemente durante el viaje; sobre todo, el caballo de mi guía era insensible al látigo y a la espuela; además, el genovés no era jinete, y acabó por confesar que hacía treinta años no montaba a caballo. Los caballos conocen en seguida las facultades de quien los monta, y el del genovés resolvió aprovecharse de la timidez y debilidad del pobre viejo. Pero casi todo tiene remedio en este mundo. Cansado de andar a paso de tortuga, até las riendas del caballo remolón a la grupa del mío, y sin escatimar espolazos ni palos le obligué a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo más remedio que aligerar los remos. Por dos veces intentó arrojarse al suelo, con gran espanto de su anciano jinete, que me suplicaba una y otra vez que hiciese alto y le permitiera apearse; pero yo, sin hacerle caso, continué dando espolazos y palos con infatigable energía y tan buen éxito que en menos de media hora vimos unas luces muy cerca de nosotros, y al instante llegamos a un río, cruzamos un puente, encontrándonos a la puerta de Córdoba sin habernos roto la nuca ni haberse perniquebrado los caballos. Atravesamos toda la ciudad para llegar a la posada; las calles estaban oscuras y casi desiertas. La posada era un vasto edificio, de cuyas ventanas, bien defendidas con rejas, no se escapaba el menor rayo de luz; el silencio de la muerte parecía envolver no sólo la casa, sino la calle entera. Largo rato golpeamos la puerta sin obtener contestación; entonces comenzamos a llamar a voces. Al cabo alguien nos preguntó desde dentro lo que queríamos. «Abra usted la puerta y lo verá», respondí. «No haré tal—replicó el de dentro—hasta no saber quiénes son ustedes». «Somos viajeros de Sevilla». «¿Son ustedes viajeros? ¿Por qué no lo han dicho antes? No estoy aquí de portero para dejar a los viajeros en la calle, ¡Jesús, María! Ni hay tantos en la casa que no podamos admitir alguno más. Entre, caballero, y sean bienvenidos usted y su compañía.» Abrió la puerta, dándonos entrada a un espacioso patio; en seguida afianzó nuevamente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por qué toma usted tantas precauciones?—le pregunté—. ¿Teme usted que los carlistas le hagan una visita?» «Los carlistas no nos dan miedo—respondió el portero—. Ya han estado aquí y no nos han hecho daño alguno. A quien tememos es a ciertos pícaros de esta ciudad, que están reñidos con el amo, y le asesinarían con toda su familia si se les presentase ocasión.» Iba yo a preguntar la razón de esta enemiga, cuando un hombre corpulento bajó corriendo, con una luz en la mano, la escalera de piedra que conducía al interior de la casa. Dos o tres mujeres también con luces, le seguían. Detúvose en el último escalón, y exclamó: «¿Quién ha venido?» Luego adelantó la lámpara hasta que la luz me dió de lleno en el rostro. «¡Hola!—exclamó—. ¿Es usted? ¡Quién iba a pensar—dijo volviéndose a la mujer que estaba a su lado, tan recia como él, de atezado rostro, y próximamente de su misma edad, rayana, al parecer, en los cincuenta—que en el preciso momento de suspirar por un huésped se detendría a nuestras puertas un inglés! porque a un inglés le reconozco yo a una milla de distancia, hasta en la oscuridad. Juanito—gritó al portero—: esta noche no abras la puerta a nadie más, sea quien sea. Si los nacionales vienen a alborotar, diles que está aquí el hijo de Belington dispuesto a caer sobre ellos espada en mano si no se retiran, y si llegan más viajeros, cosa que no es de esperar, porque desde hace más de un mes no ha venido ninguno, les dices que no hay cuartos porque los ocupa todos un caballero inglés y su acompañamiento.» Descubrí sin tardanza que mi amigo el posadero era un insigne carlista. No había yo concluído de cenar—mientras él y toda su familia, alrededor de la mesita a que me senté, observaban mis movimientos, sobre todo la manera de usar el cuchillo y el tenedor y de llevarme los manjares a la boca—cuando se puso a hablarme de política. «Yo no soy de un partido determinado, don Jorge—dijo, pues me había preguntado mi nombre con el fin de darme el tratamiento debido—; yo no soy de un partido determinado, y no estoy por el rey Carlos ni por la chica Isabel; sin embargo, llevo en este maldito pueblo cristino una vida de perro, y hace mucho tiempo que me habría marchado si no fuese porque he nacido aquí y porque no sé adónde ir. Desde que empezaron estos desórdenes, me da miedo salir a la calle, porque en