Eduardo Lucena y el Centro Filarmónico

De Cordobapedia
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Uno de los hombres que, desde hace muchos años, han popularizado más el arte cordobés, fué Eduardo Lucena.

Sus composiciones musicales, ligeras, alegres, retozonas, que tienen perfume de jazmines y sabor de besos hurtados en la reja morisca, han llegado triunfalmente, proclamando el nombre de su autor y el de Córdoba, no sólo á todos los rincones de la madre patria sino á las más apartadas regiones del extranjero.

Y á ese hombre, que fué un gran artista, se le tiene olvidado casi por completo en su ciudad natal. Ni siquiera se le ha concedido el honor, á pesar de que aquí se prodiga demasiado, de poner su nombre á una calle.

Eduardo Lucena merecía, no este tributo sino otros de mayor importancia.

Era, como ya hemos dicho, un artista notable, de cuerpo entero, que consagró toda su existencia al cultivo de ese divino arte que se llama música.

Sus producciones, siempre nuevas, viven y vivirán en tanto que la belleza tenga adoradores, mientras haya quien sepa sentir, mientras la música no sea para la mayoría de la humanidad lo que era para Napoleón: el menos desagradable de los ruidos.

Su inspiradísima y clásica Pavana, su hermosa Gavota, su alegre Pot-pourrí y sobre todo sus originalísimos Paso-dobles, que encierran el alma del pueblo cordobés, perpetuarán la memoria de aquel gran maestro ya que sus paisanos, por un abandono inexplicable, no han procurado perpetuarla de otra manera.

En cierta ocasión, un hijo de Córdoba, que había faltado muchos años de esta ciudad, nos contaba sus impresiones de un largo viaje que hizo por Europa y América.

Una noche -nos decía- hallábame sólo, triste, aburrido en un bar de París. Una orquesta ejecutaba en él obras escogidas de músicos insignes, en medio de la indiferencia general del público. Inesperadamente para mí, aquella orquesta empezó á interpretar el Pot-pourrí de Lucena.

Los concurrentes suspendieron sus charlas, escucharon con religiosa atención la obra y al concluir aquella prorrumpieron en entusiastas aplausos.

Yo me levanté de mi asiento presa de una emoción indescriptible y con todas las fuerzas de mis pulmones grité ¡Viva España! ¡Viva Córdoba! causando gran asombro entre mis compañeros de reunión, que no se explicaban el móvil de mi entusiasmo.

Muchos de ellos, cuando se enteraron de que yo era cordobés y de que aquella obra era de un paisano mío, vinieron á felicitarme con verdadera efusión.

No me avergüenzo de decir que en aquel instante lloré como un niño.

En otra ocasión me dirigía á América. Un oficial del ejército, pianista notable, procuraba amenizar las veladas en el buque, dando conciertos agradabilísimos, pues tenía un inmenso repertorio.

Una noche tocó la Pavana de Lucena y declaro con orgullo que ninguna de las composiciones interpretadas anteriormente había logrado el éxito que obtuvo la de Lucena.

Y no creo necesario repetir que se reprodujo en mí la escena del bar de la capital de Francia.

A la vez que estas manifestaciones pudiéramos consignar la de uno de los jóvenes que fueron á París formando parte de una estudiantina valenciana, el cual nos decía que cuando aquella recorría los boulevares marchando con aire marcial al compás de un pasacalle de Lucena, las francesas, poseídas de verdadero entusiasmo, cogíanse del brazo de los estudiantes y prorrumpían en vítores enloquecedores á España.

Eduardo Lucena, ademá de inspirado compositor, era notable violinista y tenía dotes no comunes para la enseñanza de la música.

Desempeñó con gran acierto la dirección de la banda municipal y de la orquesta de Córdoba, por él reorganizada, y producían verdadera admiración el respeto profundo y á la vez el entrañable cariño que le profesaban todos sus compañeros.

Poseía, además, condiciones de carácter tan excepcionales como las artísticas, y su afabilidad, su buen humor, su viveza de ingenio y su gracia eran proverbiales.

El creó el Centro Filarmónico, sociedad en la que figuraban todos los artistas de nuestra población y muchos aficionados á las Bellas Artes, la cual contribuyó poderosamente al fomento de la cultura.

Tenía su domicilio dicho Centro en un amplio local del antiguo café teatro del Recreo, en la calle del Arco Real, hoy de María Cristina, y allí se celebraron brillantísimas veladas literario-musicales, á las que concurría un público tan selecto como numeroso.

En algunas de esas veladas diéronse bromas ingeniosísimas, siempre ideadas por Eduardo Lucena.

En una de ellas anuncióse que la orquesta del Centro tocaría una obra magnífica de un compositor ruso, quien había tenido la atención de dedicarla á referida Sociedad, y que el autor asistiría al acto.

Efectivamente: la orquesta ejecutó una composición no oída por nuestro público, de cadencias y melodías extrañas y de efectos sorprendentes.

Cuando hubo terminado, la concurrencia pidió que se presentara el autor en el proscenio y á los pocos momentos apareció, haciendo exageradas reverencias, un tipo extraño, envuelto en un amplio gabán, con larga melena y barba hirsuta, que ocultaba sus ojos tras unas grandes antiparras verdes.

Era Máximo Estrada, uno de los socios más populares del Centro.

