Cabra -1 (Rincones de Córdoba con encanto)
Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003) [1]
Cabra / Un recibidor esplendoroso
Tras salvar por el puente Junquillo el río de su nombre, Cabra recibe al viajero con un espacio fascinante y monumental, formado por la conjunción de dos plazas: a la izquierda se extiende la Plaza Vieja, dominada por sus edificios de ladrillo, mientras que a la derecha remonta la suave, colina la plaza de los Condes de Cabra, en la que testimonian pasados esplendores el castillo medieval y la parroquia mayor, erigida sobre una mezquita.
Pero habrá que poner un poco de orden en las sensaciones que asaltan al viajero. Lo primero que llama su atención es el palmeral que crece en la falda de la parroquia mayor, entre cuyos penachos juega la torre al escondite. Esta primavera los jardineros municipales han plantado una alfombra de petunias y gitanillas en la ladera. Despierta curiosidad la reproducción de la famosa espada Tizona, en un pedestal con esta leyenda: “Por su gesta ante este castillo moros y cristianos llamaron Cid Campeador a Rodrigo Díaz de Vivar”.
A la derecha del palmeral domina el conjunto la poderosa torre del homenaje del antiguo castillo de origen musulmán, que evoca los tiempos en que Cabra fue cabecera de cora. Legendarias crónicas sitúan en esta fortaleza, citada en el Cantar del Mío Cid, el nacimiento del futuro rey Enrique II, hijo de Alfonso XI –que la reedificó– y Leonor de Guzmán. A partir del siglo XV los Condes de Cabra lo transformaron en palacio, época de la que conserva un suntuoso salón mudéjar de resonancias nazaríes.
El castillo palacio fue más tarde convento de los Capuchinos –cuya iglesia conserva en el retablo mayor un soberbio lienzo de Valdés Leal que representa a San Francisco ofreciendo las reglas de la Porciúncula– y hoy es colegio de las Escolapias, cuyos alumnos llenan la cuesta de algarabía infantil al salir de clase.
Una verja de hierro rematada por escudo permite ver desde el exterior el patio del colegio. Junto a ella, en un rincón discreto, un afilado ciprés protege la cruz de los caídos, flanqueada, ay, por dos lápidas negras llenas de nombres. Al lado se abre el convento de las Franciscanas, que quienes lo han visto comparan con un bello palacio evocador de Las mil y una noches. El escritor José Manuel Ballesteros descubre su secreto: “Un padre lo hizo construir para su hijo, que se casó con una condesa. Pero el hijo murió joven...”
Es agradable perderse en el entorno de la parroquia de la Asunción y Ángeles, corazón de la Villa, donde las casas brillan de cal y limpieza. La angosta calleja Esparragosa, de blancos arcos y truncados cipreses, asoma al viajero al antiguo adarve, balcón sobre las huertas cercanas y el barrio de San Juan. En la placita dedicada a Rubén Darío, “príncipe del verso castellano”, como reza un medallón, las reconstruidas almenas del antiguo recinto amurallado parecen un decorado dispuesto para representar un drama histórico. Su austeridad medieval contrasta con el recargado barroquismo de la portada lateral de la parroquia, flanqueada por salomónicas columnas y estípites. El viajero no debe perderse el espectáculo interior que ofrece este templo mayor, que, aunque de origen medieval, fue reformado en los siglos XVII y XVIII, con sus cinco naves separadas por arcos peraltados sustentados por 44 columnas de mármol rojo, que evocan el ambiente de una mezquita.
La calle Mayor desciende a un lado de la ajardinada rampa para devolver al punto de partida. Tras cruzar la extemporánea cinta de asfalto el viajero llega a la Plaza Vieja. Puede tomar asiento en cualquiera de los bancos de piedra que festonean el agradable jardín, con su pavimento de enchinado artístico y su fuente curvilínea con surtidor de mármol, que abre el agua en forma de abanico. Formando esquina con la calle dedicada a José Solís pervive un edificio dieciochesco de rojo ladrillo, con sus plantas altas recorridas por balcones; son bellísimos los que forman esquina. Al lado pervive el antiguo asilo San José, de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, de rasgos regionalistas.
El viajero se puede adentrar en el viejo barrio de San Juan y remontar la cuesta de este nombre, que regala bellas perspectivas de la torre de la Asunción. A un paso está el convento de las Agustinas, cuyas deliciosas bizcotelas acuden a buscar los viajeros golosos. Por no hablar del patio del Círculo de la Amistad, que se conserva casi tal como lo describe Juan Valera en Pepita Jiménez. Etcétera. Y es que abundan los encantos en esta ciudad luminosa, cuyo poso cultural le confiere una distinción señorial y acogedora, que la hace ideal para vivir.
Referencia
- ↑ MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba
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