Conversación con Manuel Álvarez Ortega: La fidelidad a la poesía

De Cordobapedia
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Francisco Ruiz Soriano

Considerado como uno de los conocedores y traductores mas importantes de la literatura francesa moderna, sobre todo por sus antologías de la Poesía francesa contemporánea (1967) y su Poesía simbolista francesa (1975) además de por sus excelsas versiones de Saint-John Perse, Patrice de la Tour du Pin, Apolliner, Eluard, Breton, Laforgue, Segalen y Lautréamont entre otros poetas, Manuel Alvarez Ortega celebra este año mas de medio siglo de fidelidad a la belleza poética y de que hacer literario dedicado a una estética que tiene como fundamento la brillantez del lenguaje y del verso para trascender la experiencia humana.

Desde La huella de las cosas (1941-48) hasta su último Intratexto (1997), prosa que medita sobre el acto creador, mas de una treintena de libros que se ven hilvanados por el preciosismo de la imagen y las preocupaciones metafísicas en torno al tiempo, la muerte, los paraísos perdidos, el dolor de la ausencia y el desengaño, pero que tienen la palabra poética como alquimia de salvación. La poesía de Alvarez Ortega se erige como verbo de inmortalidad frente al vacío, memoria que eterniza maravillosamente la transitoriedad de la existencia y revela esa “sintaxis del alma”, poesía indagadora de la verdades interiores, siempre en constante innovación del ritmo y de las posibilidades del lenguaje metafórico para crear universos redentores; de ahí que fuera a contra corriente en los anchos cauces de las tendencias literarias de la época, que se vieron jalonadas en debates sobre el purismo formalista y las exaltaciones sociales. Heredero del preciosismo del 27 y del surrealismo, nuestro poeta inauguró una línea vanguardista muy elaborada y sensual que apoyaba en la exuberancia imaginística, el refinamiento del lenguaje y un verso sensitivo que se presenta como verdaderamente innovador en nuestra poesía contemporánea. Fiel a estas concepciones estéticas que no concordaban con las modas literarias imperantes en aquellos momentos, se convirtió en un eremita de la belleza, un expatriado que solamente los poetas de la generación de los 70 o novísimos reindicaron como un maestro a seguir después de la oleada social-neorrealista que invadió los dictámenes al uso durante décadas.
Para hablar de lo que fue y sido la poesia, repasar su trayectoria poética y recoger un valioso testimonio de nuestra historia literaria más reciente, desde otra perspectiva a la oficial, me sita don Manuel en el café Gijón, aquel lugar mítico donde siempre recibía a los jóvenes poetas que querían conocerlo y, sobre todo, aprender de su finos consejos según constataron Antonio Colinas, Jaime Siles, Marcos Ricardo Bernatán, Luis Antonio de Villena, Blanca Andreu y tontos otros. Entre las mesas y los habituales tertulianos, al fondo, esta sentado don Manuel; la vivacidad de sus ojos y su fino sentido del humor ilumina la fría tarde de noviembre, su voz evocadora, como sus versos rememoradotes, va desentrañando el pasado:

-Siempre se ha mantenido al margen de todo, se ha visto como un poeta lejano de cenáculos y círculos académicos, exilado de las modas literarias que marcaron buena parte del quehacer de nuestras letras en las décadas de posguerra. ¿Su posicionamiento poético ha sido como una especie de recogimiento interior, como decía Rile?

-Siempre me he visto como un “outsider”, un franco tirador. Jamás he formado parte de ningún grupo ni he intervenido públicamente en actividad literaria alguna. García Luengo decía con cierto humor que mi biografía podría definirse por el no: no hizo esto, no hizo lo otro, no estuvo aquí, no fue allá. La verdad es que siempre me he negado a dar lecturas, intervenir en mesas redondas, o asistir a esa especie de circo que son los congresos. Un día me asomé a aquel que se celebro en Madrid hace unos años y me pareció de pena. El poeta, creo yo, no tiene que ceder a esas cosas, más propias de gente subalterna. El poeta, me parece a mi, debe estar atento a otra realidad, interiorizarse para conocerla en profundidad, digo yo, ya que, si es de verdad, es un reflejo de ella. Algo de esto es lo que he intentado expresar, casi línea a línea, no sé si con fortuna, en Intratexto, ese libro reciente. El poeta está solo, hace su obra en soledad, y lo que importa es que luego haya cuatro o cinco lectores capaces de sintonizar, si merece la pena, con lo que ha escrito.

-El exilio interior juega un papel importante en su obra. Sobre todo en torno a ese Sur mítico, hay un verso suyo que dice: “Es el Sur la patria, el exilio”.