cuanto la canaille de Córdoba me ve doblar una esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al carlista!», y corren detrás de mí vociferando y me amenazan con piedras y palos; de manera que, si no me pongo en salvo metiéndome en casa, empresa difícil con mis diez y pico arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo reconocerá usted don Jorge, no es ni agradable ni decente. Ese mozo que ve usted ahí—continuó, señalando a un joven moreno que estaba detrás de mi silla, empleado en servirme—es mi cuarto hijo; está casado, y no vive con nosotros, sino cien varas más abajo en esta calle. Le hemos llamado de prisa y corriendo para servir a su merced, como es su obligación; pues bien: ha estado a punto de perecer en el camino. Antes de marcharse tendrá que escudriñar la calle para ver si hay moros en la costa, y entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas! ¿De dónde sacan que mi familia y yo somos carlistas? Cierto que mi hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de tres años. ¿Podía yo evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que mi segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en Córdoba. ¡Dios le proteja! Pero yo no le mandé alistarse. Tan lejos estoy de ser carlista, que gracias a mí ese mozo que está presente no se marchó con su hermano, aunque tenía muy buenas ganas de hacerlo, porque es valiente y buen cristiano. Quédate en casa—le dije—, porque ¿cómo me voy a arreglar si os vais todos? ¿Quién va a servir a los huéspedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos hasta que tu hermano, mi hijo tercero, vuelva; porque ha de saberse, y para vergüenza mía lo digo, don Jorge, que yo tengo un hijo sargento en el ejército cristino, muy en contra de la inclinación personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga una mutilación para que le libren en seguida. Así que le dije a éste: quédate en casa, hijo mío, hasta que tu hermano venga a ocupar tu puesto y no se nos coma el pan un extraño, que además podría venderme y hacerme traición; de modo que, como usted ve, don Jorge, mi hijo se quedó en casa a petición mía, y aún me llaman carlista.» —¿Cómo se portaron Gómez y sus partidas cuando estuvieron en Córdoba? Porque usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido. —¡Admirablemente bien! Lo que yo quisiera es que aún estuviesen aquí. Como ya le he dicho a usted, don Jorge, yo no soy de ningún partido; pero confieso que nunca en mi vida he sentido placer mayor que cuando se nos entraron por las puertas. ¡Entonces había que ver a esos perros de nacionales correr por las calles para ponerse en salvo! ¡Había que verlo, don Jorge! Los que m encontraban a la vuelta de una esquina se olvidaban de gritar: ¡Hola, carlista!, y de sus amenazas de apalearme. Algunos saltaron las murallas y huyeron no se sabe adónde; otros se refugiaron en la casa de la Inquisición, que tenían fortificada, y se encerraron en ella. Ha de saber usted, don Jorge, que todos los jefes carlistas: Gómez, Cabrera y el Serrador, se alojaron en esta casa; y ocurrió que, estando yo de conversación con Gómez en este mismo cuarto donde estamos ahora, entró Cabrera hecho una furia; Cabrera es menudo de cuerpo, pero tan vivo y valiente como un gato montés. «Esa canaille—dijo al entrar—de la casa de la Inquisición no quiere rendirse; si me da usted la orden, general, escalo la casa con mi gente y paso a cuchillo a los que están dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debemos ahorrar sangre siempre que sea posible. Que les disparen unos cuantos tiros de fusil, y eso bastará.» Así fué, en efecto, don Jorge, porque a las pocas descargas su corazón desfalleció y se rindieron a discreción; después de desarmarlos, se les permitió volver a sus casas. Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me ven doblar una esquina, me gritan: ¡Hola, carlista! Para guardarse de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de servir a su merced, tendrá que ir desde aquí a su casa volando como una perdiz, no sea que se los encuentre en la calle y le cosan a puñaladas.» —Usted que ha visto a Gómez, dígame: ¿qué clase de hombre es? —Es de estatura regular, grave y sombrío. El más notable de todos por su aspecto es el Serrador, especie de gigante, tan alto, que cuando entraba por la puerta del portal siempre daba con la cabeza en el dintel. El que menos me gusta es Palillos, bandido feroz y tétrico, a quien conocí de postillón. En otro tiempo venía muchas veces a mi casa; ahora es capitán de los ladrones de la Mancha, pues aunque se intitula realista, es un bandolero, ni más ni menos. Es una deshonra para la causa que se permita a tales hombres mezclarse con la gente honrada. Yo le odio, don Jorge; debido a él, vienen a mi casa tan pocos parroquianos. Los viajeros temen ahora atravesar la Mancha, no sea que caigan en su poder. ¡Así le ahorquen, don Jorge, sean los cristinos o los realistas; lo mismo me da! —Cuando llegué conoció usted al momento que era inglés. ¿Es que vienen a Córdoba muchos compatriotas míos? —¡Toma!