Horas en Córdoba (Azorín)

De Cordobapedia
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El capítulo titulado "Horas en Córdoba" del libro "España. Hombres y paisajes" de José Martínez Ruiz "Azorín" narra una caminata matutina del autor por las callejuelas de la antigua ciudad de Córdoba. Escrito en la primera década del siglo XX y publicado en 1909, este capítulo describe el recorrido de Azorín desde la fonda donde se hospeda hasta la catedral, conocida como la Mezquita.

Cuando me he levantado he salido un momento al balcón y he estado contemplando el cielo y la calle. Eran las primeras horas de la mañana; se respiraba un aire fresco y sutil; estaba el firmamento despejado, radiante, de un azul intenso. He dejado la casa. He comenzado a recorrer callejuelas retorcidas y angostas. Córdoba, es una ciudad de silencio y de melancolía. Ninguna ciudad española tiene como ésta un encanto tan profundo en sus calles. A esta hora de la mañana eran rarísimos los transeúntes. Las calles se enmarañan, tuercen y retuercen en un laberinto inextricable. Son callejuelas estrechas, angostas; a uno y otro lado se extienden unas anchas losas; el centro de la calle lo constituye un pasito empedrado de pelados y agudos guijarros. Nada turba el silencio; de tarde en tarde, pasa un transeúnte que hace un ruido sonoro con sus pasos. Las casas están jaharradas con blanco yeso o enjalbegadas con cal nítida.

He paseado durante un largo rato por la maraña de callejas; me detenía a veces ante el portal para contemplar un hondo patio. Todas estás casas cordobesas tienen un patio, que es como su espíritu, su esencia. Es un patio pequeño; unos tienen columnas que sostienen una galería; otros son más modestos, más pobres. Yo prefiero estos de las casas humildes, de las casas ignoradas. Al pasear y recorrer las callejas silenciosas y blancas, he columbrado muchos patios de éstos. Todo era silencio, reposo y blancura en ellos; acaso una planta de evónimus o un laurel destacaban en la nitidez de las paredes o sobre el azul del cielo. Existen algunos de estos patios con lejanías y segundos términos que recuerdan los fondos de los primitivos italianos. He visto uno cuyo pavimiento se alejaba en una rampa suave; luego, allá en el fondo, se abría otro reducido patio, al cual se entraba por un arco sencillo y blanco; debajo del arco esperaba inmóvil, rígido, impasible, un asno enjaezado con rojos y amarrillos arreos; por encima del arco asomaba, negruzco y simétrico, un ciprés que resaltaba en el azul del cielo. No se oía el más ligero rumor ni en la casa ni en la calle; todo parecía reposar en un profundo, denso silencio. Una armonía perfecta, maravillosa, se establecía entre este reposo, la blancura de las paredes, el ciprés, el asno inmóvil, rígido y el azul intenso y radiante del cielo. ¿Dónde está el artista que recoja esta sensación auténtica, profunda de Andalucía, en esta ciudad, en este sitio y en esta hora? ¿Es esta Andalucía de los conciertos armónicos y hondos de las cosas, de la profunda y serena tristeza, la Andalucía ligera, frívola, y ruidosa que nos enseñan en los cuadros y en los teatros?

He continuado mi paseo. El laberinto de callejuelas que se extiende en los aledaños de la Catedral, ofrece uno de los aspectos más interesantes de la ciudad. Es aquí donde el silencio, la serenidad y la melancolía son más grandes. De tarde en tarde, pasa un asno cargado con una sera de carbón; una viejecita marcha lentamente, se detiene, torna a caminar; se levantan tímidamente unos visillos, tras unos cristales, al ruido sonoro de los pasos. Suenan lentas, sonoras, rítmicas, las campanadas de una hora, campanadas que en el silencio se difunden sobre la ciudad y se pierden y se apagan dulces.

He llegado a la Catedral. He traspuesto la puerta y he entrado en el Patio de los Naranjos. Cuatro o seis mendigos toman el sol. El patio es ancho, empedrado de guijarros; se extienden los naranjos en filas; la alta y recia torre se yergue a un lado. Sólo algunos viajeros cruzan a esta hora el patio y se dirigen hacia la catedral. El mismo silencio de la ciudad se goza aquí en este recinto. Una fuente deja caer un hilo de agua. Cada medía hora una moza con un cántaro aparece y lo llena en la fuente; el agua hace un son ronco y precipitado al caer en el cántaro. La moza espera inmóvil junto a la fuente. Pían y sal tan los gorriones en los naranjos. Se remueve lentamente un mendigo en su capa. Las campanadas de las horas vuelven a descender sobre la ciudad lentas, acompasadas, sonoras.

Gana el espíritu en esta ciudad y en esta hora una sensación de serenidad y de olvido. Se escucha el alma de las cosas. Sentimos añoranzas por cosas que no hemos conocidos nunca; anhelamos algo que no podemos precisar y cuya falta no llega a producirnos amargura. Si salimos de la Catedral y avanzamos un poco hacia el río, vemos allá a lo lejos, en la ribera opuesta, dilatarse una campiña de tierras sembradizas. No se columbran arboledas ni fragosidades por esta parte de la ciudad. La tierra es llana, ligeramente ondulada; los bancales de fino verdor alternan con los cuadros oscuros de barbecho. La compenetración de este paisaje austero, noble, místico, con las callejuelas y con los patios blancos y callados, es también perfecta. Un último detalle nos falta: por la mañana, a mediodía, un fuerte olor a leña, a ramaje de olivo quemado, se respira en las callejas y en las casas. Es el aroma castizo de las ciudades españolas meridionales y levantinas.

¿Dónde estará el artista –tornamos a preguntar- que recoja el alma de esta ciudad? Al hacerlo tendría que expresar este concierto profundo de las cosas, esta compenetración íntima de los matices, esta serenidad, este reposo, este silencio, esta melancolía.

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