La muerte de Pacheco (Notas cordobesas)
Septiembre de 1919.
José María Pacheco fué el último bandolero cordobés a quien pudiéramos aplicar el calificativo de legendario: gozó del aura popular como Diego Corrientes y José María el Tempranillo y también como ellos alardeó de generoso, espléndido y caritativo. Pacheco no recurría, o mejor dicho, no necesitaba recurrir a la amenaza para obtener todo cuanto quería; bastábale sólo con pronunciar su nombre. Al oirlo ponían a la disposición del bandido los ricos su dinero; los labradores sus jacas y yeguas de más valía; los cortijeros sus mejores viandas. Apenas llegaba José María Pacheco a una finca de campo, desde su dueño, si estaba en ella, hasta el último trabajador, poníanse incondicionalmente a las órdenes y al servicio del ladrón famoso; unos le preparaban abundante comida, otros un blando lecho y, cuando se entregaba al descanso, todos convertíanse en centinelas para vigilar los alrededores del caserío y, en caso necesario, poder advertir oportunamente al bandolero la proximidad de la Guardia Civil, con el objeto que se pusiera a salvo. Bastaba que Pacheco dijera que le gustaba una caballería o un arma de fuego para que su propietario se la entregara. Pacheco, aunque formó cuadrilla por no ser menos que los Siete Niños de Écija y otros camaradas, en la cual actuaba de segundo jefe su hermano Pablo, era partidario de operar sólo y úinicamente cuando no podía venir con frecuencia a la capital porque la benméritca la hacía objeto de una persecución tenaz o por otras causas, salía con sus compañeros, a los caminos, siempre montando soberbia jaca enjaezada con lujo y él vistiendo traje de campesino con gruesos botones y alamares de plata, y desvalijaba al viajero, pero sin emplear amenazas ni violencias, con la mayor cortesía. Pacheco tenía numerosos amigos en nuestra capital, especialmente en el barrio de la Merced, y no todos entre la gente del pueblo; contaba también con no pocos de la clase aristocrática. Aprovechando casi siempre la noche venía a Córdoba con gran frecuencia para visitar a su amante y pasar horas en alegre francachela, muy bien acompañado, en cualquier tugurio o antro de vicio. Cuando le hacía falta dinero cambiaba de indumentaria para disfrazarse, vistendo a veces el traje talar de sacerdote e iba en busca de su presenta víctima. Presentábase en la casa de cualquier persona adinerada, casi siempre concedía preferencia a la de los labradores, preguntaba por el dueño diciendo que quería verlo para ultimar un negocio o tratar de un asunto interesante y, cuando se hallaba en presencia de aquel, pedíale la cantidad que se le antojoba, nunca menor de un par de miles de pesetas, advirtiéndole antes que se hallaba en presencia de Pachecwo. Y este nombre era algo así como una ganzúa que abría todas las cajas de caudales y todos los cajones en que había oro y billetes. El bandolero fué sorprendido, varias veces, en los campos por la benemérita, sostuvo con ella vivo tiroteo y, en tales momentos, mató a dos guardias. Entonces, en virtud de que arreció la persecución contra él, decidióse a buscar el medio de abandonar aquella vida llena de azares y peligros.
Preparábase un acontecimiento histórico que se había de desarrollar en Córdoba. Con este motivo nuestra población había cambiado completamente de aspecto. El silencio, la calma, la soledad que siempre la caracterizaron fueron sustituídos en aquellos días por un inusitado movimiento, por una intranquilidad constante, por una agitación extraordinaria, por una afluencia de gente enorme. Las personas significadas de todos los matices, no cesaban de conferenciar, funcionaba el telégrado sin descanso; las autoridades no dejaban de dar órdenes; el vecindario improvisaba alojamientos; no cesaban de llegar tropas y un ambiente de tristeza inexplicable disipaba, por momentos, la alegría propia del pueblo andaluz. Todo aquello eran los preliminares de la batalla de Alcolea, en la que se había de decidir los destinos de nuestra nación. El bandolero famoso creyó que también había llegado el momento de decidir su suerte y una mañana, montado en una briosa jaca, seguido de sus compañeros de cuadrilla, de muchos amigos y de una turba de desarrapados que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Viva el general Pacheco!" recorrió las principales calles de la población y fué a detenerse en la plaza de la Trinidad, ante el palacio del Duque de Hornachuelos, jefe político entonces de la provincia. El bandido entregó a los criados del Duque, para que lo hicieran pasar a manos de éste, un memorial en el que se solicitaba el indulto, ofreciéndose a cambio, a ir a pelear en los campos de Alcolea, en el sitio de mayor peligro. Los inusitados vítores y aclamaciones de las turbas extrañaron al general Caballero de Rodas, que se hospedaba en el palacio del jefe político de la provincia; preguntó quién era aquel hombre y la causa de tal alboroto, y, cuando lo supo, ordenó que citasen