-Con el Sur me refiero, por un lado, naturalmente, a ese espacio en donde se ha pasado la mayor parte de la existencia, pero por otro, quizás como reflejo, a algo mas difícil de definir, un espacio interior, un ámbito en donde la memoria, al mismo tiempo, reconoce y evoca. El Sur, en mi caso, es una compleja recurrencia, que incide de mil formas, con muy distintas perspectivas, en lo escrito.

-Álvarez Ortega es testigo valiosísimo e inestimable de la poesía de este siglo, de las letras francófonas y de las nuestras, ha conocido y tratado a casi todos los poetas. Pero ¿cómo fue esa dedicación a la obra de los poetas galos?.

-Yo me sentí muy pronto atraído por la literatura francesa. En los años del instituto. Aparte de las traducciones a que nos obligaba el profesor de la asignatura, yo, por mi cuenta, traducía a los clásicos que figuraban en el libro de texto. Un poeta que me gustaba mucho era Francis Jammes. Todavía conservo por ahí aquellas traducciones de adolescente. Ahora bien, mi interés, en serio, fue cuando inicié la colección “Agale”. Quise hacer una antología de la nueva poesía francesa, pero enseguida el trabajo me desbordó. Luego, a raíz de un viaje a Paris en 1955 entré en contacto con Pierre Seghers, el editor de aquella excelente colección “Poétes d’aujourd’hui” y poeta que yo había traducido ya en Aglae y en Poesía Española, y, por medio de él, me relacioné con los poetas del momento, no sólo los mayores, como Breton, Tzara, Soupault, Char, Ponge, por citar algunos, sino con los nuevos, los que a la mitad del siglo empezaban a publicar y a aparecer en las antologías, por ejemplo, Marcel Bealu, un poeta surrealista que tenia una librería en la Rue Saint Séverin, o Pierre Verán, librero también en la Rue Monsieur le Prince, los dos en el Barrio Latino, donde no sólo tomaba notas, sino que pusieron a mi disposición su biblioteca particular. Con casi todos ellos me entrevisté y, en posteriores viajes, tuve la oportunidad de cotejar las versiones de sus textos. Yo creo que a eso se debe que algunos lectores, cuando hablan de mis traducciones, señalen su fidelidad al original.

-En general, ¿cuáles fueron sus primeros contactos con la literatura?. ¿Tradición familiar paterna?.

-Paterna no, mi padre tenia una agencia de transportes, era, por decirlo de algún modo, un hombre de acción, y todo eso de la literatura le quedaba muy lejos. Mis primeros contactos con la literatura fueron ya de niño, debido a un hermano mayor que luego murió en la guerra. El hizo Magisterio por aquel moderno plan de la Republica que se llamó Profesional, que puso en práctica don Fernando de los Ros, inspirado, creo yo, en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Él me preparo para el ingreso en el instituto, y me acuerdo que un día el dictado era del Quijote ,lo clásico, y otro del Platero de Juan Ramón, que era el que me gustaba a mí y del que me sabia muchos pasajes de memoria. Yo pasé, creo que como casi todos los niños que se aficionaron a la lectura, de los tebeos de entonces a los libros de Salgari. Luego, con trece o catorce años, salté a las novelas de Baroja que se hallaban en mi casa, primeras ediciones que adquiría mi hermano, y que ahora están en mi biblioteca. Por otra parte, en la colonia donde yo vivía, en la Sierra, en esa primera adolescencia, coincidimos un grupo de muchachos que jugábamos a la pelota pero también empezábamos a leer. Éramos Rafael Balsera, que luego seria el maestro de Julio Anguita González, los hermanos José Luis y Manuel Albendea Hacar, Mariano Amo, y, mas tarde, Luis Jiménez Martos, con algún colateral como Joaquín Martínez Bjorkman, el actual senador socialista. Todos vivíamos en chalés que distaban unos de otros menos de cincuenta metros. Empezamos a escribir todavía casi de pantalón corto, y a dar nuestros primeros versos y artículos en el periódico y en la radio locales a los diecisiete o dieciocho años. Algo después, casi los mismos, más algún que otro elemento, estudiante u obrero, formamos un grupo de inspiración marxista que fue pronto disuelto al saber que estábamos siendo investigados por la policía. Nosotros aquello lo enmascaramos haciendo ver que se trataba de unos poetas que se reunían a leer sus versos, cosa que también hacíamos de verdad, por lo general en el chalé de algunos de nosotros o en el Parador de la Arruzafa. Este grupo, por cierto, fue posteriormente el origen de la revista Aglae. Durante algún tiempo estuvimos intentando hacer la revista, pero después de mucho tira y afloja, como no nos poníamos de acuerdo en nada, un día, cansado de tanta discusión, tomé la decisión de hacerla yo solo, de una manera autárquica: pedí la autorización, y, una vez concedida, al principio en forma de libros aislados, no como publicación periódica, yo solicitaba los originales a los poetas, componía el numero, lo llevaba a la censura y a la imprenta, corregía las pruebas y, una vez tirada la revista, hasta repartía a mano los ejemplares entre los suscriptores amigos.

