El Triunfo (Notas cordobesas)

De Cordobapedia
Saltar a: navegación, buscar

Aunque son innumerables los triunfos levantados por la piedad del pueblo de Córdoba á su ínclito Custodio San Rafael, solo uno, el más importante de todos, recibe este nombre de la generalidad de la gente: el que debiéramos llamar Triunfo de la Catedral, por hallarse en dicho barrio, próximo á la histórica puerta del Puente, en el lugar que denominaron los antiguos corral de los ahogados.

Según las inscripciones que en el mismo figuran, principió la erección de este monumento en 29 de Abril de 1765, á costa del Obispo de la Diócesis don Martín de Barcia; en 1771 instalóse la columna que ostenta en su centro y sobre ella la imagen del Arcángel, y se concluyeron las obras el 31 de Diciembre de 1781.

Hicieron el plano los arquitectos de Roma don Simón Martínez y don Domingo Esgroijs y su proyecto fue después reformado por el escultor don Miguel Verdiguier.

No se trata de una obra artística de mérito sino de uno de los lugares característicos de nuestra población y desde tal punto de vista vamos a tratar de él en estas Notas Cordobesas.

Hace cuarenta ó cincuenta años, cuando no había tantos paseos ni sitios de reunión como hoy, el Triunfo era el lugar predilecto de muchas personas para pasar los ratos de ocio y el punto de cita de más de cuatro viejos que allí se congregaban para tomar el sol durante las mañanas de invierno y para disfrutar de la fresca brisa del río en las tardes del verano.

Entonces aquel paraje, lleno de flores bien cuidadas por el acogido en el Asilo de Mendicidad que tenía á su cargo la custodia del típico monumento, brindaba á las personas pacíficas, enemigas de la bulla y amantes de la tranquilidad, del reposo, con un albergue, llamémoslo así, apropiado á sus gustos.

Y por el Triunfo desfilaban tipos muy originales y en él organizábanse cotidianas tertulias entre hombres que pudiéramos calificar de cronicones vivientes.

En el largo poyo de piedra adosado al muro que linda con la ribera del Guadalquivir, veíase invariablemente, en ciertas horas, á un popular y buen cordobés llamado don Juan Campins que, rodeado de algunos amigos, comentaba el suceso del día ó contaba el momento trágico de su existencia; aquel en que las revueltas revolucionarias le llevaron casi hasta las gradas del patíbulo, pues estando ya en capilla recibió el indulto.

Este trance hízole tener tanto apego á la muerte que mandó construir su ataud, el cual guardaba en su propio domicilio, debajo del lecho; vestía de riguroso luto una vez al año en conmemoración de la aterradora efeméride anotada é iba á formar parte del cortejo de todo funeral.

En un rincón, separados de los demás concurrentes, cuatro ó cinco ancianos hablaban en voz baja, mirando con recelo á todas partes. Si no hubiesen tenido tantos años como contaban cualquiera los habría tomado por terribles cospiradores [sic].

Generalmente hallábase en el uso de la palabra un viejecito de simpático rostro, con blanca perilla, grueso y de corta estatura, á quien los demás oían con religiosa atención; era Goiceda, el paragüero de la calle de San Fernando, oficial de los ejércitos carlistas, que narraba á sus correligionarios los episodios de la primera guerra del Norte ó les comunicaba, en secreto, los planes y propósitos del Pretendiente.

En otro lugar, varios militares retirados, inválidos y achacosos, también referían los incidentes de las campañas en que tomaron parte, con la alegría que nos produce la evocación de los recuerdos juveniles.

Las niñeras de las casas del barrio iban allí á distraer á los pequeñuelos, enseñándoles las pétreas figuras del monumento: el león, el águila, el caballo que aun conserva el sello de las travesuras de Carlillos el pintor, y después la fuente, hoy seca, coronada por un niño cabalgando sobre un animal monstruoso.

De vez en cuando también se presentaba alguna anciana devota para elevar sus preces al Arcángel, rezar un padrenuestro ante la tumba del Obispo don Pascual y conversar con su colega de años el guarda del Triunfo.

En uno de los asientos que hay cerca de la puerta de entrada solía verse á una joven, triste y meditabunda, que clavaba sus miradas, no en la imagen de San Rafael ni en las de los Patronos de Córdoba que le acompañan, sino en un rosal contiguo, pequeño y cuajado de flores.

Era la nota poética, delicada, sencilla, de aquel paraje; allí había una tradición que, como casi todas, se ha perdido.

El pueblo cordobés daba á dicho arbusto, que ya no existe, el sugestivo dictado de rosal del sentimiento y sostenía que cada vez que una doncella se acercaba á contarle las cuitas de sus amores, embargábalo inmensa pesadumbre y al par que por las mejillas de la acongojada hembra caía una lágrima, rodaba deshojada por el suelo una rosa.

Y más de una pareja acudía á jurarse eterno cariño ante el venerable Arcángel.

Y en días de riadas, innumerables personas congregábanse en el Triunfo para apreciar si se elevaba ó descendía el nivel de las cenagosas aguas y ver los innumerables objetos que arrastraban en su impetuosa corriente.

Hoy aquel paraje está casi siempre desierto; únicamente lo suelen visitar los extranjeros, que después de admirar los tesoros artísticos de nuestra Mezquita incomparable van á ver el vetusto puente, el cual, desde que fué objeto de las últimas reparaciones, ha perdido todo su carácter.

Desde hace pocos años, cuando llega la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, una oleada de vida penetra en el recinto, casi abandonado, donde se eleva el principal monumento erigido en Córdoba á San Rafael.

La junta organizadora de la verbena de la Virgen de los Faroles celebra allí una Kermesse, cuyos productos destina al socorro de los pobres.

Con este motivo conviértese el Triunfo en una feria en miniatura; allí se instalan puestos para la venta de diversos artículos, cuya expendición está á cargo de bellas señoritas; ilumínase el paraje con profusión de farolillos á la veneciana, y el elemento joven pasa horas agradabilísimas entre bromas cultas y galanteos, que redundan en beneficio de los menesterosos.

Y parece que nuestro excelso Protector, desde su elevado solio, sonríe complaciente á aquella multitud bulliciosa, porque al divertirse no olvida el ejercicio de la santa caridad.

Principales editores del artículo

Valora este artículo

0.0/5 (0 votos)