La Escuela Provincial de Bellas Artes (Notas cordobesas)
Fué un centro de enseñanza muy modesto, pero de los que más beneficios han proporcionado á Córdoba. Sosteníalo la Diputación provincial, mejor dicho, el celo, el amor al arte y á la clase obrera de unos meritísimos profesores, mal retribuidos, que se sacrificaban para obtener ópimos [sic] frutos de su alta misión. Y los consiguieron ciertamente, pues todos los artistas que han brillado en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XIX, todos los obreros que se han distinguido por sus trabajos, procedían de esta Escuela. Alumnos de ella fueron Muñoz Lucena, los Romero de Torres, Inurria, Francisco Alcántara, Angel Huertas, Ezequiel Ruiz y otros muchos pintores y escultores que gozan hoy de una merecida reputación. Y plateros notables, maestros de obras acreditados, hábiles jardineros, hombres peritísimos en herrería y carpintería, salieron de aquellas amplias clases, llenas siempre no sólo de jóvenes, sino de personas de mayor edad, deseosas de saber, donde se unía la blusa con la levita y con el uniforme militar, formando un conjunto pintoresco y hermoso. ¡Cuántas personas labraron su posición en aquella Escuela! ¡Cuántas deben á sus catedráticos todo lo que son! Por eso tiene que inspirar viva simpatía á todo buen cordobés ese viejo caserón que se levanta en uno de los lugares más típicos de nuestra ciudad, la plaza del Potro, vetusto edificio que fué Hospital de la Caridad, nombre por el que todavía lo conocen muchas personas, y que después encerró los principales elementos de cultura que había en Córdoba; la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, la Escuela citada, el Museo arqueológico, el de Pintura, hoy convertido en un excelente Museo por su actual Conservador, y el estudio de Romero Barros, alma de aquella casa. Todos los días, al oscurecer, el extenso patio y los alrededores de la Escuela llenábanse de una abigarrada multitud, alegre, bulliciosa, como toda agrupación en que domina el elemento joven, la cual aguardaba impaciente la hora de entrar en clase. Al mismo tiempo en el aula del Director, del inolvidable Romero Barros, congregábanse los profesores y constantemente cambiaban impresiones sobre la marcha de su Escuela, ó exponían alguna provechosa iniciativa para el fomento de la enseñanza. A toque de campana la turba estudiantil invadía los extensos salones del amplio edificio, iluminados por candilejas de aceite, y al ruído y á la algazara, y á las risas y al charloteo, seguía el silencio más profundo, sólo interrumpido por las explicaciones ó las advertencias del profesor. Hombres y niños ocupaban las largas mesas destinadas al dibujo y con el verdadero afán de quien desea aprender, consagrábanse al trabajo, sin que nada ni nadie lograra distraerles. Sólo en los ratos de descanso se permitían dirigir bromas á González el modelo ó á Morita el bedel, dos tipos populares de la Escuela que han sido perpetuados por Rafael Romero de Torres con sus esfuminos y por Tomás Muñoz Lucena con sus pinceles. Amén de alguna travesura como la de que fué víctima el conserje don Raimundo, á quien quitaron la peluca sin que el pudiera descubrir á los autores de la fechoría, valiéndose de un anzuelo pendiente de una hebra de seda que pasaba por un cáncamo colocado en el techo de la clase de Dibujo lineal. Terminadas las horas de lección, también al toque de campana, precipitábase la heterogénea multitud por escaleras y galerías y volvía á alegrar los alrededores de la Escuela con charlas, canciones y risas. Los alumnos mis pequeñuelos, los de la clase de Geometría, deteníanse invariablemente, al salir, ante el aula del Director, para ver el esqueleto, y luego no faltaban algunos que, burlándose del guardia municipal encargado de imponer orden y de evitar abusos en aquellos lugares, se encaramaran al potro de la fuente que hay en la plaza á que aquel da nombre ó se pararan, en la calle de la Feria, ante la casa de cierto vecino, para darle las buenas noches, aplicándole un nombre que no era ciertamente el suyo, y que, sin duda, le haría muy poca gracia. Durante el día los alumnos de colorido más aventajados acudían al estudio de Romero, convirtiéndolo también en clase. Y allí, en aquel templo del arte, cuyas paredes estaban cubiertas de admirables dibujos de Rafael Romero de Torres, de maravillosos paisajes de su padre, de infinidad de bocetos y apuntes, se adiestraban en el manejo de los pinceles, bajo la dirección de Romero Barros, jóvenes artistas que, andando el tiempo, habían de dar días de gloria á su ciudad natal. En los últimos años de existencia de la citada Escuela ampliáronse sus secciones con dos muy importantes: una de modelado y vaciado, al frente de la cual estuvo, entre otros, don Enrique Cubero, un modesto escultor de accidentada historia que fué reyezuelo en una isla de la Patagonia y murió prestando heróicos servicios de salvamento en un incendio ocurrido en Málaga, y otra de música, base del actual Conservatorio. Varios alumnos del centro referido obtuvieron pensiones de la Diputación para ampliar sus estudios en Madrid y Roma. La Escuela provincial de Bellas Artes, cuando el estado de sus fondos se lo permitía, organizaba brillantes fiestas para verificar el reparto de premios y también celebró algunas exposiciones verdaderamente notables con los trabajos de sus alumnos, que estuvieron instaladas en el Casino Industrial y en el Circulo de la Amistad. A don Rafael Romero Barros, alma, como ya hemos dicho, de aquel establecimiento docente, le precedieron en la dirección del mismo Saló, Tejada y García Córdoba y le sucedieron Muñoz Contreras y Torres y Torres, desempeñando todos sus cargo con gran acierto. En el claustro de profesores figuraron siempre hombres modestos pero de valía y algunos que, por su ingenio y su gracia, gozaron de gran popularidad. He aquí una frase que retrata á uno de ellos: Había un discípulo en la Escuela con humos de gran dibujante, aunque no pasaba de ser una medianía. Se le ocurrió en cierta ocasión dar una sorpresa á sus maestros y dibujó, sin que aquellos lo supieran, una cabeza de tamaño colosal que, á juicio de su autor, era una obra perfecta. Cuando la hubo terminado Ilevóla á la clase y la mostró, muy satisfecho, á los profesores. ¿Qué les parece á ustedes? preguntóles. Está bien, le contestaron, aunque opinasen de distinto modo. ¿Y qué creen ustedes que debo hacer con ella? volvió á preguntar. ¿La coloco en un marco? Entonces uno de los catedráticos, que había permanecido en silencio, le dijo con su calma habitual: yo creo que lo que debes hacer con ese dibujo es una cometa; la remontas y cuando esté muy alta le cortas la guita para que no la volvamos á ver. El consejo dejó frío al alumno. Al crearse la Escuela municipal de Artes y Oficios se suprimió la provincial de Bellas Artes y hoy de aquel importantísimo centro de enseñanza sólo quedan el recuerdo y un plantel de artistas y artífices que nos honran. |
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