-Aglae (Poesía) dio a la luz siete volúmenes entre 1949 y 1953 y ha sido una de las revistas de la posguerra interesada en esa vertiente de preciosismo de la palabra poética. En ella colaboraron poetas importantes de difentes tendencias, desde la línea social como Celaya, Blas de Otero o Hierro, hasta una vertiente religiosa como Vivanco.

-Eran esos los poetas del momento, ni mejores ni peores que otros muchos, pero si los que mas sonaban. Como he dicho, yo les escribía, ellos enviaban los poemas y se los publicaba. La revista gustaba, estaba muy cuidada. Yo, en esto de la tipografía, lo reconozco, siempre he sido un tanto exigente, puede que quizás me pase. Sin embargo le diré que en los años cincuenta, cuando se hizo en la Biblioteca Nacional aquella exposición de revistas de poesía, Aglae, desde su vitrina, atraía la mirada de la gente: estaba impresa en papel vergé crema, con el titulo en color, de letras grandes; las colaboraciones, bueno, eran los nombres del momento. Por aquel entonces existían en España muchas revistas: La isla de los ratones de Santander, Platero en Cádiz, Deucalion en Ciudad Real, Manantial en Melilla, Al-Motamid en Larache, Verbo en Alicante, aparte de las mas difundidas, Garcilaso en Madrid o Espadaña en León, en la que yo alcancé a publicar en el 1949. Entre todas había un intercambio de ejemplares, cuyos sumarios eran reseñados en cada una.

-Si, hay dos poemas en Espadaña, “Viejo aljibe” y “Nocturno”, que luego aparecería en Égloga de un tiempo perdido (1949-50). La revista de Crecer y Nora marcó una vertiente de preocupaciones humanas y sociales. ¿No se sintió tentado alguna vez a acercarse a la poesía social, en auge en aquel momento?

-No, tal como se escribía. Me parecía una mentira obligada por las circunstancias. En una entrevista que me hizo para El Español el poeta Alonso Alcalde, ya lo argumenté. Además, por aquel entonces, me refiero a los años 47 y 48, José Janés, editor de Barcelona, publicó unas antologías bilingües de poesía inglesa y alemana y en ellas vi el cielo abierto: empecé a conocer a los grandes, que, añadidos a mis franceses, hizo que mi concepto de la poesía diese un giro radical. Mis habituales, incluidas las de la mayoría de poetas del 27 me parecieron de pronto como de muy corto alcance. Yo escribía por ese tiempo los poemas que luego recogí en La huella de las cosas, una poesía lineal, sencilla, sentimental, el mundo de la sierra de Córdoba, los primores amores, la adolescencia y cosas así. Una poesía muy elemental, que hoy niego, aunque no reniegue, pero que supuso un punto final. La poesía social que se escribía entonces, la de los Celaya o los Hierro me parecía de pena, una poesía con olor a zorruno, hecha por poetas que aún ahora, cuando los hojeo, no salgo de mi asombro al pensar cómo fue posible que se les prestara tanta atención, siendo de tan baja calidad. Por fortuna, los Hölderlin, los Novalis, los Kleist, los Hofmannsthal, los Rilke y demás me llevaron a otras latitudes más saludables, las mismas que hoy, cincuenta años después, no he abandonado.

-Apenas colaboró en la revista Cántico. ¿Cómo es que, existiendo cierto paralelismo entre su poesía y la de los componentes de ese grupo, su colaboración fue tan escasa?

-Colaborar colaborar solo lo hice una vez: en el numero dedicado a Cernuda. Porque el caso es que , creo yo, en ese numero tuve algo que ver, indirectamente. Se trata de que, en unos de mis viajes a Madrid, me encontré en la librería de León Sánchez Cuesta un ejemplar de la La realidad y el deseo, la edición que termina con “El ruiseñor sobre la piedra”, de Las nubes, la mitad o menos del texto que compone ahora la edición completa del Fondo de Cultura Económica. Pues bien, este ejemplar se lo deje yo a Molina (nunca me lo devolvió), y parece ser que, de un conocimiento superficial de Cernuda (él estaba todavía en Machado, hasta tal punto que, por consejo de Dámaso Alonso, para quien Machado era el no va más –nunca lo comprendí- las Elegías de Sandua, escritas en versículos, fueron reescritas en verso regular), pasó a una admiración sin límites por el poeta; después de ponerse en contacto con él, que se hallaba ya en Méjico, decidió hacer el número homenaje. Era la segunda época de Cántico, la que estaba subvencionada en su totalidad por el Ayuntamiento de Córdoba, por amistad con el falangista concejal de Cultura, un tal Diéguez. Creo que fue el primer monográfico que se le dedicó a Cernuda en España. Yo colabore con un poema que tenia escrito, al que hice algún retoque para la ocasión, pasada la cual el poema volvió a su ser natural y así está en mi libro Desierto Sur. Mi otra colaboración fue en un número que hizo Molina de poetas de Córdoba, para el cual utilizo mi poema “Una habitación en el Sur”, que había aparecido en Poesía Española y que pertenece al libro Dios de un día, publicado luego en la colección “Palabra y Tiempo”.

