El Cristo de los Muñices (Leyenda)
Escrito por Teodomiro Ramírez de Arellano y recogido en el año 1901. [1]
La calle de los Muñices donde se eleva una casa cuyas paredes ostentan dobles escudos de armas, donde Muñiz de Godoy, Maestre de Calatrava, para su eterna memoria un mayorazgo fundara.
Apenas media la noche, entre las sombras, destaca misterioso caballero, que envuelto en su luenga capa, ni deja vérsele el rostro, ni deja brillar la espada.
Inmóvil junto á una esquina, semejándose á una estatua, de vida solo dá muestras por los suspiros que lanza. Ni una luz se ve en la calle, ni una estrella el cielo marca, ni agorera ave nocturna turba la aparente calma.
El reloj de la ciudad dá las doce campanada-; y hacia el Realejo una sombra también varios pases anda. Dentro, fuerte cerradura, traidora llave resbala en el postigo, que aún existe, se abre y otra sombra escapa.
— ¿Quién vá?— dice la primera que en el arroyo se para.
— Quien no necesita estorbo para proseguir su marcha.
— Si sois noble caballero, más obras, menos palabras, y pues en la calle estamos, uno en ella entregue el alma.
Y a pesar del negro velo con que la noche los tapa, se ven las brillantes chispas del choque de las espadas.
Suena un golpe y un lamento: gira en sus goznes pausada la puerta, que antes digimos, y en silencio y solitaria quedó la calle cual era antes que el lance pasara.
Contenido
II
Apenas el rubio Febo la ciudad y campos dora, allí en la elevada torre que nuestro Arcángel corona, anunciaron las campanas, con voz pausada y sonora, la muerte de un individuo de la nobleza de Córdoba. Pobres y ricos preguntan el nombre de esa persona y con misterio ss dicen una noticia que asombra.
Al pasar por cierta calle que apenas los labios nombran, un cadáver encontró en el arroyo la ronda.
Examinado al momento, envuelto en su capa roja, á don Pedro de la Cerda reconoce y queda absorta.
El Corregidor impone silencio á su gente toda; mas esta oyó resbalarse cierto nombre de su boca: era el nombre de D. Juan Díaz Morales y Henestrosa.
Envuelto en su capa misma, en los hombros lo colocan, y la calle de las Pavas, en donde los Cerdas moran, la ronda dirige el paso cabizbaja, silenciosa.
Solemnes exequias hubo y luego solemnes honras; en ellas de la nobleza faltó una familia sola.
Muchos, que son maliciosos, á otros cuentan dicha historia; mas no falta quien achaque al desdén de alguna hermosa, un suicidio con que salven el honor de una señora.
Al cadáver prepararon eterna, inviolable losa ante la adorada imagen que del Sol la gente nombra, sin entrarlo en la capilla donde sus padres reposan.
III
Lujoso salón decoran retratos de cuerpo entero: de Muñices y Morales trasuntos son verdaderos, en cuyo frente preside el Gran Maestre don Pedro.
Sobre un cojín recostada luce sus blondos cabellos una dama que en su rostro muestra un horrible tormento. A sus pies esta un gallardo enamorado mancebo; calza espuela y una banda, cruzando su noble pecho, dice que si amor le rinde, no le rinde estraño acero.
Sus modales, sus palabras, sus rasgados ojos negros, alguna furtiva lágrima que ya. entre humilde y soberbio, surca su rostro atezado por el sol y por el cierso, denota que en balde lucha con un torrente de celos.
— Dime la verdad — exclama. ¿Dónde están tus juramentos?. ¿Dónde aquel amor que un día me digiste ser eterno? ¿Dónde el honor que tu esposo á guardar te dió contento? ¿Dónde el velo de la esposa que mil girones haz hecho?
Aclara pronto mis dudas, da á mis brazos movimiento para matar á la infame que manchó mi honrado lecho, ó si es inocente y pura poder estrecharla en ellos.
— Las hembras de mi linaje nunca mienten: — dice presto la dama que tal oyera, — y si amor y honor un tiempo al pie del ara os juré ni aun el dudar os consiento.
— ¿Entónces por qué de casa salió á deshora en secreto? ¿Por qué al atajarle el paso midió conmigo el acero?
¿Por qué...— No sigáis, D. Juan, harto os he dicho y me ausento. Y al salir la altiva dama ya del salón, él ligero agarrándola del brazo cerró de corage ciego.
— Mira— dice— esos que ves inmóviles en los lienzos testigos de mi venganza han de ser, como lo fueron de tu deshonra y la mía, de mi engaño y tu adulterio.
Va á levantar el puñal para hundírselo en el pecho, cuando en la puerta aparece un anciano caballero.
El Corregidor de Córdoba era el personaje nuevo: entre los dos se interpone y alza á la dama del suelo.
Mudos los tres permanecen hasta que al fin el tercero una carta, tinta en sangre, con calma entrega al mancebo.
Es la letra de su esposa que en sus manos brota fuego, y que al fin ansioso lee con gozo inefable, viendo que de amor toda esperanza negaba al Cerda.
Don Pedro casi al pié —Es inocente — con su sangre y con su dedo en dudosos caracteres ya moribundo había puesto.
IV
Muda, triste, solitaria se encuentra otra vez la calle que dicen de los Muñices sin que le interrumpa nadie el misterioso silencio que en ella las noches traen.
Al terminar una de estas, cuando el sol su luz esparce, frente al pequeño postigo, que origen diera á aquel lance, de Jesús Crucificado se vió colgada una imagen.
Quien alimenta el farol, quien lo puso no se sabe, mas no le faltó la luz hasta que dé nuestras calles por mandato superior se quitaron las imágenes.
Entonces el Crucifijo, que llamaban de la Sangre, con su luz y en su oratorio lo colocó un Díaz Morales.
Referencias
- ↑ Almanaque del obispado de Córdoba : Año 1901 - 1901. El cristo de los Muñices. 1901
Principales editores del artículo
- Aromeo (Discusión |contribuciones) [1]