Doña Mencía (Rincones de Córdoba con encanto)

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Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
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Doña Mencía / El decadente encanto de unas ruinas

Desde la ermita del Calvario se contempla Doña Mencía extendida al pie de una protectora sierra, cuyo Laderón tantos hallazgos arqueológicos ha alumbrado para documentar la antigüedad del poblamiento. Pero la villa surge a comienzos del siglo XV en torno al castillo erigido con fines defensivos por Diego Fernández de Córdoba, cuyos restos despuntan hoy entre los tejados del blanco caserío. A su vera pervive la portada y solar de la antigua iglesia de la Consolación. Seducen al viajero ambas ruinas, llenas de encanto en su imagen decadente.

La antigua parroquia de la Consolación, que los mayores aún llaman “la iglesia vieja”, fue erigida por los Dominicos en 1742, pero sólo se mantuvo en pies dos siglos escasos, pues en 1932 la destruyó un incendio. En su libro Por tierras de Andalucía, el erudito Antonio Sarazá Murcia alcanza a describirla antes de aquella desgracia: “El edificio (...) consta de tres naves, pavimentadas de jaspe y es una de las mejores (iglesias) de la provincia. En el altar mayor, de estilo churrigueresco, recargado de adornos platerescos, se da culto a Nuestra Señora de la Consolación, talla interesante, así como otras imágenes, entre las que mencionaremos una magnífica escultura representando a San Pedro Mártir...”.

La portada sobrevivió al incendio, y durante muchos años fue una venerable ruina, hasta que el peligro de derrumbamiento obligó a desmontarla. Recientemente se emprendió su feliz reconstrucción, tal como hoy puede admirarla el viajero. Es un vano de medio punto flanqueado por dobles columnas, sobre el que se alza una apilastrada hornacina con la estatua de San Pedro Mártir de Verona, patrón de la villa. A ambos lados de la hornacina figuran los escudos de los constructores, la Orden de Predicadores y los Fernández de Córdoba.

Formando ángulo con la portada se ha recuperado también un antiguo y curioso mausoleo de piedra, presidido por un calvario que efigia al Crucificado flanqueado por dos frailes dominicos arrodillados.

El templo conserva el muro que cerraba su nave de la epístola, en el que pervive la huella de los viejos arcos. El espacioso interior se ha transformado en funcional auditorio, cuyo escenario, protegido por una alta pérgola, ocupa la cabecera de la antigua iglesia. Sobre el renovado pavimento, piedras oscuras dibujan la situación de los desaparecidos pilares cruciformes e insinúan la disposición de las tres naves.

Un corpulento eucalipto proyecta su sombra protectora sobre la recuperada portada y el entorno, la plaza de la Iglesia, con un pavimento de diseño en el que no faltan robustos bancos de granito que invitan a tomar asiento. Pinta un grato telón vegetal la umbrosa arboleda plantada en una terraza inferior. A dos pasos se conserva, aunque seca, ay, la fuente del Egido, más conocida por Pilar de Abajo, paraje que Valera alcanzó a conocer como “lugar umbroso y deleitoso”, donde, como recoge en Juanita la Larga, en los años de sequía zambullían la imagen del patrón “para que lloviese”.

La ruta por el encanto prosigue por la calle de la Virgen, angosta y de aspecto medieval, pues a lo largo de su acera derecha discurre la muralla del castillo, con cilíndricas torres macizas guardando sus esquinas, mientras que en la acera izquierda avanza el restaurado muro que cerraba la iglesia de la Consolación por el lado de la epístola. Entre ambas construcciones, un viejo arco de ladrillo tiende su airosa curva como anudando la común decadencia. Las torres y murallas –asentadas en parte sobre rocosos cimientos– muestran sin recato las heridas de los siglos, lo que les confiere una autenticidad de la que carecen otros castillos tan reconstruidos que parecen falsos.

El viajero puede seguir el recorrido exterior de la muralla, que al final de la calle Virgen gira a la derecha para mostrar en la calle Torres su otra cara, en la que destaca la imponente torre del Homenaje. Frente a ella, la calle Llana, sin salida, parece trazada para la mejor contemplación del cuadrado torreón. Adosada a su parte baja, una hornacina de aspecto barroco conserva en el interior una lámina mariana, que la gente conoce como “la Virgen de la calle Llana”.

Al salir a la calle dedicada a Juan Valera –el escritor egabrense que vivió en Doña Mencía y la llevó a algunas sus novelas con el ficticio nombre de Villalegre– se pierde el rastro de la muralla, que da paso a construcciones civiles ;una de ellas, el acogedor hogar del pensionista, que ocupa parte del patio de armas y ofrece desde sus terrazas la visión interior de la fortaleza. Junto al hogar, una escuela taller anda recuperando el espacio aún libre del recinto amurallado para instalar el museo arqueológico municipal.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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