Plazas del Conde de Priego y Santa Marina (Rincones de Córdoba con encanto)
1. La capital
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003) [1]
Plazas del Conde de Priego y Santa Marina / Entre clarisas y toreros
Las recuperadas plazas del Conde de Priego y de Santa Marina se dan la mano bajo la dominante presencia de la iglesia parroquial, cuyo labrado rosetón es como el ojo bien abierto de un cíclope vigilante. Tan solo las divide y perturba la calzada que, delante del templo, encauza el tráfico que baja por Mayor de Santa Marina camino de la inmediata calle Santa Isabel. Pero hay que abstraerse, una vez más, de los automóviles y disfrutar del sosiego que irradian estos espacios hermanados por un templo fernandino, un convento de Clarisas y un torero de leyenda.
“La plaza del Conde de Priego –ilustra un texto de Vimcorsa sobre panel de metacrilato colocado en la esquina– adquiere su nombre por la casa principal de dicho título, que antiguamente existía en el rincón, y que posteriormente fue del marqués de Ontiveros”. La casa, cuyo hermoso jardín romántico aún recuerdan los vecinos más antiguos del entorno, desapareció por los años sesenta, reemplazada por un edificio de viviendas que, avaras de luz, se asoman al rectángulo por innumerables balcones y ventanas.
Contrasta por ello su fachada con la blanca austeridad del muro opuesto, perteneciente al convento de clarisas de Santa Isabel de los Ángeles –fundado en el siglo XV bajo la protección de los Marqueses de Villaseca–, que se asoma al exterior a través de dos hileras de pequeñas ventanas; las más altas alternan con cartelas en las que se inscribe, fragmentada, la jaculatoria “Alabados sean los dulcísimos nombres de Jesús, María y José”.
La plaza del Conde de Priego es también como un ruedo rectangular desde cuyo centro el llorado Manolete aguarda, capote en mano, la salida de un toro imaginario para hacerle una faena memorable. El monumento al diestro, que vivió los años de sus primeros triunfos en la cercana plaza de la Lagunilla, es obra del escultor Álvarez Laviada y fue erigido en 1956 con el producto de una magna corrida de toros encabezada por Carlos Arruza. Aunque Carlos Castilla del Pino, tan crítico con las cosas que le duelen de una ciudad que tanto ama, lo llamó un día “horrendo pisapapeles”, el monumento a Manolete ya forma parte de este paisaje urbano tan lleno de contrastes. Bancos modernistas de hierro fundido en alternancia con naranjos defienden la plaza de autos e invitan a tomar asiento para disfrutar del entorno, tan sugerente y evocador.
Pero el monumento que domina tan hermoso conjunto es la parroquia fernandina de Santa Marina de Aguas Santas, a la que proporcionan aspecto de inexpugnable fortaleza los sólidos machones o contrafuertes que sostienen la fachada. Su construcción, en estilo gótico-mudéjar, se inició a finales del siglo XIII y se prolongó durante el XIV. De principios del XV es ya la antigua capilla funeraria de los Orozco, joya mudéjar reconvertida en sacristía.
Una actuación embellecedora llevada a cabo en 1998 lavó la cara de la imponente fachada, despojándola de la oscura mugre que las inclemencias del tiempo fueron depositando en la amarillenta piedra caliza, y desde entonces, más que nunca, “cuando el sol de la tarde chorrea su alta miel, / es de oro tu piedra”, como le cantara el poeta Manuel de César. Más recientemente, la renovación del pavimento en el entorno de la iglesia ha mejorado su peatonalidad, aunque también haya suprimido los parterres ajardinados que amenizaban la escalinata con el vivo colorido de sus flores. La remodelación de la plaza de Tafures va dejando exento el triple ábside de la cabecera.
Ahora muestra el templo un semblante esclarecido, que al caer la noche realza sin exceso la luz proyectada por los reflectores. En el lado del evangelio conserva la iglesia una original portada abocinada que parece escapada de una grabado antiguo. En la vertiente de la epístola, se alza la torre, ya renacentista, proyectada por el segundo Hernán Ruiz. La última reforma ha suprimido, lamentablemente, una sencilla fuente de piedra gris cuya taza superior era el bebedero preferido por las palomas del entorno, que tienen asegurado el sustento gracias a las lluvias de arroz arrojadas a las puertas del templo, como presagio de prosperidad, sobre las parejas de recién casados. De vez en cuando se alegra el aire con el cascabeleo de los caballos, pues por aquí discurre la ruta turística que trazan los cocheros a través del casco antiguo.
Referencia
- ↑ MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba
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