Los huertos (Notas cordobesas)
Entre las notas más típicas de la Córdoba que, desgraciadamente, está a punto de desaparecer, figuraban los huertos, nuestros huertos clásicos, mezcla de jardín y de huerta, los cuales tenían un sello especial que los diferenciaba de los de todas las demás poblaciones, incluso de los famosos huertos granadinos, tan renombrados como los cordobeses. Eran muy numerosos y se hallaban diseminados en toda la población; sin embargo, abundaban más en los barrios apartados y populares que en los del centro. Muchos tenian fama y dieron nombre a las calles en que se encontraban situados, como los de1 Vidrio, los Limones, San Andrés y el Aguila. La familia que poseía un huerto considerábase feliz y con razón, pues a la vez de vivir en perpetuo paraíso tenia asegurada una renta suficiente para atender a las necesidades, siempre modestas en aquellos felices tiempos en que no se hablaba del conflicto de las subsistencias ni de los problemas sociales. Puede decirse que cada huerto se dividía en dos partes: una destinada a jardín y otra a huerta. En la primera levantábase la casa de los dueños de la finca; una casa de un solo piso, muy blanca, muy alegre; siempre llena de luz, siempre bañada por el sol. Sus paredes se hallaban tapizadas de jazmines, de enredaderas, de malvarrosas. Desde la puerta de la casita, generalmente nido de la felicidad, hasta la entrada del huerto, había una calle limitada a uno y otro lado por altos poyos de mampostería llenos de macetas de claveles, de geráneos, de tulipanes, de alelíes y de otras innumerables flores, muchas de las cuales ya han desaparecido. Múltiples arbustos y rosales de todas clases completaban la que pudiéramos llamar ornamentación de esta calle deliciosa y poética, cerrándola en la estación primaveral con una bóveda de verde ramaje, donde los pájaros fabricaban sus nidos. Un emparrado, lleno de olorosos racimos de uvas en el estío, servia de atrio a la casita y la resguardaba de los candentes rayos solares que al filtrarse por aquel toldo esmeraldino semejaban una lluvia de estrellas. La parte que pudiéramos calificar de huerta era siempre la más interior de la finca. En ella abundaban los árboles frutales, especialmente los naranjos, las higueras y los granados y nunca faltaban las moreras, muy útiles entonces en nuestra población. El terreno, dividido en pequeños cuadros o tablas, estaba sembrado de hortalizas, de legumbres, que se criaban fértiles y lozanas, merced a los exquisitos cuidados de los cultivadores del huerto. En una explanada, rodeada de copudos arboles, se hallaba la alberca, siempre llena de agua cristalina; en una altura la noria donde daba vueltas un paciente burro arreado por un chiquillo; en un rincón el gallinero, hecho con cañas tejidas hábilmente y en otro la conejera llena de madrigueras subterráneas. Toda la familia de los dueños de la finca estaba consagrada exclusivamente a su cultivo y la hacia objeto de los mayores cuidados. Hombres, mujeres y chiquillos abandonaban el lecho antes de que naciera el día y unos se dedicaban a labrar y abonar la tierra; otros a enjardinar las plantas trepadoras, estos a regar las macetas; aquellos a coger las frutas, las hortalizas y las flores que se había de llevar al mercado. En el verano, durante las horas en que el calor es más bochornoso, cuando las plantas se inclinaban, mustias, abríanse las regueras para aplacar la sed de aquellas y se respiraba en el huerto un grato ambiente de frescura. Apenas cesaban los rigores del invierno, una atmósfera perfumada, llena de efluvios primaverales, envolvía las típicas y tortuosas calles cordobesas. Y los pulmones respiraban con fruición el aire cargado de perfumes; de los delicados perfumes de los naranjos que embellecían calles y plazuelas; de los múltiples aromas de las flores que adornaban los huertos descritos y los no menos famosos de los conventos, algunos de los cuales también dieron nombre a otras calles, como los de San Pablo y San Agustín. Puede decirse, sin exageraciones, que en Abril y Mayo Córdoba se transformaba en un vergel, que era una prolongación de la Sierra incomparable, en cuya falda dormita arrullada por la canturia eterna del Guadalquivir. En verano, al atardecer, las muchachas acudían a los huertos para comprar los ramos de jazmines que aparecían expuestos a la venta clavados en el asiento de una basta silla de enea; cuando se aproximaba el Jueves Santo o la fiesta de la Cruz las mujeres del pueblo iban a adquirir las rosas y los tulipanes, las varas de alelíes y hasta la manzanilla, conque habían de adornar los altares, y los domingos, en que no tenían que asistir a la escuela, legiones de muchachos invadían esos pintorescos rincones para proveerse de las hojas de morera conque alimentaban los gusanos de seda y apoderarse, a la vez, aprovechando el menor descuido de los dueños de la finca, de unas naranjas, unos higos o unos claveles. La nota más característica, más original de nuestros primitivos huertos era su transformación en improvisados balnearios, durante las cálidas tardes de Julio y Agosto. Con pedazos de costales formábase un toldo sobre la alberca; rodeábasela de esteras para ocultarla a las miradas de los curiosos, y allí iban a bañarse, previo el pago de la módica suma de dos cuartos, las mozas del barrio y después los chiquillos a quienes sus padres no permitían que se zambulleran en el Guadalquivir. Una oleada de alegría penetraba con los bañistas en el huerto y su tranquilidad apacible, su silencio habitual, interrumpíanlos sonoras carcajadas, gritos estridentes, el incesante y confuso charloteo de nuestras mujeres al que solían hacer coro, desde sus nidos, las golondrinas no menos parleras. Muy temprano las dueñas de los huertos y sus hijos conducían a la plaza de San Salvador, destinada al mercado de flores, grandes banastas llenas de rosas y claveles, de violetas y nardos, que vendían en poco tiempo, pues no habla mujer, anciana o joven, que, al volver de la Corredera, de hacer la despensa, dejara de visitar el mercado de las flores y de adquirir algunas para colocarlas ante la urna de la imagen venerada o lucirlas en la cabeza. Hoy ha desaparecido la mayoría de los antiguos huertos cordobeses, de aquellos huertos que eran un conjunto de jardín y huerta, y los que aún quedan, no son ciertamente los más típicos, el de San Basilio; otro interesante por su nombre, el de Piedra Azul, y algunos muy pequeños diseminados en los barrios bajos de la ciudad, entre ellos el Huerto Hundido, montón de ruinas, evocador de estos recuerdos de días ya lejanos. </div> |
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