Pedro Alcalá-Zamora Estremera (Notas cordobesas)
Hace treinta anos empezó a aparecer en la "Página literaria" semanal de El Comercio de Córdoba, periódico que el autor de estas notas escribía, la firma de Pedro Alcalá Zamora, al pie de cuentos y narraciones interesantes con forma literaria correctísima, y de algunas composiciones poéticas muy delicadas. ¿Quien era Pedro Alcalá Zamora? Yo lo ignoraba por completo. Un día recibí un sobre con unas cuartillas, enviadas desde Madrid, conteniendo un trabajo de aquel y una carta muy lacónica en la que su autor decía que me lo enviaba por si lo creía digno de la publicidad. Era un precioso cuento; apareció en la primer "Página literaria" del periódico y desde entonces el desconocido escritor empezó a honrar frecuentemente con sus producciones las columnas de El Comercio. Hice indagaciones para adquirir algunos datos referentes a Alcalá Zamora, conque aumentar mi colección de apuntes biográficos, históricos y anecdóticos y sólo pude averiguar que había nacido en Priego, que durante su juventud derrochó una cuantiosa fortuna y que, en la época a que me refiero, se dedicaba, en Madrid, a traducir novelas francesas e italianas para las casas editoriales y los folletines de los periódicos. Transcurrieron ocho años. La artista Geraldine Leopold, que más que por sus trabajos por su belleza excepcional llamó extraordinariamente la atención de todos los públicos de Europa y América, vino por tercera vez a nuestra capital para actuar en el Gran Teatro, donde ya había obtenido éxitos ruidosos. La noche de su primera presentación entré en el escenario para saludar a la señorita Geraldine, con quien me unía una buena amistad. Encontréla hablando con un desconocido, al parecer extranjero. Un hombre alto, de porte distinguido, rubio, con bigote a la borgoñona, que vestía con elegancia levita y sombrero de copa. Al aproximarme a la artista y estrechar su mano, el desconocido se retiró algunos pasos, discretamente. Después de cambiar las frases propias del caso pregunté a Geraldine: ese señor, aludiendo al ya citado, ¿es el representante de usted? iQuíá! exclamó la gentil norte-americana; si ese es un periodista de aquí que acaban de presentarme. ¿Un periodista de aquí? dije entonces con asombro. -Sí, el señor Alcalá Zamora, replicó la gimnasta. Mi estupor subió de punto, pues ignoraba que el antiguo colaborador de El Comercio estuviese entre nosotros. Inmediatamente rogué a nuestra amiga que me presentase a él; Geraldine Leopold realizó la presentación con la más exquisita cortesía y desde aquel momento Pedro Alcalá Zamora y yo fuimos los mejores amigos del mundo. Por sus relatos interesantísimos y pintorescos y por noticias que después me comunicaron diversas personas residentes en distintas naciones, llegué a conocer, con todos sus detalles, la odisea de este hombre, tan original como llena de peripecias curiosísimas. Hálló muy estrechos los limites de un pueblo para desarrollar todos los planes quiméricos que se forjara su prodigiosa fantasía y decidióse a ver mundo, a derrochar el fausto y la ostentación, creyéndose quizá el príncipe encantado de un cuento de hadas Después de recorrer las principales poblaciones españolas marchó a Francia y estableció su residencia en París, en una mansión suntuosa. Pero pronto se hastió de la vida parisina, y poeta como soñador, y, enamorado del Arte, fué a Italia en busca de nuevas y más gratas impresiones. Su entrada en Roma tuvo gran resonancia; momentos después de haber llegado penetró en una cervecería y oyó a un grupo de italianos que insultaba a un español, y, en general, dirigía censuras a los compatriotas de aquel. Alcalá Zamora, nuevo caballero andante, rojo de indignación, acercóse al grupo, y al mismo tiempo que arrojaba su tarjeta sobre la mesa, exclamó: Señores, yo soy español y no consiento que, delante de mi, se insulte a los hijos de mi patria. Espero de cualquiera de ustedes la reparación necesaria en el terreno del honor. El dia siguiente uno de los