Apariciones, duendes y fantasmas (Notas cordobesas)
En estos días en que la Iglesia conmemora a los difuntos y la gente visita los cementerios y asiste a las representaciones del fantástico drama Don Juan Tenorio, las viejas entretienen a los chiquillos narrándoles cuentos de aparecidos, duendes o fantasmas, ya recogidos de la tradición popular, ya producto de la fantasía de la narradora. No es Córdoba de las poblaciones que poseen escaso número de leyendas de este género, cuyas aventuras la credulidad del pueblo considera hechos reales, ni tampoco fue de las menos favorecidas en tiempos remotos por la presencia de esos seres extraños a los que se da el nombre de fantasmas o almas del otro mundo y que, cuando no son hijos de la imaginación o del buen humor de algún bromista, resultan truhanes grotescamente disfrazados, con no muy buen fin casi siempre. La conocida leyenda, popular en otras ciudades, de la mujer curiosa que pasaba las noches asomada a una ventana y, en la madrugada del día de los Difuntos vió pasar una extraña procesión, a uno de cuyos concurrentes pidió el cirio que llevaba, el cual, en el momento de cogerlo la mujer referida, se convirtió en la canilla de un esqueleto, también figura en el arsenal de las tradiciones cordobesas. Dícese que el hecho ocurrió en la calle de la Pierna y que para perpetuarlo fué colocada en el muro de la casa donde la hembra curiosa vivía, una pierna de piedra, perteneciente sin duda a una escultura fracturada, que dió nombre a la calle y ha permanecido allí hasta hace pocos arios. Leyenda parecida a la anterior es la de la calle de Abraza Mozas, hoy Valdés Leal; asegúrase que un joven calavera, seductor incorregible, perseguidor de todas las mujeres, encontró a una hermosísima, a media noche, en la mencionada calle. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo abalanzóse sobre ella y la abrazó fuertemente, convirtiéndose en el acto la encantadora joven en un horrible esqueleto. El Tenorio, arrepentido de su conducta, se retiró del mundo e ingresó en una orden religiosa. Poética y no menos fantástica que las dos precedentes es la tradición del Pozo de las vírgenes, al que se arrojaron las monjas del convento de Cuteclara, situado en el campo de la Victoria, para evitar la sumisión al yugo mahometano. Destruido el convento, quedó el pozo al descubierto durante muchos años y, según el pueblo, todas las noches, al sonar las doce, salían de aquél las religiosas envueltas en largas túnicas blancas, simulaban una especie de danza, cogidas de las manos, alrededor del brocal y volvían a hundirse en el pozo. A mediados del siglo último, cuando había más sencillez y más ignorancia en la gente que ahora, con extraordinaria frecuencia aparecían duendes y fantasmas en nuestra población, constituyendo el tema de todas las conversaciones. Resultaron famosos, por lo mucho que se habló de ellos, un fantasma que recorría las Siete Revueltas de Santiago, otro que tenía el campo de sus operaciones en el Compás de San Agustín y un tercero que surgía en la Cuesta de Peramato. Además, un duende notable por algo debió haber en cierto horno, puesto que dió nombre no sólo a éste sino a la calle en que se hallaba la tahona y otro en una casa de la calle de Almonas, hoy de Gutiérrez de los Ríos, conocida por la casa del Duende. Descubriremos a nuestros lectores el misterio que envolvía a tres de estas fantásticas apariciones, dos de ellas las que más ruido produjeron sin disputa. Allá por el año 1840, un terror indescriptible se apoderaba de los vecinos de la puerta de Osario y sus contornos, apenas se aproximaba la media noche. Infundíaselo nada menos que la Ternerilla descabezada, un verdadero monstruo, un aborto del Infierno, una res sin cabeza que, despidiendo fuego y sonando un enorme cencerro, salía del caño de la calle de este nombre y recorría todas las inmediatas y parte del campo de la Merced. Huelga consignar que antes de que se presentara el terrible fantasma todas las puertas del barrio eran cerradas a piedra y lodo; serenos y empleados de consumos desaparecían como si se los hubiera tragado la tierra y, al oir el cencerro, el hombre de más valor temblaba como un azogado. Pues bien; la Ternerilla descabezada era un truhán que se envolvía la cabeza en un pedazo de una corambre con dos agujeros delante