Crimen del Alto Paso (1856)
Crimen del Alto Paso, escrito por Ramírez de Arellano y que habla del crimen Federico Ferrando propietario lagar del Alto Paso y que vino
I
A contar á mis lectores voy el crimen más horrendo, durante el siglo anterior ocurrido en este pueblo; crimen aun más lamentable porque sus hijos son buenos, si en el valor temerarios en su conducta modelos; más nunca faltan infames, culto á la ambición rindiendo, que por alcanzar sus fines falten á todo respeto.
Lentamente transcurría el año mil ochocientos cincuenta y seis, cuando vino á fijar aquí su asiento, procedente de Valencia y con bastante dinero, una señora viuda con varios hijos solteros y otro casado que estaba encargado del gobierno é intereses de su hacienda, por ser el mayor de aquellos.
Tanto la buena acogida dispensada al forastero, como el clima y lo frondoso de este herniosísimo suelo, á quedarse entre nosotros bien pronto los decidieron. Compraron casa, la obraron, y á la labranza dispuestos, vieron diferentes fincas, y por último adquirieron el lagar del Alto Paso, formando varios proyectos para explotar sus canteras y cultivar con esmero sus frondosos castañar, avellanar y viñedo.
Allí pensaban vivir la mayor parte del tiempo, y á obrar la casa empezaron dándole mejor aspecto. Este continuo gastar dióle fama de opulentos, excitando la codicia de algunos cuantos perversos, entre ellos el capataz y otro miserable obrero, llamado Diego Toribio. Tomando por compañeros á un tal Diego del Rosal, y Juan Carmona, que fueron licenciados de presidio, que buscaron al efecto, y á otro, Cristóbal Hidalgo, juntos formando el intento de secuestrar de improviso á cualquiera de los dueños, que alternaban al cuidado de las obras y el apero.
Era el veintitrés de Julio; descuidado en su aposento don Federico Ferrando estaba apuntes haciendo, cuando se sintió de pronto por la espalda bien sugeto, y que tapaban sus ojos con un tupido pañuelo, sin darle á aquel infeliz para defenderse tiempo. Lo sacaron casi en brazos, sin acudir á sus ruegos los operarios que estaban ó dormidos ó de acuerdo. Lo montaron en un mulo y veloz marcha emprendieron, sin hablar una palabra hasta llegar á un desierto donde viéndolo abatido por el cansancio y el miedo, diéronle una vinagrada y al rato algún alimento; quitáronle allí la venda, y á su vista aparecieron tres hombres desconocidos, que, según la causa, fueron Rosal, Hidalgo y Carmona, los que sin perder momento presentaron á Ferrando pluma, papel y tintero para escribir á su madre unos renglones, diciendo remitiese ocho mil duros que era de su vida el precio. O
tras tres ó cuatro cartas escribir le hicieron luego, sin fechas para enviarlas á la familia del preso, según convenir pudiera á su criminal intento. Al recibir la primera horrible fué el desconsuelo de la madre, los hermanos y la esposa, que temiendo empeorar la situación de don Federico, hicieron por reunir, si no la suma exigida, por lo menos algo que se le acercase, guardando en todo silencio. Dicen que los foragidos, al recibir el dinero, entre los cinco malvados al punto lo repartieron, si bien con lo recibido ninguno quedó contento, empezando á disputar cerca del joven, tan recio, que reconoció la voz de su dependiente, y lleno de gozo, díjole al punto: —¿Al fin haz venido. Diego? ¿Traes la cantidad pedida? ¿Vienes á salvaime? ¿es cierto?
- — Nadie responde á la voz; pero Toribio al momento, lleno de espanto, temblando, le dijo á sus compañeros:
- — Me conoció el señorito, somos perdidos, yo creo que si lo soltamos, pronto vamos á ser descubiertos.
- — Hay que matarlo— añadió Rosal que era el más perverso. A tí te toca, Toribio.
- — Valor para ello no tengo, le contestó
- —y sin embargo otra solución no encuentro.