—respondió el posadero—, son mis mejores parroquianos; he tenido en casa ingleses de todas categorías, desde el hijo de Belington hasta un médico joven que curó a esta chica, hija mía, del dolor de oídos. ¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con Gómez vinieron dos que servían como voluntarios. ¡Vaya, qué gente! ¡Qué magníficos caballos montaban, y cómo desparramaban el oro! Venía con ellos un portugués muy noble, pero pobrísimo, un miguelista; según me dijeron, los dos ingleses le sostenían por devoción a la causa realista. El portugués estaba siempre cantando: El rey chegou, el rey chegou, E en Belem desembarcou. Fueron unos días magníficos, don Jorge. Y entre paréntesis, se me ha olvidado preguntar de qué partido es su merced. A la siguiente mañana, cuando estaba vistiéndome, el viejo genovés entró en mi cuarto:—Signore—me dijo—, vengo a decirle adiós. Ahora mismo me vuelvo a Sevilla con los caballos. —¿Por qué tanta prisa?—respondí—. Mejor sería que se quedase usted aquí hasta mañana; usted y los caballos necesitan reposo. Descanse usted hoy, y yo pagaré el gasto. —Gracias, signore; pero me voy inmediatamente; no puedo quedarme en esta casa. —¿Qué le ocurre a la casa?—pregunté. —De la casa nada tengo que decir—replicó el genovés—; de quien me quejo es de sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a desayunarme, y me encontré en la cocina al posadero y a toda su familia. Bueno: me senté y pedí un chocolate, que me trajeron; pero, antes de tomármelo, el posadero empezó a hablar de política. Al principio me dijo que no estaba con ninguno de los dos bandos; pero es tan furibundo carlista como el mismo Carlos V, porque, en cuanto se enteró de que yo soy del bando contrario, me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha de saber usted, signore, que, en tiempos de la anterior Constitución, tuve yo un café en Sevilla, al que concurrían los liberales más notorios, y fué causa de mi ruina, pues como admirador de sus opiniones, abrí a mis parroquianos el crédito que se les antojó, lo mismo en café que en licores, y, de esta suerte, al tiempo de ser derrocada la Constitución y restaurado el despotismo ya les había fiado cuanto tenía. Es posible que muchos de ellos me hubiesen pagado, porque no creo que abrigasen malas intenciones contra mí; pero llegó la persecución, los liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastante natural, pensaron en su propia seguridad más que en pagarme los cafés y los licores; a pesar de eso, soy partidario de sus ideas, y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuanto el posadero, como ya he dicho a su merced, se enteró de mis opiniones, me miró como una fiera y «Salga usted de mi casa—exclamó—; no quiero espías en ella»; añadiendo algunas expresiones irrespetuosas para la joven reina Isabel y para Cristina, a quien considero compatriota mía, a pesar de ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le devolví el cumplido diciendo que Carlos es un pillo y la princesa de Beira otra que tal. Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, antes de llevármelo a los labios, la posadera, más furibunda carlista aún que su marido, si cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la jícara y, tirándola por el aire, que casi dió con ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí, perro negro! ¡En mi casa no vuelves a catar cosa ninguna! ¡Colgado como un cerdo te vea yo!» Comprenderá su merced que no puedo estar aquí más tiempo. Se me olvidaba decir que el bribón del posadero asegura que usted le ha confesado ser de su misma opinión, pues en otro caso no le hubiera hospedado a usted. —Mire, buen hombre—respondí—: yo soy, invariablemente, de la misma opinión política de la gente a cuya mesa me siento o bajo cuyo techo duermo, o, por lo menos, jamás digo cosa alguna que pueda inducirles a sospechar lo contrario. Gracias a este sistema me he librado más de una vez de reposar en almohadas sangrientas o de que me sazonasen el vino con sublimado. CAPITULO XVII. Córdoba.