-La colección de Taurus, donde están también los Sonetos de Ory.

-Exactamente. Por cierto que ese libro de Ory, Sonetos, todo hay que decirlo, tuvo alguna que otra dificultad para aparecer. Sólo López Anglada, que era el director de la colección, y yo, que era un asesor, estábamos a favor de publicarlo. Los otros dos asesores se oponían obstinadamente. Lo consideraban malo de solemnidad, lo que era una exageración. Después de mucho discutir, como es natural, prevaleció el criterio del director y el libro salió. Fue el primero, creo yo, que Ory publicó. Luego, como se sabe, hubo una inflación Ory, salieron dos o tres libros seguidos y su nonbre se oyó un poco.

-Hablando de Ory, ¿vio a los pospistas como una línea subversiva de aquel entonces frente al panorama de formalistas y sociales?

-Me acuerdo de aquel número de La Estafeta Literaria, de Juan Aparicio, donde apareció el manifiesto. Pero para mí el postismo se trató sólo de una pirueta que tuvo cierta gracia. Nada más. ¿Línea subversiva? Después de conocer las actividades del grupo del Cabaret Voltaire de Zurich, los dadaístas (aquello sí que era subversivo de verdad, y más en una Europa en guerra), estas cosas no nos impresionaban lo mas mínimo. No creo, pues, que Ory y sus amigos ejercieran con aquel juego influencia alguna. Si acaso sirvió para que unos años después la revista Verbo le dedicara un monográfico al surrealismo y de refilón le rozara. El postismo fue un meteoro que pasó por nuestro firmamento poético sin romperlo ni mancharlo. Además, la mayor parte de los poetas de ese tiempo, incluido yo mismo, teníamos otros modelos, estábamos volcados hacia otras perspectivas, mejores o peores, cada uno la suya. Yo estaba por una poesía interiorizada, aunque fuera difícil para el lector, y buscaba un tono particular, es decir, intentaba un sonido distinto, porque en lo que lo leía de los demás veía que todos se parecían, que todos podían firmar lo de todos. Yo pensaba nuevos modos, una adjetivación diferente, me daba cuenta, en lo que leía, incluso de los poetas de renombre, los santones, de aquellos de sus poemas estaban muertos a causa de la adjetivación, y eso me preocupaba, hasta tal punto que, en muchas ocasiones, cuando me surgía la idea de un poema, le daba vuelta en la cabeza antes de escribirlo, porque no encontraba el tono preciso, la adjetivación que pudiera vivificarlo.

-La génesis de un poema, en su caso, por lo que veo, es algo de cierta complejidad.

-Por supuesto. Claro que cada una padece sus hábitos, sus rutinas. Por lo que a mi se refiere, como he dicho, una vez el poema se me “revela”, por decirlo con palabras de Borges –que tampoco como poeta es santo de mi devoción-, comienza una serie de “contratiempos”, por decirlo de alguna manera, todo ello es una especie de nebulosa que da vueltas por el pensamiento, hasta que llega el momento de ser escrito. Entonces se siente uno de pronto liberado. Se separa la hoja del cuaderno (yo escribo en cuadernos escolares a rayas) y se guarda en un sobre. Agotado el “proyecto”, es decir, considerado que están ya todos los textos que compone el libro, se cierra ese sobre en donde se han ido anotando los posibles títulos y ya no se ven mas, hasta que pasa un cierto tiempo y existe la oportunidad de publicarlo. Una lectura a dos, tres, cuatro años vista (se me han dado casos de hasta veinte; es mas, mi segundo libro, Égloga de un tiempo perdido, de 1949 y 1950, publicado en parte en Cuadernos Hispanoamericanos y en Poesía Española, aún está inédito como libro) hace que el poeta, que lo ha olvidado casi por completo, lo vea como un texto ajeno y pueda ejercer la más severa crítica, no sólo en cuanto al desarrollo del tema, que sería lo mas lógico, sino incluso en cuanto a su estructura. Un ejemplo: mi libro Tenebrae , de 1951, está escrito originariamente en versículos, pero cuando tuve que copiar algunos poemas para mi antología de Plaza y Janés, como en ese instante estaba escribiendo Código, los copié en forma de prosa, me parecieron bien y así y así se ha quedado ya para siempre.