- Hazlo tú, Rosal.
- —Cobarde! Al fin tendré yo que hacerlo.—
Y sacando la navaja contra el joven indefenso, vilmente lo asesinó de un navajazo tremendo. Entre los cuatro después un hoyo profundo hicieron para enterrar el cadáver que con maleza cubrieron.
El capataz, que digimos complicado en el secuestro, en Alto Paso seguía cual si fuese á todo ageno, y dicen que al enterarse del desenlace funesto, increpó á los otro cuatro con gran corage, añadiendo que si él hubiera sabido la intención de todos ellos, nunca consentido hubiera en ponérseles de acuerdo, y que decidido estaba á descubrir el secreto; y dicen que al otro día se sintió de pronto enfermo del cólera que reinaba en Córdoba en aquel tiempo, no faltando quien lo hiciera victima de algún veneno.
Poniendo fecha á las cartas, nuevas demandas siguieron á la madre de Fernando, que en su inconsolable anhelo mandaba cuanto podía mil sacrificios haciendo. Y no teniendo ya cartas que remitir, consiguieron que el memorialista Ojeda las escribiese, fingiendo la letra del pobre joven, que ya moraba en el cielo. Las autoridades ya llegando á conocimiento de aquel espantoso crimen, principiaron el proceso cuyo desenlace pronto á los lectores diremos.
II
En la taberna frontera á la puerta de Almodóvar, que la gente de aquel tiempo aun la de Lampeche nombra, el dia de Santiago, poco después de la aurora, con una gran azadura se presentó Juan Carmona, dicien do la aderezase, porque con otras personas allí pensaba almorzar siguiendo un rato de broma. Lumpeche, sin perder tiempo, hizo el encargo á su esposa, quien á su vez lo arregló, y cuando llegó la hora todo estaba preparado con buen vino y otras cosas.
Al fin los cuatro vinieron, y entre chistes y chacota, se pusieron á almorzar, cuando uno de ellos con mofa dijo:
- — Vaya, el cocinero pensará que esto se corta con los deos, no hsy cuchillos; voy á llamarlo.
- — No importa: Repuso Rosal sacando la navaja en sangre roja.
Al verla los otros tres, todos con cierta zozobra dijeron:
- -¿Vas á cortar con esa navaja?
- —Toma; pa eso y pa mucho más tengo reaños de sobra; pero en fin, la guardaré, ¡Pos no pareceis tres monjas!— Y reclamó los cuchillos, que al punto trajo una moza.
Con tal motivo emplearon ciertas frases sospechosas, que desde fuera Lumpeche con cierto recelo nota, contribuyendo á aclarar aquella terrible historia.
III
La familia de Fernando recibió, en esto, otra carta, ,pidiendo más cantidad si querían que soltaran al secuestrado, ya muerto. ¡A tanto llegó su infamia!
Ordenaron que el pedido el capataz lo llevara ú otra persona, montando él solo una burra blanca, un pañuelo á la cabeza también blanco, y que llevara encima puesto el sombrero: que principiase su marcha por la puerta de Almodóvar á la alameda llamada del Corregidor, pasando el puente, se encaminara por la carretera y luego se fuera por la de Málaga, hasta el Portichuelo, cerca de la villa de la Rambla, donde pasase la noche, y si no se presentaban á recoger el dinero, que la dirección tomara de Puente Genil; si nadie tampoco allí lo esperaba, que siguiera para Ronda, y así una ruta muy larga.
Ya de acuerdo la familia con la autoridad, encargan de esta importante misión á un hombre de confianza y valor reconocido, que entre otras cosas prepara un melón, para partillo si alguien se le presentaba y sacase del camino, é ir esparciendo las cascaras, que sirviesen de señal á los que detrás marchaban. Puesto en práctica el proyecto siguió la ruta marcada, yendo la Guardia civil siempre á piudente distancia. A la venta del Buey Prieto el encargado llegaba, cuando presentóse Hidalgo mandando que se apartara á un olivar.