El salón de actos del local referido, bastante amplio y bien decorado, tenia una puerta principal por donde entraba el público y otra pequeña en la plataforma para que subiesen á ella las personas que habían de tomar parte en las veladas.

Cuando algún forastero visitaba el Centro filarmónico, Lucena lo conducía al referido salón de actos, haciéndole penetrar por una puerta y salir por otra; daba con el la vuelta por un corredor y lo entraba de nuevo en el mismo local, diciéndole: este es otro salón para ensayos; si el forastero no se escamaba, su acompañante repetía la suerte hasta tres y cuatro veces, y cuando el visitante, ya cansado de la broma, objetaba: pero señor, ¡si esta es la misma dependencia que hemos recorrido hace un momento! Lucena contestábale con aplomo: se equivoca, amigo, es otra, y precisamente el mérito de nuestro casino consiste en que tiene gran número de salones y todos son exactamente iguales.

Muchas otras bromas se dieron é idearon allí, siendo una de ellas la composición de una obra, para tocarla en el teatro el día de Inocentes, que empieza con una introducción en la que Lucena parece que presintió la música, wagneriana y concluye con los villancicos.

Esta obra aun se ejecuta todos los años, con general aplauso, en nuestros coliseos durante la temporada de Pascua de Navidad.

El Centro filarmónico también organizó festivales benéficos que produjeron excelentes resultados.

Uno de sus elementos principales era una Estudiantina, la mejor de cuantas se han organizado en Córdoba.

Solía recorrer nuestras calles el Domingo de Piñata, tocando todos los años pasa-calles y jotas nuevos de Lucena, esos pasa-calles y esas jotas que le han dado su mayor popularidad y que recorrieron y aun recorren en triunfo no sólo toda España sino muchas ciudades extranjeras.

La salida de la Estudiantina, muy numerosa, bien uniformada y con perfecta organización, constituía un acontecimiento en Córdoba y grandes masas de público acompañábanla por todas partes, no cesando de admirarla y aplaudirla.

También hizo algunas excursiones á pueblos de la provincia y á varias poblaciones andaluzas, siempre con gran éxito, y se presentó más de una vez en nuestros teatros para tomar parte en diversos festivales.

El último año que se celebraron las veladas de San Juan y San Pedro en la calle de la Feria, hoy de San Fernando, las amenizó tocando escogidas obras en un tablado construido con este objeto cerca del pilar de dicha vía.

Pero las páginas más brillantes de la historia de la Estudiantina son las que se refieren á sus obras de caridad.

Apenas ocurría en Córdoba ó en cualquier otra parte una gran desgracia, una de esas hecatombes que contristan el ánimo y dejan sumidas en la miseria á millares de familias, veíamosla recorrer nuestras calles postulando para los supervivientes de la catástrofe, y á la vez presenciábamos el hermoso espectáculo que ofrecía el noble pueblo cordobés, apresurándose á entregarle su óbolo.

Cuando las inundaciones asolaron varias regiones de España, cuando los terremotos destruyeron hermosas ciudades andaluzas, la Estudiantina del Centro filarmónico fue una de las entidades que acudieron primeramente al socorro de las víctimas.

Y consiguió su triunfo mayor en estas sublimes empresas de caridad al ocurrir el hundimiento de la casa en construcción de la calle Ayuntamiento donde los señores Ariza y Cruz instalaron después su sombrerería, accidente que costó la vida á varios obreros.

A poco de ocurrir la desgracia salió la Estudiantina pidiendo para las esposas y los hijos de los infelices trabajadores muertos, y en cinco ó seis horas obtuvo una recaudación verdaderamente inconcebible.

Mendigos había que le entregaban cuantas monedas habían recogido de limosna.

Baste decir que los depositarios de los fondos tuvieron que ir varias veces al Centro para vaciar sus carteras, porque no cabía en ellas el dinero.

La inventiva, el ingenio y la gracia de Eduardo Lucena reflejábanse en la Estudiantina, en sus conciertos, en sus serenatas y en todos los actos en que tomaba parte.

Un Carnaval en que no pudo reunir todos los elementos necesarios para conseguir los triunfos á que estaba acostumbrado, tuvo una idea feliz y original.

En el Campo de la Victoria, detrás del paseo, hizo una instalación idéntica á la de las caravanas de húngaros, compuesta de tiendas de campaña con todo los utensilios propios de esas tribus errantes.

En ellas muchos socios del Centro, convertidos merced á apropiados disfraces en verdaderos hijos de Hungría, pasaron las fiestas del dios de la locura, no dedicados á componer calderas, sino en constante diversión.

Por las tardes improvisaban una orquesta y era de ver cuán diligentes acudían nuestras mozas para bailar con los húngaros.

Ellos constituyeron la nota más brillante de aquel Carnaval.

Para el autor de estas líneas siempre es agradable y triste á la vez el recuerdo del Centro filarmónico que fundara Eduardo Lucena. En una de sus veladas leyó por vez primera versos ante el público, cuando apenas contaba catorce años de edad, y los aplausos con que los concurrentes acogieron, no la obra falta en absoluto de mérito, sino la presencia del niño, hiciéronle concebir un mundo de ilusiones y esperanzas que á poco desaparecían como el humo, dejando su puesto á una realidad terrible y desconsoladora.

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