Industriales ambulantes (Notas cordobesas)

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Artículo de Ricardo de Montis

Ya no recibimos las visitas, que anualmente recibíamos en tiempos lejanos, desde Octubre hasta Diciembre, de una verdadera legión de industriales, heraldos del Invierno, cuyos diversos pregones y variados sistemas de anuncios alegraban nuestras calles.

La rapidez en los medios de comunicación y de transporte, aunque ahora resulte un mito, hizo desaparecer a la mayoría del comercio ambulante, que constituía una nota simpática y pintoresca.

Con el Otoño llegaban a Córdoba los pañeros valencianos; a todas las horas les veíamos recorrer las calles, los más modestos cargados de piezas de tela al hombro y los de mejor posición con la mercancía a lomos de grandes y recios caballos luciendo vistosos pretales y cabezones, llenos de campanillas y cascabeles.

A la vez que los pañeros, y procedentes también de la hermosa región valenciana, aparecían los estereros, con las muestras de sus géneros a la espaldas, enganchadas en la vara de medir y su invariable y constante pregón: ¡Pleita blanca y negra!

Unos y otros tenían ya sus parroquianos fijos, a los que visitaban y los cuales acogíanles con igual afecto que se acoge al amigo al regresar tras larga ausencia.

Después de haber recorrido casi todas las poblaciones de España solían coincidir en Córdoba con los pañeros y estereros los típicos veloneros de Lucena, que acababan su excursión anual en nuestra provincia para llegar a su pueblo alrededor de Nochebuena.

Y con la música de las campanillas y los cascabeles de los caballos cargados de telas se confundía el sonoro tintineo de ese artefacto especial llamado por el vulgo las bujías y cuyo verdadero nombre no recordamos, que exclusivamente el velonero lucentino usaba para anunciarse.

Y allá iba el buen hombre, sonando las ruidosas planchas de metal, con las enormes alforjas al hombro, llenas de velones de todos tamaños, palmatorias, capuchinas y otros objetos brillantes como el oro.

Estos industriales sólo nos visitaban de año en año, como ya hemos dicho, pero había otros cuyas visitas eran más frecuentes.

En Otoño y Primavera nos atronaba los oídos durante algunos días con su bronca y recia voz y su pregón interminable el vendedor de encajes, tapetes para las mesas estufas y multitud de primores confeccionados en algunos conventos de la provincia por las delicadas manos de las monjas; y de Granada venía, más a menudo que este vendedor, el de los exquisitos almíbares, procedentes también de varios conventos de la ciudad de la Alhambra.

No muy de tarde en tarde teníamos como huéspedes a numerosas familias italianas que se dedicaban a la industria de la calderería.

Y mientras unos de sus individuos establecían su taller en un portal alquilado al efecto, otros se encargaban de la venta y de la propaganda y recorrían la población varias veces al día, con gran parte de sus artículos a cuestas, marcando el paso al compás del repiqueteo del martillo sobre el cabo de una sartén.

Algunos, verdaderos maestros en el manejo del martillo, lograban hasta ejecutar piezas musicales.

A la vez que dichos comerciantes e industriales venían a ofrecernos sus artículos, otros industriales y artífices de ' nuestra capital y su provincia visitaban, no sólo las principales poblaciones españolas, sino muchas del extranjero, con el mismo fin, extendiendo el renombre de Córdoba merced a la excelencia de sus trabajos de distintas especies y adquiriendo fama universal.

Ahí están, para atestiguarlo, en tiempos ya remotos los popularísimos fabricantes de agujas de Villafranca, los celebérrimos agujeros de Córdoba, mencionados hasta por Cervantes en su obra inmortal y de cuyo ingenio hizo la apología el ilustre literato Rodriguez Marín al consignar que sin más capital que el representado por cinco o seis paquetes de agujas, daban la vuelta, holgadamente, a medio mundo en un año.

No menos fama que los agujeros lograron los plateros cordobeses, por su obra verdaderamente artística, en la que nadie les ha superado.

En la época de las ferias salían, para visitarlas, con sus hermosos y bien enjaezados caballos, portadores de las cajas en que encerraban la mercancía.

Y rara era la persona, cualquiera que fuese su clase social, que no comprara ya el aderezo para la novia, ya la pulsera de pedida, ya la sortija para la madre, ya el juguete de primorosa filigrana para el regalo a la amiga.

La moza del pueblo se proveía de los largos zarcillos con turquesas y corales; la costurera del labrado dedal de plata; para el niño adquiríase el calado sonajero; para la doncella a quien sus votos alejaron del mundo el Crucifijo o la medalla con la Virgen.

El platero en todas partes hacía negocio; lo mismo en las capitales que en los pueblos le esperaban con interés y extendía el radio de su comercio hasta más allá de nuestras fronteras, para regresar tras la provechosa y larga expedición al hogar querido, satisfecho y alegre, con las cajas vacías de género y con el cinto y la cartera repletos de oro y de billetes del Banco.

No era necesario que los cordobeses fueran a buscar mercado para sus obras y productos; aquí venían por ellos y se los disputaban gentes de todas partes.

De Castilla como de Cataluña, de Flandes como de Italia, acudían por nuestros incomparables guadamecíes; numerosos murcianos hacíannos una visita anual para adquirir la seda que en casi todas las casas se producía y labrarla ellos; algunos gallegos también realizaban frecuentes viajes a nuestra población con el fin de comprar toda clase de objetos de plata y oro viejos o inservibles. Las modernas orientaciones de comercio y la industria han hecho desaparecer todo este tráfico que, además de constituir una nota simpática, ofrecía excelentes resultados.

Y para corroborar tal afirmación, ahí están varios de esos industriales ambulantes que en Córdoba se establecieron, logrando unos reunir buenos capitales y otros desempeñar importantes cargos públicos.

Hoy ni escuchamos el sonoro repique de las campanillas y los cascabeles del caballo del vendedor de paños, ni el vibrante tintineo de las bujías del velonero, ni los múltiples y variados pregones que antes alegraban nuestras calles; sólo nos visitan el chacicero extremeño o algún viajante de las fábricas de carne de membrillo de Puente Genil, amen de los garbanceros precursores de las ferias, los cuales pasan inadvertidos entre el bullicio que en tales épocas aturde a la vieja y tranquila ciudad.

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