de los ojos, para poder ver y un candil encendido en cada una de las puntas del pellejo. Con esta máscara y tocando un cencerro corría por los lugares citados para sembrar el pánico entre consumeros, transeuntes y vecinos curiosos, a fin de que dejaran a una cuadrilla de matuteros introducir tranquilamente grandes partidas de aceite y alcohol en una taberna de la calle del Caño. Algunos años después, en la Torre de la Malmurta, de fatídica memoria, veíase todas las madrugadas una luz y se oían extraños ruidos. Como dicha torre estaba deshabitada, pronto llamaron la atención de los vecinos observadores la luz y los ruídos, inventáronse mil extravagantes historias y todo el mundo convino en que allí había un duende. El duende era un mendigo, conocido por Cortijo al hombro, porque iba cargado de trapos viejos, los cuales vendía para fregar los suelos, que, falto de albergue, se refugiaba en aquellas alturas. Encendía un farolillo mientras cenaba con los mendrugos que había recogido durante el día y luego echábase a dormir a pierna suelta. Cortijo al hombro, cuyo invariable pregón "¡Quién me merca un cubertoncillo viejo pa fregar el suelo!" quizá recuerden todavía algunos de nuestros lectores, roncaba como un descosido y esos eran los ruidos de ultratumba, o poco menos, que alarmaban a las personas sencillas. Mucho después de estos casos registróse otro que tiene verdadera gracia. Un periódico local denunció la aparición de un fantasma, como es de suponer a las altas horas de la noche, en los alrededores de la Catedral. Nadie le hizo caso porque ni la época era ya apropósito para esas apariciones ni había quien dijera que la hubiese visto. A los pocos días el periódico aludido insistió en su denuncia, afirmando que, si no era un fantasma, un individuo sospechoso rondaba todas las noches por el paraje antedicho, produciendo la alarma del vecindario. El Gobernador, al leer el suelto, ordenó a sus agentes que realizaran las diligencias oportunas para saber de qué se trataba. Varios individuos del cuerpo de Vigilancia ocultáronse en los alrededores de la Mezquita y, efectivamente, en las primeras horas de la madrugada, vieron aparecer un hombre que procuraba, al andar, no producir ruído y trataba de ocultarse en la sombra. Cuando lo tuvieron cerca abalanzáronse sobre él y vieron, con la natural sorpresa... ¡que era una autoridad de Córdoba!. Aquellas excursiones nocturnas, como las de la mayoría de las fantasmas, eran motivadas por aventuras amorosas. Aunque los tiempos han cambiado radicalmente y ya escasísimas personas creen en duendes ni apariciones semejantes, todavía, de vez en cuando, surge en los barrios más apartados del centro de la población un fantasma que sólo consigue amedrentar a los chiquillos y hacer más público lo que por este anticuado sistema pretende que quede en el mayor secreto. Pero si los fantasmas han desaparecido o están a punto de desaparecer, no sucede lo mismo con lo que respecta a los asombros, a la presencia de las almas de los muertos y otras supersticiones. Pruebanlo los dos casos siguientes, con los que terminaremos estas notas: En la calle del Arroyo de San Rafael hay una casa, denominada de la Fuente, que formó parte del convento de Santa María de Gracia. Los vecinos de dicha casa, lo mismo los actuales que todos los anteriores, apesar de que nada extraño han visto ni oído, no entran jamás en el corral donde está el pozo después de las doce de la noche, porque un miedo espantoso, que ellos mismos no se explican, se lo impide. Y aseguran que cuando han intentado entrar con luz ésta se les ha apagado súbitamente y agregan, nadie sabe con qué fundamento, que todo eso ocurre porque dentro de aquella casa hay un tesoro. En la capilla de la iglesia parroquial de Santa Marina, donde estuvieron depositados los cadáveres de las víctimas de la aterradora tragedia realizada por el Conde de Priego arde constantemente una lámpara. Pues bien, el vecindario de aquel populoso barrio y muchas personas que no habitan en él juran y perjuran que, si alguna vez se apaga la lámpara porque al encargado de ella se le haya olvidado echarle aceite, se oyen lúgubres lamentos y extraños ruidos, capaces de poner a un calvo los pelos de punta. </div> |
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- Aromeo (Discusión |contribuciones) [1]