"El Directo"

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Córdoba... hace medio siglo.

Mi padre era cazador, de aquellos de zurrón, pantalón de pana remendado y de cartuchos reciclados en casa. Salía los domingos de invierno antes del amanecer a tomar el tren para ir de caza, no muy lejos, con sus compañeros de escopeta. Alguna vez me llevaba con él. Veo, como si ahora fuera entonces, el trayecto desde la Huerta de la Reina hasta la estación, bajo el triste resplandor del alumbrado de la carretera del Brillante, unas pocas luces reflejadas toscamente en el suelo encharcado de aquellos lluviosos inviernos. Siento, al recordar todo aquello, el estremecimiento que me producía el brillo opaco de los abultados y pulidos adoquines mojados de la noche en la subida del viaducto a la que yo veía, a la sazón, como el lomo escamoso de un colosal lagarto yacente. También veo desde lo alto del puente, sobre las vías, las luces de la estación brillando a lo lejos y cómo no, a la bajada, la mole negra del entonces ya inservible fielato, lejanías en la noche y presencias cercanas unidas para siempre en mi recuerdo al triste silencio que nos envolvía; un silencio que parecía crecer con el monótono gemido y tintineo de los arreos de caza que balanceaban los pasos de mi padre.

Una madrugada de aquellas, en la tenue claridad de la noche aún viva, frente al galpón del fielato,en los Llanos del Pretorio, vimos un bulto agitarse en medio de la gran anchura que tenía allí la calzada. Parecía un hombre. Sí, sí; era un hombre. Un hombre que se movía en una extraña forma de danza; una danza serena, aunque..., no; no había baile: era un hombre toreando.

Nuestro acercamiento y nuestras pupilas dilatadas por la atención a aquella sombra, desvelaron los contornos de la aparición: difuminado entre la fría y densa penumbra, un hombrecillo enjuto, macilento y astroso manteniendo a duras penas el equilibrio, citaba a un toro imaginario.

-¡Eh, eh!- provocaba al animal una y otra vez con un quejido de alma rota. Y el toro invisible seguramente embestía, porque nuestro hombre intentaba los pasos de danza torera de acuerdo con la arremetida de aquella porción de espacio vacío. No debí sentir ante aquel fantasma otra cosa que sorpresa, curiosidad y risa. Tampoco podría decir qué impresiones eran las de mi padre en aquel momento; lo que sí recuerdo es que sólo se oía el fragor de la vana briega de aquel lidiador solitario sin muleta.

Nos marchamos a nuestra cita con el tren, y a una cierta distancia de lo que había sido para nosotros durante unos momentos el centro del Mundo, mi padre me dijo tristemente antes de que yo le preguntara: es el Directo, un pobre borracho; lo he visto otras veces.

Un rato después, en la breve y animada reunión previa a la salida del tren que los cazadores celebraban desde tiempo inmemorial en la cantina de la estación, dentro de aquel denso y cálido ambiente colmado de olor a cuero macerado de cananas y zurrones, de humo de tabaco, de aromas de café y de hedor de perros cautivos, tuve la ocasión de saber que aquel diestro sin muleta era un hombre que gozaba de cierta celebridad entre los presentes y que su ocupación conocida era la de consumir notables cantidades de vino a lo largo de su jornada. Asimismo, me pareció entender que el celebrado personaje sufría una extraña enfermedad crónica que le hacía transmutarse en figura del toreo al concluir su tarea cotidiana, cosa que se producía un poco antes de la madrugada, cuando las tabernas cerraban sus puertas.

Años después, rememorando aquella escena con mi padre, comprendí el porqué de su simpatía y comprensión hacia aquel individuo. Hoy, al recordar aquella figura insignificante de solemnidad, quiero colocarla en el sitio que corresponde a un emisario de la verdad.

Aquel hombrecillo, loco de vino y de su yo, no hacía sino predicar su fe. Dios de sí mismo y de la nada, disfrazaba su mansedumbre y miseria con la temeridad, el arrojo y la gallardía que, seguramente desde su juventud, venía copiando de los toreros famosos de entonces...; y él era un torero, ¡digo!; el torero más grande que jamás pisó una plaza. Y era verdad, no engañaba a nadie; en ese aspecto era, con toda seguridad, tan honesto como torero. Allí estaba él aquella madrugada, bajo el firmamento estrellado, a las seis de la tarde, en los medios de una plaza luminosa y multicolor abarrotada de bellezas, famosos y entendidos que jaleaban su meritoria faena. Sus luces, el terno estaba empapado en sangre; el noble animal cedía entregado a su galante engaño, y la Gloria..., bajaba a envolverlo para elevarlo después a la Eternidad. No había fraude, todo eso estaba allí y si nosotros no lo advertíamos era porque en nuestra simpleza, quedábamos muy lejos de la plaza; muy lejos, por eso él no nos veía.

Ese era "El Directo" y no sé si algo más: el primer califa torero del amanecer; un trágico y estético personaje cordobés tan miserable como auténtico. Dudo que alguien lo recuerde. El Directo, después de algunos años, desapareció de sus ruedos sin dejar memoria alguna de su infortunio. Pero yo no lo olvido, y aunque lo llevo dormido, cada vez que entre lo presente un héroe trasnochado como ese surge ante mí, evoco -conectado a la memoria de mi padre- a aquel pobre borracho toreando sólo, en una fría, triste y oscura madrugada de invierno.

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