-Muchos críticos han visto en su obra una gran unidad. Sin embargo yo observo varias etapas y una alternancia dialéctica de poemarios que oscilan entre la esperanza y el desengaño, que va desde el amor y el recuerdo hasta el canto a la nada y la muerte. Por ejemplo, habría libros que se hilvanan a través del tiempo por el tema del sacrificio y la autodestrucción de ideales: Tenebrae (1951), Lilia culpa (1962), Génesis (1967), Liturgia (1981), Coporae térrea (1987, frente a otros que son en cierta medida esperanzadores, como dios de un día (1954), Oscura marea (1963), Fiel infiel (1968) y, sobre todo, Fabula (1973), donde el mundo de la calidad moderna y las referencias al jazz juegan un papel importante.

-Si, es cierto, hay en mi poesía varias líneas que se entrecruzan, aparecen y desaparecen en el tiempo. En cuanto a Fabula, bueno, es eso, una fabula. Un libro que, por una razón que en otra ocasión precisaré, sería ahora muy largo, se opone a esas líneas que dice por lo general en mi poesía. En realidad es un libro con mucho humor, deliberadamente muy zúrrela. Hay, por decirlo así, una burla cordial del Machado poeta, no del hombre, que estimo; de Guillén, todo cartón piedra; de Salinas, cursi como él solo; y, sobre todo, hay semolazas de personajes del cine o del jazz, por ejemplo de Chaplin, de King Oliver, de Armstrong, de Bessie Smith, a mi juicio la más grande cantante de blues de todos los tiempos, la cual, después de un accidente de automóvil, murió desangrada por las calles de Memphis porque no quisieron acogerla en ningún hospital por ser negra. El libro está lleno también de imágenes referentes al mundo cotidiano, exageradas, deformadas, como vistas con un anteojo del revés.

-La referencias al jazz, al blues, existen en varios de sus libros, por ejemplo en Tenebrae y en Carpe diem.

-Es una música que he oído desde niño en mi casa y que siempre me ha gustado. Me viene de mis hermanos mayores, de aquellos discos de pizarra de 78 revoluciones de los últimos años veinte o primeros treinta (entonces no se llamaban “discos”, sino “placas”), algunos de los cuales, por ejemplo, de Armstrong o de Ellington, todavía conservo. Yo no sabia entonces que era eso música de jazz. Empecé a saberlo muchos años después cuando, haciendo la Milicia Universidad en Marruecos, en 1950, hice un viaje a Tánger y cayó en mis manos un libro, Le jazz, que ni tan siquiera tenia nombre de autor, editado en Bélgica. Era un manual de divulgación, hacia una breve historia del jazz y hablaba de sus distintas macas: Nueva Orleáns, Chicago, Harlen, San Francisco. El libro terminaba con un pequeño diccionario de músicos y una discografía básica. Para mí fue fundamental. A partir de entonces me dediqué a buscas esos discos y a hacerme con todo libro de jazz que encontraba en las librerías o en los catálogos de las editoriales. Hoy tendré veinte o treinta libros que tratan de la materia y mas de tres mil grabaciones, desde los mas primitivos a los músicos de nuestros días. Más de un álbum de los primeros discos editados en España, ya descatalogados, me proporciono el poeta Carlos Murciano, entonces jefe de contabilidad de la casa RCA en Madrid. Ahora me pasa lo mismo que a Borges con los libros: son tantas las grabaciones que muchas no volveré a oírlas más.

-¿En cuanto al blues, que también cita en sus libros con alguna frecuencia?

-El blues es la base esencial del jazz, es lo mas puro, tiene su origen en la gama pentatonica africana (esto puede leerse en cualquier manual) y precisamente se llama blues porque cuando los músicos negro aprendieron a leer y escribir música, al no existir en esa gama el mi y el si de la gama diatónica, escribían esas notas con tinta azul. De ahí “los azules”, “the blues”. Estas notas son la causa, musicalmente, de esa caída tonal, de tristeza, al final de compás, notas que se emiten, según, con un sonido o un bemol. Yo reconozco que es el blues lo que más me importa del jazz y lo que mas oigo. Me gusta el sonido e, ilusamente, intento reproducirlo en mis poemas, si eso pudiera ser, por medio de una elección cuidadosa de palabras, de contrastes de sonoridades vocales. Si no fuera una inútil presunción, diría que incluso intento que mis poemas se implanten en ciertas coordenadas musicales, con independencia del valor semántico.