al malhechor para el siguiente día a la misma hora. Pacheco, en unión de sus acompañantes, se retiró satisfecho, con la seguridad de obtener el indulto. Caballero de Rodas informóse detalladamente, para lo cual celebró conferencias con algunos labradores y con la Guardia Civil, de la vida y las hazañas del bandido, y dedició librar de aquel hombre a los cordobeses. Sin pérdida de tiempo llamó al jefe de unos de los regimientos que se habían venido para tomar parte en la batalla, el cual se alojaba en la ya demolido cuartel de la Trinidad; preguntóle si tenia entre las fuerzas de su mando algún buen tirador y, como le contestara afirmativamente, el general expresóse así: pues tiene que practicar un servicio importante y difícil; es necesario que mañana, cuando se presente en esta plaza un criminal que ha venido hoy en solicitud de su indulto, le haga caer sin vida de la jaca que montará, alojándole una bala en la cabeza. Como distintivo para que le conozca, el soldado que ha de dispararle, traerá un sable de los que usan los sargentos con unas borlas encarnadas. A la mañana siguiente un griterío ensordecedor produjo la alarma en el vecindario. ¿Qué ocurría? Pacheco, rodeado de un séquito mucho más numeroso que el del día anterior recorría las principales calles de la ciudad entre vítores y aclamaciones estruendosas. El populacho pretendía glorificar al bandolero. Al pasar por la plaza de las Tendillas destacóse de un grupo de uno de los tipos más populares de Córdoba en aquella época, conocido por le Cojillo de la barca, quien le hizo señas para que se detuviese y acercándose al caballo, entregó a su ginete un sable, al mismo tiempo que decía: toma este regalo que me han dado para ti; el sable para que pelees en Alcolea. Momentos después de la extraña y grotesca comitiva llegaba a la plaza de la Trinidad; allí se paró para recibir la contestación al memorial del bandido. Los centinelas del cuartel separaron un poco la gente que se agolpaba alrededor del caballo del futuro general; entretanto el soldado elegido como buen tirador apuntaba al bandolero por la mirilla de la puerta del edificio contiguo a la iglesia de la Trinidad destinado al alojamiento de las tropas. Súbitamente sonó un tiro y Pacheco cayó desplomado de la cabalgadura. Una bala le había destrozado el cerebro. El malhechor sólo pudo pronunciar una palabra; no fue una blasfemia ni una maldición; fué un calificativo denigrante para sus matadores. La turba, que acompañaba al ladrón famoso huyó a la desbandada atropellando a la gente y produciendo una alarma y una confusión indescriptibles. La mayoría de aquellos desarrapados corrió hacia el campo, por la puerta de Hierro. Entonces se dijo, ignoramos con qué fundamento, que las tropas residentes en el cuartel de la Remonta tenían órdenes de disparar sobre los camaradas del bandolero, en su huída, y que no cumplieron el mandato porque, a consecuencia de la aglomeración de gente, hubieran producido un día de luto en Córdoba. Poco después circularon por la capital rumores estupendos; decíase que Pablo Pacheco había jurado venir con su gente para llevarse el cadáver de su hermano, que fué despositado en el cementerio de Nuestra Señora de la Salud; que con este motivo iba a ocurrir un nuevo Dos de Mayo; que al día siguiente se vendería a cuarto la carne de Guardia Civil y otras bravatas por el estilo, muy propias del hermano del ladrón muerto, más fanfarrón y de muchos peores instintos que José María. Las autoridades tomaron las precauciones que la prudencia requería y algunas horas antes de ser inhumado el cadáver de Pacheco estuvo a punto de ocurrir un suceso que hubiera sido lamentabilísimo, originado por los rumores a los que nos referimos anteriormente. Regresaban de una montería un aristócrata cordobés, gran cazador y varios amigos suyos. Las tropas que custodiaban el cementerio al ver dirigirse hacia allí aquel tropel de hombres a caballo, creyeron que el hermano del bandido y su cuadrilla se disponían a realizar su propósito y salieron al encuentro del grupo, dispuestos a darle una verdadera batida. Por fortuna el error se deshizo a tiempo y nadie molestó a los cazadores. Algunos meses después de la muerte de José María Pacheco, su hermano Pablo perdió también la existencia, en una finca de campo donde le sorprendió la guardia civil, después de sostener un vivísimo tiroteo con ésta y con Mateo Fernández, otro ladrón famoso ya indultado que sirvió de confidente a la benemérita para descubrir el paradero del bandido. La confidencia valió a Mateo una mala recompensa, pues una bala disparada por Pablo desde la ventana del caserío en que se hizo fuerte, le atravesó el corazón. A las pocas horas de ocurrida la anterior tragedia penetraba en Córdoba un siniestro convoy; los cadáveres de los dos bandoleros terciados sobre el serón de una caballaría y sirviéndoles de cortejo fúnebre, varias parejas de la Guardia Civil.
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