— Los moros de Berbería.— Los ingleses.— Un cura viejo.— El breviario romano.— El palomar.— El Santo Oficio.— Judaísmo.— Los palomares profanados.— Propuesta del posadero. Poco hay que decir de Córdoba, ciudad pobre, sucia y triste, llena de angostas callejuelas, sin plazas ni edificios públicos dignos de atención, salvo y excepto su Catedral, donde quiera famosa; su emplazamiento es, sin embargo, bello y pintoresco. Corre por un lado el Guadalquivir, que, si bien poco profundo en estos lugares y lleno de bancos de arena, no deja de ser un río deleitoso; por el otro se alzan las escarpadas vertientes de Sierra Morena, plantadas de olivares hasta la cima. La ciudad está rodeada de altas murallas moriscas, que pueden tener hasta tres cuartos de legua de desarrollo; a diferencia de Sevilla y de la mayoría de las ciudades de España, carece de arrabales. La Catedral, único edificio notable de Córdoba, como ya he dicho, es acaso el templo más extraordinario del mundo. Fue en su origen, como todos saben, una mezquita, erigida en los días más brillantes de la dominación árabe en España. Era de planta cuadrangular y de techo bajo, sostenido por infinidad de redondas columnas de mármol, pequeñas y finas, muchas de las cuales subsisten aún, y ofrecen al primer golpe de vista la apariencia de un bosque de mármol; la mayor parte de ellas, sin embargo, fueron quitadas cuando los cristianos, después de expulsar a los muslimes, quisieron transformar la mezquita en catedral, como, en efecto, la transformaron parcialmente, levantando una cúpula y despejando en el interior un cierto espacio para hacer el coro. Tal com hoy está el templo parece pertenecer en parte a Mah y en parte al Nazareno; y aunque la mezcla de la pe arquitectura gótica con el aéreo y delicado estilo de Árabes produce un efecto algo raro, todavía el edificio es magnífico y grandioso, y muy adecuado para suscitar el respeto y la veneración en el ánimo del visitante. Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas de sus antepasados: sólo piensan en las cosas del día presente, y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo personal. El entusiasmo desinteresado y la admiración por cuanto es grande y bueno, señales verdaderas e inconfundibles de un alma noble, son sentimientos que en absoluto desconocen. Asombra la indiferencia con que cruzan ante los restos de la antigua grandeza mora en España. Ni se exaltan ante las pruebas de lo que en otro tiempo fueron los moros, ni la conciencia de su situación actual les entristece. Vienen a Andalucía a vender perfumes, babuchas, dátiles y sedas de Fez y Marruecos; eso es lo que más les interesa, aun cuando la mayor parte de estos hombres estén lejos de ser unos ignorantes y hayan oído y leído lo que ocurría en España en los antiguos tiempos. Una vez hablaba yo en Madrid con un moro bastante amigo mío acerca de su visita a la Alhambra de Granada. «¿No lloró usted -le pregunté al pasar por aquellos patios, al acordarse de los Abencerrajes?» «No-respondió. ¿Por qué había de llorar?» «¿Y por qué fue a ver la Alhambra?», pregunté. «Fui a verla porque estando en Granada para asuntos míos un compatriota de usted me rogó que le acompañase a la Alhambra y le tradujese unas inscripciones. Es seguro que espontáneamente no se me hubiese ocurrido ir, porque la subida es penosa.» El hombre que me hablaba así compone versos y no es en modo alguno un poeta despreciable. Otra vez, estando yo en la catedral de Córdoba, entraron tres moros y la atravesaron pausadamente, dirigiéndose a la puerta situada en el lado frontero. Todo su interés por aquel lugar se tradujo en dos o tres ojeadas ligeras a las columnas, diciendo uno de ellos: «Huaje del Mselmeen, buáje del Mselmeen» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo se prosternaba Abderrahman el Grande fue que, al llegar a la puerta, se volvieron de cara y salieron andando hacia atrás; sin embargo, aquellos hombres eran bajos y talibs, hombres asimismo de grandes riques, que habían leído y viajado, que habían estado en la Meca y en la gran ciudad de la Nigricia'. Me detuve en Córdoba mucho más de lo primeramente calculado, porque no cesaba de recibir noticias acerca