-Eso me recuerda también a Carlos Edmundo de Oty, que decía que la música es la mas perfecta de las arte3s y la que esta mas cerca de la poesía.

-Estoy totalmente de acuerdo. Yo he oído música desde siempre. Cuando éramos jóvenes, en 1941 ó 42, recuerdo que íbamos los martes a casa del profesor de música de la Escuela Normal de Córdoba, don Carlos López de Rosas, y allí, en silencio, como disciplinados colegiales, a la luz verdosa de una lámpara junto al mueble-gramola, permanecíamos dos o tres horas, oyendo lo que el bueno de don Carlos había preparado para ese día. Por cierto que uno de aquellos martes fue cuando conocí a Ricardo Molina, entonces no sabia que era poeta, y, es curioso, desde el principio no me gustó. Recuerdo ese martes apareció con Baena y Bernier, acompañado de un disminuido psíquico, un tal Barbudo, que imitaba el sonido de las campanas de las iglesias de Córdoba y los modos de sermones de los curas de las mismas. Molina, con gran regocijo por su parte, hizo esconder a Barbudo tras una cortina y, a su antojo, iba ordenándole que echara a repicar las campanas de tal o cual iglesia o despachara el sermón de tal o cual párroco. El otro le obedecía de inmediato. A mi y a mis amigos nos pareció aquello tan triste que, posteriormente, antes de ir, llamábamos a don Carlos, al que tampoco le había gustado, para asegurarnos de que esa tarde no asistiría a la sesión el tal Molina.

-Usted vino a Madrid, por lo que he leído en algún sitio, hace ya algunos años, en un momento en el que existía una gran efervescencia literaria.

-En octubre de 1948 caí por este café la primera vez, hace mas de cincuenta años. Entonces andaban por aquí Cela, Cossío, los poetas de la juventud creadora, Azcoaga, Garciasol, de Luis, Garces y un sin fin más. Habia tardes que éramos diez o quince personas en torno a la mesa.

-¿Y con los maestros, los poetas mayores, tuvo alguna relacion, los frecuentaba?

-Relacion, lo que se entiende por relacion, no. Frecuentarlos, tampoco. He conocido a casi todos, no ya a los del 27 que quedaron aquí, Dámaso, Aleixandre, Gerardo, sino a la generación de la guerra, Rosales, Vivanco, Panero, y a los de la posguerra, ya coetáneos míos. A Panero recuerdo que lo encontré en septiembre del 52 en los bajos de la Biblioteca Nacional, cuando fui a entregar un cuadro que mi hermano Rafael presentaba en la Bienal de Arte de ese año. Panero era el comisario o el director, no se bien de aquella bienal. Luego lo vi en varias ocasiones en el Instituto de Cultura Hispánica y siempre me pareció un hombre muy cordial. A Rosales y a Vivanco los conocí en el 54 o el 55, en una de aquellas reuniones que organizaba Juana Mordó en su casa del pasaje de Valle Suchil, adonde acudía también Laín Entralgo. Por entonces la Mordó no había abierto aún su galería del barrio de Salamanca, que tan importante fue para la vanguardia. A Vivanco lo vi luego en muy contadas ocasiones, pero a Rosales casi me lo encontraba a diario por nuestro barrio de Arguelles, o algunos mediodías en el restaurante El Cuatro de la calle Buen Suceso. Posteriormente, cuando lo hicieron director de La Estafeta Literaria, en la segunda época, lo veía con frecuencia en la redacción de la revista, que estaba en un apartamento de la Gran Vía, el mismo en donde antes estuvo la Editora Nacional y en donde muchas veces me vi con José Hierro, que trabajaba en ella. Pero a decir verdad, de todos ellos, con el que he tenido más relación ha sido con Gerardo Diego, “mi alumno”, con q1uien he tomado café día a día en el Gijón a lo largo de cuarenta años.

-¿Su alumno?

-Es una broma, que suelo repetir. Verá, por el año 64 ó 65, no sé, desde luego antes que se publicaran mi Poesía francesa contemporánea, en el 67, Gerardo Diego fue invitado a dar una lectura en la Sorbona y en alguna otra entidad cultural de Francia. Gerardo había sido el presidente del jurado que me concedió la primera beca de la Fundación March en 1961, y fuera por la memoria que yo había presentado al solicitarla o por las traducciones que hacia en Poesía Española, él estaba al tanto de mi trabajo. Una tarde vino al café, se dirigió a mi y quiso que nos sentáramos en una mesa aparte. Entonces, en un gesto de humildad que a mi me conmovió, me pidió que por un par de tardes le hablara de los nuevos poetas franceses. No quería ir a Paris sin tener idea de lo que allí se estaba haciendo. Y aquí me tiene usted, durante dos o tres tardes en aquel rincón, yo hablando de los poetas cósmicos, de los místicos, de la escuela de Rochefort, del grupo de “Tel Quel” o de los especialistas, mientras el, como un aplicado alumno de BUP, tomaba notas, preguntaba o hacia cuidadosos cuadros sinópticos. A mí aquello no se me olvida. El, un maestro, un catedrático, con ese gesto nos dio una lección de humildad a todos. Desde entonces, no sé por que, siempre que publicaba algún libro, aparecía por aquí con él en un sobre y me la daba aprovechando cualquier aparte. Ésta es toda la historia de mi “magisterio”.