italianos del grupo atravesaba de un balazo una pierna al moderno desfacedor de entuertos. Despues del lance, el maltrecho Quijote supo que el compatriota por quien había expuesto la vida era un beodo cuyas impertinencias estaban ya hartos de sufrir los parroquianos de la cervecería indicada. El suceso referido concedió extraordinaria popularidad en Roma a nuestro paisano. Pronto se relacionó con las familias más linajudas y los salones de la alta aristocracia siempre estaban abiertos para él. En las reuniones de los casinos comentábanse las excentricidades del español, su esplendidez, la magnificencia de que se rodeaba. Cuando aparecía en una platea del teatro, en unión de una negra que entonces le acompañaba, de facciones correctas pero del color del ébano, siempre ataviada con magnífico traje de seda blanco, todos los gemelos se dirigían a aquella extraña pareja y todos los labios le dedicaban una frase, poco piadosa, por regla general. Una dama que se distinguía por la suntuosidad de los bailes de máscaras conque todos los años obsequiaba a sus amigos, después de una de aquellas esplendorosas fiestas, a la que asistió Alcalá Zamora, hubo de decir que los españoles, en las diversiones de Carnaval, se distinguían por su ingenio y por su gracia, pero nunca por el lujo de sus disfraces. Enteróse de esta manifestación quien andando el tiempo había de ser periodista en Córdoba e inmediatamente se propuso que la dama aludida modificara su juicio en el baile que para el domingo próximo preparaba. Con este fin alquiló a un joyero, en una cantidad exhorbitante, un gran número de piedras preciosas, hizo que adornaran con ellas un valioso traje de torero que poseía y luciéndolo se presentó en la fiesta de la aristocrática señora. Los destellos, las irisaciones de la pedrería de aquel verdadero traje de luces, materialmente cegaban y causaron general asombro. No menos ruidosa que en Roma fue la entrada en Venecia del andante caballero. La góndola que le conducía volcó y a punto estuvieron de perecer en el canal, si no él porque era excelente nadador, la negra y un enorme perro de Terranova, también negro como el azabache, que constituían su séquito. El accidente originó múltiples comentarios y hasta lo refirieron los periódicos. Pedro Alcalá Zamora no sólo se dedicó a divertirse en estos viajes, sino que leyó y estudió mucho y, hombre de clara inteligencia, adquirió en poco tiempo una sólida cultura. Llegó a dominar perfectamente los idiomas francés, inglés e italiano y se familiarizó con los literatos más insignes que escribieron en dichas lenguas. Su complexión robusta proporcionóle también extraordinaria facilidad para dominar todos los deportes; así era excelente gimnasta, maestro en el manejo de las armas, gran profesor de equitación, remero incansable, etc. Todas estas dotes contribuyeron a extender el círculo de sus relaciones y llegó a unirle una amistad intima con personalidades de la posición más elevada, incluso de estirpe regia, como don Carlos de Borbón, el pretendiente a la Corona de España, con quien se carteaba y de quien poseía, teniéndolo en gran estima un retrato con expresiva dedicatoria. La única vez que durante esta excursión por el extranjero vino a España Alcalá Zamora fue acompañando a la Princesa Ratazzi. Con ella estuvo en Córdoba, donde entonces casi nadie le conocía, y llamó la atención como ginete, pues la Princesa y él sólo paseaban a caballo. Llegó un día en que el administrador de nuestro paisano contestó a una de sus incesantes peticiones de dinero enviándole una suma relativamente pequeña y comunicándole que era lo único que le restaba de su fortuna. Esta infausta nueva no preocupó lo más mínimo al joven dilapidador; gastó la suma recibida alegremente, luego vendió sus trenes [sic] y joyas, continuando el mismo género de vida que antes todo el tiempo que le fue posible, y cuando apenas le quedaba la cantidad precisa para volver a España, sin despedirse de sus compañeros, sin comunicárselo a persona alguna, emprendió