de la inseguridad del camino de Madrid. En poco tiempo escudriñé todos los rincones y escondrijos de aquella antigua ciudad y adquirí algunas amistades entre la gente del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una población desconocida. Varias veces subla Sierra Morena, acompañado por el hijo del posadero, aquel buen mozo de quien ya he hablado. Los posaderos, convencidos de que yo participaba de sus opiniones, me trataban con extremada cortesía; cierto que, en cambio, hube de prestar oídos a vastos planes carlistas, verdaderas traiciones contra los poderes constituidos en España; pero todo lo llevé con paciencia. -Don Jorgito- díjome un día el posadero, yo quiero mucho a los ingleses; son mis mejores parroquianos. Es una lástima que no haya más unión entre España e Inglaterra y que no vengan más ingleses a visitarnos. ¿No se podría hacer un casorio? El rey entraría en seguida en Madrid. ¿Por qué no se hacen las bodas del hijo de don Carlos con la heredera de Inglaterra? -De esa manera -respondí- vendrían seguramente muchos ingleses a España, y no sería la primera vez que el hijo de un Carlos se casa con una princesa de Inglaterra. El huésped meditó un momento, y luego exclamó: -Carracho, don Jorgito, si se hiciera ese matrimonio, rey y yo tendríamos motivo para tirar el sombrero al el aire. La casa o posada en que yo vivía era sumamente espaciosa, con infinidad de habitaciones grandes y chicas, pero desamuebladas en su mayoría. Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente largo, como el que por modo admirable se describe en la leyenda maravillosa de Lidollo Durante uno o dos días crei que era yo el único huésped en la casa. Pero una mañana vi sentado en el corredor, junto a una ventana, a un anciano de singular aspecto, que leía con atención en un pequeño y abultado women. Sus vestidos eran de grosera tela azul, y llevaba un amplio sobretodo encima de un chaleco adornado con ratas filas de botoncitos de nácar; tenía calados los espejuelos. Aunque le veía sentado, me di cuenta de que su estatura rayaba en lo gigantesco. -¿Quién es ese hombre? -pregunté al posadero, al encontrarle poco después. ¿Es otro huésped de la No puedo decir que sea precisamente un huésped, Don Jorge de mi alma -replicó-; pues, aunque para en mi casa, no me da nada a ganar. Ha de saber usted, don Jorge, que éste es uno de dos curas que había en un pueblo bastante grande³ no lejos de aquí. Al entrar en el pueblo las tropas de Gómez, su reverencia salió a su encuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los soldados, proclamó a Carlos V en la plaza del mercado. El otro cura era un liberal violento, un negro rematado, y los realistas le echaron mano, disponiéndose ahorcarlo. Intervino su reverencia y obtuvo gracia para sa colega, a condición de que gritase ¡Viva Carlos V!, y así lo hizo para salvar la vida. Bueno; pues en cuanto los realistas se fueron, el cura negro montó en una mula, vino a Córdoba y delató a su reverencia, a pesar de de- berle la vida. Prendieron a su reverencia, trajéronle a Córdoba, y seguramente le habrían metido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se presentaría cuando le llamaran a responder de los cargos aportados contra él; y en mi casa está, aunque no pueda llamarle mi huésped, pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos huevos, un poco de leche y pan, se la traen a diario del pueblo. En cuanto a su dinero, no sé de qué color es, aunque, según dicen, tiene buenas pesetas. Con todo, es un santo; siempre está leyendo y rezando, y es, además, del partido de los buenos, aunque fuese veinte veces más avaro de lo que parece. Al siguiente día, al pasar otra vez por el corredor, vi al viejo sentado en el mismo sitio, y le saludé. Me devolvió el saludo con mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo en sus rodillas, como si quisiera trabar conversación. Después de cambiar breves palabras, tomé el libro para examinarlo. - No podrá usted sacar mucho provecho de este libro, don Jorge dijo el viejo. No puede usted entenderlo, porque no está escrito en inglés. - Ni en español-repliqué. Pero, respecto a poder entenderlo o no, ¿qué dificultad puede haber en una cosa tan sencilla? Este es el breviario romano escrito en latín. - Pero ¿entienden los ingleses el latín? -exclamó ¡Vaya! ¿Quién hubiera pensado que los luteranos pudiesen entender la lengua de la Iglesia? ¡Vaya! Cuanto más vive uno, más aprende. - ¿Cuántos años tiene vuestra reverencia?