-¿Y a Alberti, lo conoció?

-Lo conocí una noche en Oliver, el año que le dieron a Aleixandre el Nóbel. Iba con un grupo en el que estaba mi amiga Gladis Crescioni, una escritora portorriqueña. Alberti, con aquella chaqueta azul eléctrico y las guedejas rubias en un enredo sobre los hombros, parecía un espantapájaros. Estaba que se lo llevaban los demonios. Yo tuve la sospecha de que aquel malhumor era porque creía que el que de3 verdad se merecía el Nóbel era él. Imagínese, un poeta que desde 1928 ó 1929, cuando Sobre los ángeles o Sermones y moradas, no ha escrito una línea que merezca la pena. Más tarde lo he visto alguna que otra vez por ahí siempre rodeado de gente, pero ni siquiera lo he saludado. Para mi, desde hace muchos años, no tiene ningún interés.

-A quien sí visitaría seguramente sería a Vicente Aleixandre. Tengo oído que lo hacían todos los poetas

-Una vez. Una vez tan sólo lo vi en mi vida. Fue el año 1953. Lo sé porque me dedicó Sombra del paraíso u tiene la fecha. El caso es que mi hermano Rafael, que había ilustrado uno de sus poemas en no me acuerdo ahora qué revista, probablemente Ínsula, donde solía publicar sus dibujos, lo visitó, y Aleixandre le preguntó por mi, dijo que le gustaba mis versos –cosa que más tarde también me dijeron Claudio Rodríguez y Marcos Barbatán – y manifestó según mi hermano, deseos de conocerme. Yo, que para esto de ver a nadie he sido siembre muy reacio, lo llame una tarde y quedamos para el día siguiente. Y allá que me presente en Velintonia 3, un modesto chalé perdido en el laberinto de calles del Parque Metropolitano, que me costo la vida encontrar. Estuve allí una hora u hora y media, él recostado en un sofá, yo sentado enfrente en una butaca. La verdad es que aquel encuentro me decepcionó. A mi me pareció un hombre muy simple, que sabia muy poco de nada, que me hacia elogios de poetas de guerra o cuarta división, seguramente de sus amigos, y que me hacía preguntas que a mí me parecían más propias de una comadre que de un señor serio, un intelectual. Cuando salí, recuerdo, mientras caminaba por Reina Victoria arriba en busca de un autobús, iba diciéndome: ¿Y éste es el que pone y quita rey en este país? ¿Éste es el que en verdad hace las antologías, el que dice “éste sí”, “éste no”, aunque el que las firme se llame José Luís Cano o Perico de los Palotes? Nunca mas volví.

-Volviendo a su poesía, vemos entonces hasta Fabula una etapa de su trayectoria, y Desde otra edad (1974) a Liturgia (1981) otra, marcada por la vuelta al tema amoroso en evolución hacia las preocupaciones de la nada y el vacó de la muerte. Hay también una clara separación entre Gesta (1983) y Corpora térrea (1987) que va desde la exaltación a la caída. Por último está Acorde (1993).

-Hay cierta distancia cronológica – no en el aspecto formal, al que yo concedo importancia- entre Desde otra edad, Mantia fidelis y Vulnerable dominio, con ese tipo de versículo intercalado, creo yo, un tanto extraño.Gesta y Claustro del día podrían continuar la línea iniciada con Fiel infiel y Carpe diem, por sus temas y por su estructura. Sin embargo, los poemas en prosa de Corpora térrea forman un corpus definido en gran parte por su título (cuerpo de tierra, cuerpo en la tierra…) A mí, cuando se me ocurrió el titulo y lo escribí, me gustó porque traducía la idea del ser confundido con la tierra, el ser ya desaparecido. En cuanto a Acorde, mi ultimo libro, es un texto que está fuera de órbita, no es un poema con la formalidad del que va desarrollando su “argumento”, sino distintas fases de distintos momentos que no se interrelacionan; así, el poema segundo, por ejemplo, no tiene nada que ver con el primero o con el tercero, son una especie de destellos más o menos abstractos, breves núcleos que se van desintegrando y que a pesar de ser tan diferentes se complementan. Se han señalado estos textos breves como lo “más metafísico” que yo he escrito, si se puede decir que he escrito algo metafísico.