el viaje con dirección a Madrid. Llegó a la Villa y Corte, donde tenía parientes en muy buena posición, pero no quiso recurrir a ellos, ni siquiera presentarse en sus casas. Entre tales parientes figuraba una aristocrática y bellísima mujer, de quien, para expresar su blancura marmórea, dijo el poeta Salvador Rueda que parecía que a través de su ser pasaba la luna: la Marquesa de Dos Hermanas. Pedro Alcalá Zamora, por primera vez en su vida, pensó en el porvenir y lo vió tan oscuro que estuvo a punto de poner fin a su odisea de un pistoletazo, pero pronto desechó, avergonzado, este pensamiento. Realizarlo hubiera sido una cobardía y él jamás fue cobarde. Tras de mucho meditar tomó una resolución suprema, la de sentar plaza en un regimiento de Artillería. Acto seguido empezó a hacer las gestiones precisas para conseguir su objeto, pero como tenía necesidad de presentar documentos que no se hallaban en su poder, transcurrieron algunos días hasta que los reunió; en ese período se le acabaron los recursos y se tuvo que dedicar a conducir las maletas de los viajeros para no morir de hambre. Al fin consiguió ingresar en el regimiento y fué uno de tantos reclutas sin influencias, sin padrinos, que tienen que someterse al más extricto cumplimiento de la ordenanza. La vida del cuartel, quizá por ser completamente opuestaa la que él había observado o por tener el encanto de lo desconocido, no desagradó a Alcalá Zamora, quien pronto contaba entre los soldados, humildes hijos del pueblo en su mayoría. camaradas tan excelentes, amigos tan queridos como en la aristocracia extranjera. Una tarde el regimiento de Artillería aludido efectuaba ejercicios en los alrededores de Madrid. Por el paraje en que se hallaba aquél pasó el Nuncio de Su Santidad y ordenó detener el carruaje en que paseaba para ver las maniobras En un descanso concedido a la tropa, un soldado se destacó del pelotón en que se hallaba, dirigióse al representante del Pontífice y, después de saludarle respetuosamente, estuvo conversando con él en italiano. Aquel soldado era Pedro Alcalá Zamora. La entrevista produjo gran extrañeza, no sólo a los camaradas del artillero, sino a sus jefes. Enterado de ella el coronel del regimiento llamó al recluta voluntario para interrogarle acerca de su conocimiento con el Nuncio. El soldado le contestó que le había unido estrecha amistad con la familia de aquel, en Roma, y, sometido a un largo interrogatorio, narró minuciosamente todas sus aventuras, desde que salió de Priego, casi niño, en posesión de una gran fortuna, hasta que se presentó en Madrid, arruinado, y decidió sentar plaza. El coronel, que conocía a algunos miembros de la familia de Alcalá Zamora, ordenó, en aquel instante, que se le rebajara de ciertos servicios, yendo a prestar otros en las oficinas del regimiento. Jefes y oficiales intimaron con el soldado, cuyas pintorescas narraciones les encantaban, y ellos consiguieron proporcionarle trabajo, como traductor, en varios periódicos y casas editoriales. El novel escritor alquiló un modesto cuarto en la calle del Conde Duque, para dedicarse a su labor durante todo el tiempo que le dejaran libre sus deberes militares. Allí tradujo infinidad de novelas y cuentos y allí escribió los primeros artículos originales con que dió a conocer su firma en las columnas de El Comercio de Córdoba. Cuando terminó sus compromisos militares instalóse definitivamente en su anterior residencia provisional, continuando la labor literaria. Entonces se presentó a su familia residente en Madrid; logró reunir algún dinero, a costa de grandes economías y decidióse a visitar a su pueblo natal, del que apenas conservaba recuerdos. En él parecióle advertir que sus amigos y compañeros de la infancia le trataban con desvío; atribuyólo al temor que tuviesen aquellos de que él fuera a pedirles protección y volvió a Madrid, triste y apesadumbrado. Cuando contó con nuevos ahorros fué otra vez a Priego; invitó a una comida intima a aquellas personas con las cuales se