-pregunté. - Ochenta, don Jorge; ochenta años largos. Esta fue la primera conversación que tuvimos su reverencia y yo. No tardó en sentir notable inclinación por mí, y me hacía el favor de acompañarme no pocos ratos. A diferencia de nuestro amigo el posadero, el cura no gustaba de hablar de política, cosa que no dejó de sorprenderme, conociendo yo, como conocía, la resuelta y peligrosa parte que había tomado en la última irrupción carlista en las cercanías. En cambio, le gustaba mucho platicar acerca de asuntos eclesiásticos y de los escritos de los Padres. - He formado en mi casa una pequeña librería, don Jorge, con todos los escritos de los Padres que me ha sido dable encontrar; su lectura me sirve de entretenimiento y de consuelo. Cuando pasen estos tristes días, don Jorge, espero que, si continúa usted por estas partes, irá a visitarme, y le enseñaré mi modesta colección de los Padres, y también un palomar, donde crío muchas palomas, que me producen un pequeño solaz y algún provecho. Supongo que al hablarme de su palomar -repuse-, alude usted a su parroquia, y que por la cría de las palomas representa usted el cuidado que toma por las almas de sus feligreses, inculcándoles el temor de Dios y la obediencia a la ley revelada, ocupación que, naturalmente, le produce a usted muchos solaces y consuelos espirituales. Hablaba sin metáfora, don Jorge -replicó mi interlocutor. Al decir que crío muchas palomas, no pretendo significar sino que yo proveo de pichones el mercado de Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves son muy apreciadas, y creo que no hay en todo el reino otras más gordas ni mejor cebadas. Si fuera usted a mi pueblo, don Jorge, tendría que hacer alto en una venta donde las probaría seguramente, porque en mi jurisdicción no consiento más palomares que el mío. Respecto de las almas de mis feligreses, creo que cumplo con mi deber en cuanto está de mi parte. Las cosas espirituales me deleitan sobremanera, y por esta razón me incorporé a la Santa Casa de Córdoba, en la que he servido durante muchos años. -¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor? -exclamé un poco asombrado. -Desde los trece años hasta que se suprimió el Santo Oficio en estos desventurados reinos. -Me sorprende y me alegra el saberlo -repuse yo- Nada tan placentero para mí como hablar con un sacerdote que perteneció antaño a la Santa Casa de Córdoba. El viejo, mirándome fijamente, contestó: -Ya le comprendo a usted, don Jorge. He adivinado hace rato que usted es de los nuestros. Es usted un santo varón y muy instruido; aunque crea conveniente hacerse pasar por inglés y luterano, he penetrado su verdadera condición. Ningún luterano se tomaría por las cosas de la Iglesia el interés que usted demuestra; y a lo de ser inglés, digo que ninguno de esa nación puede hablar el castellano, y menos el latín. Creo que usted es de los nuestros: un sacerdote misionero; y me confirmo en esta idea, sobre todo, porque le veo a usted en frecuente conversación con los gitanos; parece que hace usted propaganda entre ellos. Pero viva usted prevenido, don Jorge desconfíe de la fe de Egipto; son malos penitentes y me gustan poco. No le aconsejaría yo a usted que se fiara de ellos. -No lo intento siquiera -repliqué-; sobre todo en lo tocante al dinero. Pero, volviendo a cosas más importantes, dígame: ¿de qué delitos conocía la Santa Casa de Córdoba? -Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos en que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales. -¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito? -¡Qué sé yo! -dijo el viejo, encogiéndose de hombros- La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito? -¿Ocurrieron en su tiempo de usted muchos casos de brujería? -Uno o dos, don Jorge; eran poco frecuentes. El último caso que recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la costumbre de salir volando por la ventana al jardín y de revolotear en él sobre los naranjos. Se tomó declaración a varios testigos, y en el proceso, instruido con toda formalidad, quedaron, a mi entender, bastante bien probados los hechos. Pero de lo que sí estoy cierto es de que la monja fue castigada. -Les daba a ustedes mucho que hacer el judaísmo en estas partes? -¡Oh! Lo que más trabajo daba a la Santa Casa era. en efecto, el judaísmo; sus brotes y ramificaciones son numerosos, no sólo por