La miga de a cuarto (Notas cordobesas)
LAS MIGAS DE A CUARTO
Hace medio siglo abundaban en nuestra ciudad las migas, especialmente las de a cuarto, que ya han desaparecido, y que eran muy típicas, originales y simpáticas. Generalmente hallábanse en la parte baja de la población, en la más populosa, donde abundan los chiquillos; unas establecidas en portales otras en galerías o habitaciones de casas de vecinos, desprovistas, casi siempre, de condiciones para el objeto a que se le destinaba. Tales escuelas carencia, en absoluto de material pedagógico. no habían ella bancas, ni carteles, ni pizarras ni siquiera un bufete para la maestra. Todos los párvulos llevaban su sillita, una sillas tan pequeñas que parecían de juguete y los que, por la extremada pobreza de sus padres carecían de ella, sentábamos en el suelo. Las encargadas de esta especie de colegios, a los que habría sé podido llamar colmenas humanas, solo poseían un viejo sillón de enea en el que se rellenaba para ejercer su profesión, una cartilla mugrienta y rota donde enseñaban a los pequeñuelos a deletrear y una larga caña que le servía para castigar, desde su asiento, golpeando les en la cabeza sin causarle daño, a los chiquillos traviesos o llorones. Tales maestras me tenían título académico ni habían estudiado la carrera del magisterio; era un pobre mujer es que recurrían a ese medio decoroso para ganar el sustento y realizaban una labor social importante, digna de general aplauso. Muy temprano, las mujeres del pueblo, con sus chiquillos en los brazos, encaminaban sea la amiga y allí los dejaban, previa entrega de un cuarto a la maestra como retribución de sus inapreciables servicios, marchándose tranquilas a emprender la diaria lucha por la existencia, seguras de que estarían bien cuidados y atendidos aquellos pedazos de su corazón. La encargada de los chicuelos ejercía, a la vez, las misiones de maestra, de Madre y de aya; enseñábales el silabario, les obligaba a aprender las oraciones que se rezan en todo hogar católico y, principalmente, les entretenían procurando que no echarán de menos el dulce calor del regazo de la madre, sus besos y sus caricias. Algunas de estas beneméritas educadoras de la infancia no se conformaban con que los niños conocieran el alfabeto; persistían en su labor hasta que sabían leer y embornar planas con palotes, curvas y letras. Asimismo daban a las niñas las primeras lecciones de costura y bordado y era digno de observarse el entusiasmo con que las angelicales criaturas confeccionaban la ropita para la muñeca o el techado lleno de puntos y labores. Las muchachas mayorcitas cuidaban de los pequeñines, le distraían para que no llorasen. ¡Qué interesante cuadro presentaba una linda muñequita con un ángel de guedejas rubias en los brazos, meciéndole cantándole para que se durmiera, con solicitud de madre! La madre acostumbrada a los parvulitos a repartirse meriendas y golosinas, ser generosos, y procuraba que no encontrasen en ellos campo abonado para germinar la envidia y el egoísmo. Así formaban el corazón de las futuras generaciones, de las mujeres del porvenir, abierto a todas las virtudes y a todos los sentimientos nobles y generosos. Al anochecer, las obreras y van a la amiga para recoger a los chiquitines que dejaban allí mientras ella dedicaban se al trabajo y conducirlos al hogar en que se hallaban Unidos en estrecho y raro maridaje la felicidad y la pobreza, porque la dicha no puede faltar donde imperan el amor y la honradez. Más de una vez, en nuestra continua peregrinación por la ciudad, nos detuvimos ante uno de los portales en que había una amiga de a cuarto, para deleitarnos con la contemplación del cuadro que presentaba lleno de encanto y sencillez; para disfrutar de la infantil y sana alegría que se desbordaba torrentes de aquel mundo en miniatura. Y siempre pensábamos que aquella maestra, aquella pobre mujer, símbolo de la paciencia y la bondad, sentada en el viejo sillón de enea, el libro roto y mugriento sobre la falda y la caña al lado, realiza una labor fructífera, intensa, admirable; la de colocar los primeros sillares del edificio social de las generaciones venideras, edificio sonido para que no lo pudieran derrumbar los huracanes de la impiedad, de los vídeos de las pasiones, que constantemente nos azotan. Escrito octubre de 1929 |
Referencias
Principales editores del artículo
- Aromeo (Discusión |contribuciones) [2]