hallaba resentido, por su proceder, y cuando llegó el momento de los indispensables brindis hizo constar, empleando toda clase de eufemismos y recursos de la Retórica, que, aunque se hubiera arruinado, no tenía necesidad de recurrir a los amigos, porque aprendió a trabajar, no sólo para ganarse el sustento, sino para permitirse el lujo, en algunas ocasiones como aquella, de convidar a los camaradas de la niñez. Y después de este acto regresó a la Villa y Corte, satisfecho y gozoso. El Conde de Torres Cabrera, enterado de las dotes literarias y la laboriosidad de Alcalá Zamora, le ofreció la dirección de La Monarquia, órgano del partido conservador en Córdoba, en una ocasión en que quedó vacante, y aquél la aceptó, aunque nunca había actuado de periodista, seguro de salir airoso de su nueva empresa. A las veinticuatro horas de hecho el ofrecimiento, el flamante Director del citado periódico se presentaba en esta capital, precisamente el mismo día en que le conocí después de haberle confundido con el representante de la hermosa artista Geraldini Leopold. La presencia de Pedro Alcalá Zamora en Córdoba no dejó de inspirar curiosidad por tratarse de una figura de las que no son corrientes, ni por su apostura ni por su indumentaria. Y la curiosidad y la extrañeza subieron de punto con motivo de un suceso ocurrido al poco tiempo de estar entre nosotros el nuevo periodista. Hallándose una noche en el teatro oyó que las campanas de las iglesias hacían la señal de fuego, se informó del lugar en que se había declarado el siniestro y allí fué para cumplir los deberes de su profesión. El incendio se inició en una calleja del barrio de Trascastillo. En el extenso patio de una vieja casa ardía un colgadizo, de unos dos metros de altura, destinado para albergue de caballerías. Acudieron varios vecinos, los cuales comprendieron que era muy fácil dominar el fuego, subiéndose en el colgadizo y arrojando a la hoguera unos cuantos cubos de agua. Pidieron una escalen de mano con tal objeto, pero no se encontraba en las casas contiguas. Entre tanto avivábase el voraz elemento y entonces Alcalá Zamora, dirigiéndose a los vecinos preguntó: ¿quiénes de ustedes desean subir? Yo -contestaron a coro tres o cuatro- y el señorito de la levita y el sombrero de copa, como aquellos le llamaban después al comentar el hecho, les fué cogiendo, uno a uno, por la cintura y elevándolos, a pulso, hasta dejarlos sobre el cobertizo. Tal alarde de fuerza produjo verdadero asombro a las personas allí congregadas, casi todas pertenecientes al pueblo, el cual no concibe que un traje confeccionado con arreglo al último figurín pueda ocultar una musculatura atlética. Aunque, como ya he dicho, el antiguo colaborador de El Comercio de Córdoba sólo se había dedicado a traducir novelas y escribir cuentos y algunas poesías, merced a su talento y su cultura pronto se habituó a la ruda labor que requiere la confección de esa hoja volante que se llama el cuarto poder del Estado, y fué un periodista excelente. Escribía con irreprochable corrección literaria, pues apesar de poseer varios idiomas conocía el castellano como nuestros mejores hablistas; dominaba todas las secciones: lo mismo el artículo doctrinal y la crónica que la revista de salones o de teatros; de igual modo la reseña de la corrida de toros que la gacetilla. En la polémica era ingenioso, contundente y siempre cortés con el adversario. La dirección de la Monarquía, periódico que, en sus últimos tiempos, él solo confeccionaba, no le impidió seguir colaborando en El Comercio y escribir, además, asiduamente en el Diario de Córdoba. En estos periódicos y en otros de distintas poblaciones popularizó su nombre y su pseudónimo de Luis Estremera. Además, en aquella época, publicó dos tomos de cuentos, ambos editados en Córdoba, y un monólogo en prosa titulado Deuda de honra, que le fué estrenado, con mucho éxito, en un festival benéfico, celebrado en el Gran Teatro de esta capital. Pedro Alcalá Zamora, por una de sus excentricidades y