aquí, sino en toda España; lo más singular es que hasta en el clero descubríamos continuamente casos de judaísmo de ambas especies que, por obligación, teníamos que castigar. -Hay más de una especie de judaísmo? -pregunté. - Siempre he dividido el judaísmo en dos clases: negro blanco; por judaísmo negro entiendo la observancia de la ley de Moisés con preferencia a los preceptos de la Iglesia; en el judaísmo blanco entra todo género de herejía, como luteranismo, francmasonería y otros por el estilo. - Comprendo fácilmente dije yo que muchos sacerdotes acepten los principios de la Reforma, y que no pocos se hayan dejado extraviar por las engañosas luces de la filosofía moderna; pero es casi inconcebible que dentro del clero haya judíos que sigan en secreto los ritos y prácticas de la ley antigua, aunque ya antes de ahora me han asegurado que el hecho es cierto. -Crea usted, don Jorge, que en el clero hay abundancia de judaísmo, lo mismo del negro que del blanco. Recuerdo que una vez estábamos registrando la casa de un eclesiástico acusado de judaísmo negro, y, después de buscar mucho, encontramos debajo del piso una caja de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos, y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres hebreos, antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglorió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y atacando el culto a María Santísima como una idolatría grosera. -Y aquí entre nosotros, ¿qué opina usted de esa adoración a María Santísima? -¿Qué opino yo? ¡Qué sé yo! -dijo el viejo, encogiéndose de hombros aún más que la vez primera-. Pero le diré a usted que, bien mirado, me parece justa y natural. ¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, tan bonita, tan guapita, tan bien vestida y gentil, con aquellos colores, blanco y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a María Santísima. Y, sobre todo, don Jorgito mio, eso es cosa de la Iglesia y forma parte importante de su sistema. -¿Y tuvo usted que entender en muchos casos de delitos carnales? -Entre los seglares, no muchos; sobre los clérigos ejercíamos una rigurosa vigilancia. Pero, en general, éramos tolerantes en estas materias, conociendo las muchas flaquezas de la naturaleza humana. Rara vez castigábamos, salvo en los casos en que la gloria de la Iglesia y la lealtad a María Santísima hacían absolutamente inexcusable el castigo. -¿Cuáles eran esos casos? - pregunté. -Aludo a la profanación de los palomares, don Jorge, y a la introducción en ellos de carne de contrabando para fines que no eran ni apropiados ni decentes. -Vuestra reverencia me perdonará; pero no acabo de entender. -Me refiero, don Jorge, a ciertos actos de perversión practicados por algunos clérigos en apartados y lejanos palomares, en olivares y huertos; actos condenados, si no recuerdo mal, por San Pablo en su primera carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted entendido, don Jorge, porque es usted hombre versado en cosas de iglesia. -Creo que le he entendido a usted -repliqué.
Mi cuñado tiene dos caballos, y cuando se le ofrece los da en alquiler, usted puede alquilarlos, don Jorge, y mi cuñado en persona le acompañará para servirle y darle conversación, por lo que le pagará usted cuarenta duros. Pero, y esto es lo importante, como en el camino hay muchos ladrones y malos sujetos, tales como Palillos y su gente, hará usted una obligación, don Jorge, comprometiéndose, si los roban y desvalijan a ustedes, y si los ladrones se quedan con los caballos de mi cuñado, a hacerle bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo que por seguirle a usted haya perdido. Este es mi plan, don Jorge, y no dudo que su merced lo apruebe, porque está trazado para favorecerle, y no con miras de lucro para mí ni los míos. En mi cuñado tendrá usted un gran compañero de viaje; es un hombre muy formal, pertenece al partido de los buenos, y ha viajado también mucho; porque, entre nosotros, don Jorge, es un poco contrabandista, y con frecuencia trae de contrabando diamantes y piedras preciosas de Portugal a España, para colocarlas en Córdoba o en Madrid. Conoce todos los atajos, don Jorge, y le respetan mucho en las ventas y posadas del camino. Ahora venga esa mano para cerrar el trato, y en seguida iré a buscar a mi cuñado para decirle que se disponga a salir con su merced pasado mañana. </div> |
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