Rafael Romero de Torres (Notas cordobesas)
¿Y cómo no? si Rafael Romero de Torres era mi mejor, mi único amigo, pues nos unían afinidades de ideas, de orientaciones, de gustos y, sobre todo, el lazo más indestructible que puede ligar á los seres humanos, la adversidad. El sufrió, corno yo he sufrido, desengaños sin cuento, de esos que hacen desaparecer para siempre las esperanzas y las ilusiones; fué víctima de las injusticias sociales; padeció los aguijonazos de la envidia, el aspid más ponzoñoso de la tierra, y tras una lucha titánica rindióse al fin, con la sonrisa en los labios para que no sufrieran los seres queridos que le rodeaban, con la santa y hermosa resignación del justo. Y yo que vengo, como el, librando descomunal batalla con el destino, desde hace muchos años, y que también caeré á la postre herido mortalmente por las saetas del infortunio, al recordarle siento algo tan hondo, tan intenso que no lo puede expresar el lenguaje con la elocuencia del verbo ni con la precisión de la palabra escrita. Su rostro moreno, su frente despejada y serena, sus ojos en los que reverberaba la luz de la divina inspiración, su barba abundante y negra como los pesares que nunca le abandonaron, traían á la memoria aquellos versos admirables de Pedro Antonio de Alarcón: "Yo soy un noble moro debajo de este frac" porque un moro era Rafael Romero, un moro por su figura, por su imaginación soñadora, por sus excepcionales dotes artísticas, por la fogosidad de sus sentimientos, por su indolencia verdaderamente musulmana. Un moro digno hermano de aquellos que trazaran los incomparables arabescos de nuestra Mezquita, por él reproducidos fidelísimamente; un verdadero prodigio en el manejo del lápiz y de la pluma. La Escuela provincial de Bellas Artes de Córdoba, plantel de pintores, escultores y obreros notabilísimos, se honró contándole entre sus alumnos y de ella salió, pensionado por la Diputación, para completar los estudios en Roma. En la ciudad de los Césares halló inagotables fuentes de inspiración y empezó á trabajar con fe, con entusiasmo, con ansias de triunfos y con sed de gloria. Pronto sus dibujos llamaron la atención y comenzó á adquirir notoriedad, no solo por sus aptitudes especialísimas para el arte á que se dedicaba sino por su carácter franco y expansivo, por su ingenio, por su gracia, verdaderas llaves ganzúas que le franqueaban todas las puertas. En uno de los famosos carnavales de Roma él obtuvo uno de los premios más difíciles de conseguir: el que se destinaba á la máscara que mejor caracterizase á un personaje histórico ó legendario con el disfraz de menos valor. Rafael Romero concurrió al concurso representando al tipo más español que pudo concebir la imaginación: á Don Quijote. Un secretario de nuestra Embajada en el Quirinal, al hacer un viaje á Córdoba, nos contó á varios amigos una escena digna de ser narrada con pluma de oro. Celebraba su fiesta onomástica el gran pintor Madrazo y vanos de sus compatriotas, todos artistas, decidieron obsequiarle con una serenata; el obsequio típico de nuestro país. En el estudio de otro pintor cambiaron sus ropas por trajes andaluces y allá fueron á festejar al ilustre Madrazo. Poco después, ante la morada de aquel, formóse un grupo de gente alegre y bulliciosa: de pronto, á sus risas y á sus charlas sucedió el silencio más profundo; oyóse el rasgueo de una guitarra pulsada magistralmente y una voz de potencia extraordinaria, de timbre argentino, una voz que parecía sobrenatural empezó á entonar canciones españolas con un gusto, con un sentimiento prodigiosos. Los transeuntes se detenían; el vecindario de las casas próximas asomábase á los balcones, seducido por aquel maravilloso concierto y cuando Madrazo, lleno de júbilo, abrió las puertas de su espléndida mansión á los amigos que de tal modo le agasajaban, rodeábales un inmenso gentío, presa de la emoción que produce todo lo grande. ¿Sabeis quiénes eran los concertistas? El que cantaba Gayarre; el que le acompañaba con la guitarra Rafael Romero de Torres. Al regresar á España empezó á trabajar con grandes entusiasmos; anuncióse una Exposición nacional de Bellas Artes en Madrid y á ella concurrió, presentando una de sus obras. El jurado acordó concederle una segunda medalla; los amigos de Romero de Torres que supieron el fallo antes de que se publicara felicitaron al pintor cordobés por su triunfo, porque un triunfo era lograr tal recompensa en el primer concurso en que tomaba parte, pero sucedió lo que ocurre frecuentemente; pusiéronse en juego grandes influencias á favor de determinados artistas; había necesidad de adjudicar una segunda medalla á uno de ellos y todas estaban ya distribuidas. ¿Qué hacer en tal caso? iBah! muy sencillo; quitársela al que tuviera menos recomendaciones. Ese fue Rafael Romero, quien, por arte mágico, vió convertida su recompensa en una de tercer orden. Esta injusticia prodújole una impresión indescriptible; disipó sus ilusiones, mató sus esperanzas y por qué no decirlo? le costó la vida. Puede afirmarse que desde entonces el pintor cordobés no volvió á coger los