rarezas, tenía que colocar las cuartillas de distinto modo, según el trabajo que fuese a escribir; a lo largo, si eran originales para periódico; a lo ancho si se trataba de cuentos o novelas y aseguraba muy seriamente que le era imposible coordinar una idea si colocaba el papel en forma distinta de la indicada, según los casos. Este hombre original no concedía valor alguno al dinero, por eso lo derrochaba; adaptábase perfectamente a todas las posiciones sociales, lo mismo a la más elevada que a la más humilde; con igual satisfacción que en la mejor fonda se hospedaba en la casa de huéspedes o en el parador de la última categoría; importábale un ardite presentarse con blusa, bombacho y sombrero cordobés de anchas alas ante las mismas personas que estaban acostumbradas a verle vestido con sujeción a las últimas modas parisinas y a su figura se amoldaban perfectamente desde el traje de rigurosa etiqueta hasta el del rudo campesino. En su trato tampoco distinguía de clases; cortés, afable y expresivo con todo el mundo, veíasele departir con el aristócrata o con el menestral empleando análoga corrección, igual afecto, la misma cordialidad. Era digna de ser examinada su correspondencia intima; con la carta blasonada de don Carlos de Borbón o de un título nobiliario en que le informaban de recepciones y fiestas brillantes, recibía la de un torerillo contándole sus triunfos imaginarios; con el billete perfumado de una cantante de ópera, perteneciente a ilustre familia, que, al perder su fortuna, se dedicó al arte para vivir de él, y con la que Alcalá Zamora tuvo amores platónicos gran parte de su vida, la epístola casi ininteligible de un rudo aragonés del que se hizo gran amigo en el regimiento de que ambos formaron parte. El último director de La Monarquía, que era la personificación de la ingenuidad y la franqueza, sólo conservaba un secreto que nunca pudieron arrancarle ni las personas de su mayor confianza; la edad que tenía y resultaba muy difícil averiguarla por tratarse de una de esas personas de las que vulgarmente se dice que no envejecen jamás. Después de su muerte, por un paisano y compañero suyo de la niñez, supo el autor de estas líneas que Pedro Alcalá Zamora rebasaba los sesenta años cuando bajó al sepulcro. Al desaparecer del estadío de la prensa local el órgano del partido conservador el cuentista y traductor de novelas que en él había empezado a esgrimir las armas del periodismo, logrando en muy poco tiempo colocarse en primera fila entre la legión de sus camaradas, quedó en situación análoga a la que atravesara en Madrid cuando se decidió a sentar plaza. Pero tampoco ahora se amilanó; con gran entereza, sin vacilaciones en su espíritu, sin perder un momento la alegría y el buen humor, arrostró todos los rigores de la adversidad, privaciones, dolores físicos y morales, hasta que logró obtener un modesto destino en la Aduana de Mahón. Allí pasó la última etapa de su vida, dedicando el tiempo que le dejaban libre los deberes de su cargo a traducir novelas y escribir cuentos y crónicas para los periódicos, a fin de aumentar sus exiguos haberes. Una terrible enfermedad, un cáncer en la garganta aniquiló su naturaleza robusta y cuando comprendió que se hallaba herido de muerte fué en busca de refugio a su pueblo natal, a Priego, ansioso de encontrar el calor que prestan la familia, los amigos de la infancia, cuando se siente el frío precursor de la tumba, Allí rindió la jornada de la vida, muy ruda para él, pues si el mundo al principio le ofreció senda de flores, pronto se troncaron estas en espinas que destrozaron su corazón. Pedro Alcalá Zamora dejó, por toda herencia una máquina de escribir, un verdadero blasón, el mejor de todos, pues mientras los escudos que en su época floreciente adornaban sus charolados carruajes sólo le sirvieron para conducirle a la miseria; aquella máquina, su mejor amigo, le ayudó a ganar el sustento en los días tristes de la adversidad. </div> |
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