Recogió y metió bajo la capa, que apesar de ser verano puesta el bandido llevaba, dos esportillas con cuartos, amenazando con rabia matar á don Federico si el pago no completaban. En esto se oyó una voz que dijo á gritos:
—¡La Guardia!— Era Toribio, que cerca de aquel lugar se encontraba. Hidalgo lo tiró todo emprendiendo veloz marcha: los guardias le hicieron fuego y uno encima se le encaja con el caballo, logrando hacerle caer de cara. Aturdido, tembloroso, creyó su muerte cercana, y confesó que eran seis y que todos cerca estaban. R
egistrando aquellos campos, tendido sobre una manta vieron al pié de un olivo durmiendo un hombre, lo llaman y dijo con candidez:
- —¿Cómo, señores, qué pasa? ¿Hay ladrones por aquí? También dijo, se llamaba Diego del Rosal, vecino de Fernán Núñez, su patria, que acompañó á dos plateros á Puente Genil, y estaba descansando del viaje con aya dos bestias, atadas á otro olivo á pocos pasos: nada le valió, los guardias le ataron bien y siguieron registrando la comarca, prendiendo á Ojeda, Carmona, Toribio y otro que estaba con ellos, y dijo ser Francisco Sánchez, alias la Breva, quien hasta entonces no figuró en dicha caus.
IV
A Córdoba conducidos ingresaron en la cárcel todos negando el haber tomado en el crimen paite. Como estaban separados sin poder comunicarse, se daban de noche aviso en diferentes cantares. A unque inconfesos seguían, sagazmente, dos alcaldes de barrio, Muñoz Jerez y Saldaña, con loable solicitud, consiguieron Toribio los confesase del desgraciado Fernando el asesinato infame, y después Rosal, el sitio donde se enterró el cadáver.
Conocido por el juez providenció en el instante, ir, sin pérdida de tiempo, con los presos á exhumarle. Estos, al verse sacar sobre burros á la calle, y a la puerta de Sevilla emprender lento viaje, sin duda se presumieron llegado su último trance, tanto que Rosal le dijo al escribano:
— Compadre, ¿desdo cuándo aquí á la gente se mata sin confesarse?— D. Juan Manuel del Villar, que era el actuario, afable desvaneció tal idea, y siguieron adelante hasta llegar al arroyo de Valdepuentes; en su margen empezaron á cavar, siguiendo ciertas señales, logrando encontrar el cuerpo, que ya por las iniciales de la ropa y un anillo que le regaló su madre, y que aquellos foragidos no les ocurrió quitarle, identificaban claro, sin temor de equivocarse, á la víctima inocente de aquel delito salvaje. Preguntó entonces el juez:
- — ¿De quién es ese cadáver
- — Y Rosal le contestó sin vacilar ni turbarse:
- —Pues, ustedes lo sabrán cuando vienen á buscarle.
- — Como el acto era muy largo y hubieran de volver tarde, llevaron á prevención pan, vino y algún fiambre.
Puesto el muerto en una caja el juez dispuso llevarle al momento al cementerio de la Salud, donde yace. Irritaba á todos ver cómo aquellos seis infames, miraban la operación tranquilos, sin inmutarse, tanto que al ver la comida no faltó quien preguntase:
- —¿Y á nosotros no nos dan?— haciendo más repugnante el desenfado y cinismo demostrado á cada instante, queriendo dar á entender que ninguno era culpable.
Recusado el juez Caviedes, don José Miguel Henares, que en la derecha ejercía, abrevió todos los trámites, y en juicio oral se vió pronto aquella causa notable, pidiendo la última pena á dos de los criminales, a otros cadena perpetua, y además que presenciasen con argollas, el suplicio de los que digimos antes. Mas la Audiencia de Sevilla los rebajó á que acabasen su existencia en un presidio de donde logró fugarse Rosal, que acabó su vida siempre escondido y errante. Así concluyó la causa, sin que consuelo encontrasen, una desolada esposa y una amantísima madre.
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- Aromeo (Discusión |contribuciones) [1]