-En esta línea introspectiva he visto obras en donde el símbolo juega un papel primordial: el sonámbulo, la araña, los espejos…

-En efecto, esos ejemplos no son más elementos simbólicos, sin entidad física, si acaso como representación de gestos o actitudes que están fuera de la realidad, tal como ésta se entiende. Tienen un valor de elipsis. El símbolo, ya se sabe, es un recurso de cierta importancia en el desarrollo de un tema, preciso, con sólo su anunciación, para describir o determinar. O sea, surge un motivo, quieres expresarlo, y basta que se enuncie el símbolo, la araña en este caso, para que defina todo lo que es y evites cualquier otro elemento de difícil representación.

-Ese símbolo de la araña lo veo muy relacionado de Exilio (1952) con la atmósfera de opresión de una situación donde aparecen alusiones a la guerra civil, a la cárcel, tema que tienen que ver con la poesía social.

-Lo dice, quizás, por aquella visión de las minas de Uixan. No está escrito ese poema, ni ningún otro, con el sentido con que se escribía la poesía social por entonces. Es otra cosa. Lo mismo podría decir de algunos poemas de Oficio de los días o de Dios de un día. Jaime Siles, es un ensayo sobre “poesía política”, reproduce algún poema de Oficio de los días y, aunque compagina muy bien con el texto, el poema va algo mas allá, traduce una situación que no tiene nada que ver con la política, una situación de angustia personal motivada por un suceso. Exilio se relacione más con el mundo africano, tan extraño para un occidental, los aduares, los ritos, la pobreza, la aridez. En él hay un poema, “Cementerio marino”, que no tiene nada que ver, como ha escrito alguien, con el “Cementerio marino” de Valéry. Mi “Cementerio marino” es, simplemente, el de la ciudad de Melilla, donde ahora yace mi amigo el poeta Miguel Fernández. El cementerio se halla sobre un acantilado que bate el mar, y, cuando yo lo visite, en 1950, por lo que había oído contar a mi padre de la guerra de Marruecos, me impresonionó aquella visión de las tumbas entre el ruido del oleaje, los muertos de Monte Arruit, Tarima, Tistutin, Dar Drius, el Gurugú, allí en los nichos con sus fotografías con vestimentas de campaña. Eso es lo que se evoca en mi “Cementerio marino” aunque expresamente no se diga.

-El tema del amor perdido está de fondo en marchas poesías , por ejemplo, Lilia culpa (1962) o Mantia fidelis (1976)

-Lilia culpa es algo así como una elegía a la belleza que fue y no es ya; Mantia fidelis, con esa cita de John Donne, es un retablo en donde están representados los avatares del amor en su aspecto más humano. John Donne, como o Blake y los demás metafísicos ingleses, significaron mucho para mí en aquellos primeros años de mi juventud. Me encauzaron hacia una poesía encuadrada por la metafísica, algo que iba con mi naturaleza, pues siempre he creído, con Satre, que el hombre es una “pasión inútil”, sin solución.


Con estas reflexiones sardianas y el bagaje de los poetas ingleses, rasgos existenciales y metafísicos que caracterizan su poesía, termina nuestra conversación esta tarde de noviembre. Es Alvarez Ortega quizás el poeta más europeo de nuestra poesía contemporánea, el Rilke español, como alguien llego a denominarlo. Testigo excepcional de la moderna literatura francesa y española, su testimonio personal conforma otra visión de la historia. Sus relaciones con los distintos grupos generacionales, desde los maestros del 27 hasta los mas jóvenes o promoción de los novísimos; los influjos poéticos que han determinado su poesía, tanto la adoración que sintió por los simbolistas y surreales franceses, a los que tradujo, como esa vertiente visionaria y mística de los poetas barrocos ingleses y románticos alemanes que nos abren caminos para el estudio de su obra, configurada también por el papel relevante que en ella tiene la música –el blues-; sus ideas sobre el modo en que el escritor concibe el proceso creativo y sobre qué concepciones deben definir la poesía; sus apreciaciones estéticas sobre otras tendencias literarias; y, sobre todo, sus experiencias vivénciales –las estancias en Norte de África y Francia, sus recuerdos de Córdoba y de la vida literaria de Madrid-, todo ello configura esa unión de vida y obra de un poeta que, como señalo Francisco Umbral, no se dejó pervertir por ninguna moda literaria.
Desde su expatriada soledad, con entregada voluntad al la belleza y tenaz ideal de perfección artística, Álvarez Ortega sigue más leal que nunca a la poesía, porque su camino fue el verdadero.

DONAIRE Nº14, Junio 2000

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