Los pregones (Notas cordobeses)
Artículo sobre los pregones, es decir, cómo vendían a voz en grito sus productos los vendendores ambulantes en la segunda mitad del siglo XIX. Escrito por Ricardo de Montis el 24 de abril de 1921. [1]
En tiempos ya lejanos, cuando era escaso el desarrollo del comercio y había muy pocas tiendas en Córdoba, abundaban más que hoy los vendedores ambulantes encargados de proporcionar al vecindario, en sus propios domicilios, todo lo que ahora tiene que ir a buscar a los establecimientos donde se expende cada artículo. Esos vendedores interrumpían con sus pregones el silencio característico de nuestra vieja ciudad en la época en que, como dijo un' poeta, Córdoba hallábase dormida y no despertaba aunque llamase a su puerta, con la voz del vapor, la audaz y potente locomotora. Nuestros pregones tenían un sello especial, propio, que los distinguía de los de todas las demás poblaciones y especialmente de los de Sevilla, donde el pregón es un canto, mientras aquí puede considerarse algo como un lamento, como un gemido. La persona que por primera vez nos visitara en la segunda mitad del siglo XIX cuando llegase hasta sus oídos el eco de un pregón lejano, ininteligible, triste y monótono, sin duda creería estar oyendo al almuédano que, desde el alto alminar, invitaba a los árabes a la oración. Nadie negará que estaban impregnados de la melancolía de tales llamamientos a los descendientes de Mahoma, que se advertía en ellos un dejo de honda amargura, los viejos pregones coooon, del piconero y caracal, de la caracolera y los de los vendedores de mercancías tan humildes y prosaicas como escobas y escobones, sal, aliños para las aceitunas, alhucema fresca, paja para colchones y otros. Entre todos estos modestísimos comerciantes sobresalía por la tristeza de su pregón uno a quien el pueblo denominaba el Tío miseria, vendedor de marcadores, alfileres y otras baratijas, que, con su quejumbrosa relación, angustiaba el ánimo de la persona más alegre. Los pregones, en Córdoba, eran, generalmente, breves, exceptuando algunos como el de la quincallera, que acostumbraba a enumerar los múltiples artículos que expendía; el del lañador que también citaba los infinitos cacharros susceptibles de compostura y los objetos de alambre que fabricaba y el del pescadero que no se cansaba de ponderar la bondad de su mercancía. Como no hay regla sin excepción, algunos vendedores callejeros prescindían en sus pregones de la monotonía lastimera y procuraban convertirlos en canciones, más o menos armónicas y alegres. Uno de éstos era el popular vendedor de billetes de la Lotería, Dámaso, quien, cuando se hallaba de buen humor, hacia alarde de la resistencia de sus pulmones, dando hasta el dó de pecho y sosteniendo calderones interminables para florear el pregón . ' . .. Había un lanador que se anunciaba gritando: ¡compongo platos, tinajas y lebrillo*! y según un ingenioso artista, la entonación de esta frase era igual a la que daba un aspirante a tenor, muy conocido en Córdoba, a la Siciliana dé la famosa ópera de Mascagni. Ciertos vendedores, por sus voces atronadoras Y destempladas, producían un verdadero escándalo al pregón» y, especialmente por las mañanas, originaban grandes molestias al vecindario privándole del sueño. . , ,, ., De esos voceadores insoportables citaremos al famoso Matías el del queso y a un expendedor de tortas cuyos gritos se oían a un kilómetro de distancia. No le quedaba a la zaga el diminuto pescadero el Pilili quien, a pesar de hallarse casi afónico, atolondraba al publico repitiendo continuamente esta interminable relación: ¡boquerones vivitos; si son como la pescá ¡Qué buenos boquerones lleva el hombre hoy! También era popular la arropiera conocida por Siete tonos, que empleaba una voz distinta en cada palabra de su pregón, desde de tiple hasta la de bajo profundo, y prodigaba los gallos una manera asombrosa. No faltaban comerciantes callaros que procuraran llamar la atención de vecindario recurriendo a pregones no exentos de originalidad o gracia. Algunos vendedores utilizaban la forma poética, bastante adulterada, para anunciar sus artículos. ¡Hoy a céntimo chico los doy, mañana a como me dé la ganal gritaba, sin cesar, un expendedor de caramelos que eran, entonces, una de las golosinas preferidas por la gente menuda. Un pobre comerciante de pasteles, a quien la gente conocía por el Coquito, acudiendo a requerimientos de personas de buen humor, solía detenerse en la calle y, en medio de un corro de público, que no cesaba de jalearle, entonaba una parodia de la canción del Caballero de Gracia de La gran vía, que algún bromista le enseñó. «Pastelero de gracia me llaman» decía el Coquito, acompañando a la palabra una mímica exageradamente cómica, con la cual provocaba la hilaridad de su auditorio. ¡Pollitos de la mar! oíamos pregonar frecuentemente a voz en grito, a un hombre que llevaba pendientes de una caña, sujetos con una cuerda pasados por un agujero abierto en la concha, gran número de galápagos. Los chiquillos los compraban para jugar con ellos y las mujeres para que limpiaran los patios de las orugas y otros animales que estropean las plantas. Un vendedor, maestro en burlas y socarronerías, popularizó tanto su pregón: ¡A los corrucos! ¡Ay, qué roscos! Que esta última frase la empleó durante mucho tiempo la gente de buen humor como estribillo de todas sus bromas. Cada época, cada estación, cada festividad, tenía sus pregones especiales. Heraldo del nuevo año era el del Almanaque del Obispado de Córdoba; anunciaba a la primavera el de los ramos de violetas y capullos de olor; al verano ü de las jarras y los búcaros de la Rambla; al otoño el de los membrillos codos y al invierno el de los paños y la pleita blanca y negra. El pregón de los garbanzos tostaos y las avellanas cordobesas nos anunciaba la proximidad de las ferias y el de las copiitas de Noche Buena la llegada de la Pascua de Navidad. Merced a los pregones también podíamos apreciar el curso del día. Por la mañana despertábanos él de la hortelana, largo, interminable, pues en él enumeraba todas las legumbres, frutas y flores que expendía; seguíale el de la quincallera, que recorría la población cuando terminaban las horas de venta en el mercado; por la' siesta interrumpía nuestro sueño el de la arropiera que los chiquillos aguardaban impacientes; al declinar la tarde oíamos el quejumbroso y triste del vendedor de petróleo, indispensable entonces para el alumbrado de las casas, y al anochecer, en verano, voces freses y argentinas de ln las muchachas pregonaban los ramos de jazmines. Para terminar esta ya larga enumeración de pregones citaremos uno revelador del ingenio y la gracia de los hijos de nuestra tierra. Había toreado en las corridas de la feria de Mayo el diestro más en boga entonces, el fenómeno del día, sin demostrar el arte ni el valor que, según la prensa y los aficionados, poseía en grado superlativo. Poco después de terminar la última corrida una legión de hombres y muchachos voceaba los extraordinarios de los periódicos con la revista y un vendedor ocurrente, un arrapieso de nueve o diez años, pregonábala de este modo: ¡La revista de los toros de esta tarde con lo bien que ha podido quedar Belmonte! El público premió el ingenio del chiquillo comprándole muchas manos de la hoja suelta |
- ↑ Los pregones. Diario de Córdoba de comercio, industria, administración, noticias y avisos Año LXXII Número 31555 - 1921 abril 24
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