Afilador

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Rueda de afilador
Afilador

Era un oficio callejero en recinto urbano que tenía por objetivo vaciar todo clase útiles de corte, en temporadas de lluvia reparaban igualmente paraguas.

Su instrumento de trabajo era como un carrito con una rueda grande o tarazana que servía para dar movimiento a una piedra redonda de esmeril –llamada por algunos de agua- que era la base del trabajo del afilado. También se utilizaba dicha rueda para desplazar de un lugar a otro el artilugio o banco de trabajo. El recorrido de la rueda se producía mediante un pedal de tableta que el afilador daba movimiento con la pierna derecha produciendo un impulso de mayor o menor velocidad. Esta herramienta de trabajo estuvo en uso hasta la década de los 60 del siglo XX, a partir de esa fecha se desplazo el movimiento de la piedra de afilar mediante la rueda de una bicicleta y más tarde por la de una moto que servía como correa de transmisión.

El afilador llamaba la atención de su clientela con una cancioncilla acompañada por un instrumento metálico que no era una flauta, aunque así se le denomina como propia de este oficio. Era un aparato musical de viento no un pito, que producía un silbido al soplar sobre él, el sonido iba haciéndose agudo y de pronto con el movimiento de la mano sobre la flauta se deslizaba por los labios y cambiaba a tonos graves o viceversa de una forma completamente seguida. La composición musical no conocía cambio, simplemente se reproducía una y otra vez con el mismo soniquete, entre toques o pausas más o menos largos, el afilador continuaba con la canción que daba ritmo y melodía agradable según la voz de la persona que la entonaba.

La letrilla de la melodía era la siguiente:

-Niñas e "afilaoooooor" , se afila "to" lo que pueda cortar, navajas, tijeras, cuchillos de mesa y de "pescao" ……niñas que llega el "afilaooooor". Así continuaba con el sonique de flauta y canción hasta que alguna vecina lo llamaba entregándole algún utensilio para afilar.



No podía decirse que aquello era un pregón. Era un sonido, una música, una templanza. Aquella flauta recortada, que clausuraba sus tonos en un corte agudo y seco, tenía una clara simbología para todos.
A veces si se acompañaba por una titulación:
¡Afilaor! ¡Niñas el afilaor!
Y aquel hombre, al que sin saber por qué todos atribuíamos una ascendencia gallega, desplazaba un artefacto, como una bicicleta de una sola rueda sobre la que montaba la piedra de amolar.
A los niños nos cautivaban las chispas luminosas que salían de las tijeras, cuchillos o navajas en su roce con el asperón con un estridente sonido, algo que en nuestro mundo onírico también asociábamos a aquella silueta venida de Galicia que llenaba con su flauta el aire primaveral.


Dos reales por instrumento afilado eran los honorarios de aquel menestral artesano de fuego y flauta, que probaba la eficacia de su trabajo dando un limpio corte a un entramado informe de sucias bayetas que le servían de testigo.¡Afilaor! ¡Niñas el afilaor!
Y las “niñas” que bordaban en la mañana de primavera las iniciales de sus sábanas de novia o el raso sin marchitar de su futuro, salían prestas a afilar sus tijeras de cortar el hilo de su labor, el ingenuo sello de una propiedad que usarían tras el altar de sus sueños. Pero para muchos el afilaor será siempre una música, el inicio de una danza nunca ejecutada que crepitó en nuestros mañanas pobladas por los pájaros de primavera.

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