pinceles con gusto y solo trabajó lo indispensable para subvenir modestamente á las necesidades de la vida. Uniéronsele á la decepción indicada desengaños en otros órdenes, terribles desgracias de familia, un cúmulo tal de infortunios que acabó por rendirle, por doblegarle, por inferirle una herida mortal, primero en su espiritu, después en su cuerpo. Romero de Torres quiso resistir heróicamente los embates de la adversidad, pero no pudo. Unicamente logró conservar hasta los últimos instantes de la vida su ingenio, su gracia, las dotes que le dieron gran popularidad y le proporcionaron las simpatías de todos, el cariño de muchos. En cierta ocasión el autor de estas líneas fue con él á Sevilla en un tren botijo. A poco de llegar á la ciudad de la Giralda un amigo de ambos nos presentó á un enamorado delas Bellas Artes, poseedor de una gran fortuna, que tenía sumo interés en conocer á Rafael Romero. Viejo alegre, amigo de la diversión y de la broma, encantóle el carácter del joven pintor y pronto organizó en su obsequio una juerga deliciosa. Fuimos á dar con nuestros huesos en la famosa Venta de Eritaña y allí Rafael Romero hizo gala de sus múltiples habilidades, derrochó el buen humor, demostró lo que era, un verdadero artista, encantando á nuestro esplendido anfitrión. Al amanecer regresamos á la ciudad, satisfechísimos de la gira. Romero y yo nos dirijimos, para descansar, á la casa de unos parientes suyos. Estos nos recibieron con estrañeza, exclamando: ¡Todavía están ustedes aquí! ¿Pero no se marchaban anoche? Sí, les conteste yo; teníamos el propósito de habernos marchado, pero perdimos el tren. Y lo hemos estado buscando hasta ahora, agregó Rafael Romero con su tranquilidad característica. Las tres obras principales del malogrado pintor cordobés constituyen un hermoso poema; el del infortunio, el de la desgracia que fue el poema de su vida. Representa una de ellas al obrero que vuelve á su hogar sin haber encontrado trabajo, triste y meditabundo; el hijo hambriento le pide pan; la esposa le contempla queriendo inútilmente ocultar sus lágrimas; el pequeñuelo le tiende los brazos, alegre, sonriente, sin comprender el drama sombrío que se desarrolla á su alrededor. En otro cuadro ese obrero se aleja de la madre patria que le abandona para buscar el sustento en países remotos. Sobre la cubierta del barco se agrupan los emigrantes, montón informe de carne humana envuelta en harapos que la sociedad arroja lejos, temerosa de que le contamine su miseria. En el tercer lienzo está el desenlace de la tragedia; el pobre obrero encontró, al fin, trabajo y si antes por falta de él moría ahora el trabajo le ha producido también la muerte. Por una imprevisión, por un descuido, por un accidente cualquiera, cayó del andamio y fue á estrellarse contra las piedras de la calle. Allí está el cuerpo inerte, en un admirable escorzo, rodeado del sacerdote y sus acompañantes que han acudido para administrarle los últimos Sacramentos. Estás obras, pobres de colorido según los inteligentes pero maravillosas en cuanto al dibujo impresionan y, hablan al alma, lo cual no consiguen las producciones modernistas en boga que nada dicen, aunque según sus autores, tengan un simbolismo, pues es tan difícil de descifrar como los geroglíficos [sic] de la escritura primitiva. Muertas sus ilusiones, deshecho su hogar, agobiado por toda clase de sufrimientos, una terrible enfermedad moral y una cruel dolencia física se apoderaron de él y le rindieron en plena juventud, tras lucha tenaz y desesperada. Allá en la alegre casita de sur padres, llena de sol y de flores, en el mismo lugar donde se meciera su cuna, pasó los últimos días de su desventurada existencia, en un principio acariciando proyectos para realizarlos cuando recobrara la salud, después, convencido de que su fin se aproximaba, ya distraido con entretenimientos infantiles, ya abismado en la lectura de libros piadosos y siempre resignado con su fatal destino. La lucha cesó al fin, en este mísero campo de batalla que llamamos mundo había un cadáver más, saeteado por la envidia y por las malas pasiones. Manos cariñosas envolviéronlo en un burdo sayal de religioso, vestidura digna de quien fue un mártir, y una tarde, llena de tristezas y melancolías, varios amigos le acompañamos hasta el cementerio. El lúgubre ruido que produce la tierra al caer sobre el ataúd crispó mis nervios, prodújome un espantoso calofrío y me hizo despertar á la realidad cruel y aterradora. Acababa de perder á uno de los seres con quienes me ligaban más estrechos lazos; á mi mejor, á mi único amigo. Acaso esta nota desentone entre todas las que constituyen el presente libro; ¡como que está escrita con las hieles que rebosan de mi alma! Pero yo no podía prescindir de consagrar aquí un recuerdo al artista más cordobés y al cordobés más artista de los tiempos actuales. Y si al lector no le agrada el epílogo de esta obra perdóneme, teniendo en cuenta que sólo es un desahogo de mi corazón, como dijo de su "Canto á Teresa" el insigne autor de El Diablo Mundo. |
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