El Caño Gordo (Notas cordobesas)
¿Qué cordobés no conoce el Caño gordo? Qué vecino del barrio de la Catedral no fué, en su niñez, a comprar dulces de la arropiera que colocaba su mesilla cerca de la popular fuente, y luego, en la juventud, á obsequiar á alguna moza con el oloroso ramo de jazmines que también formaba parte de la mercancía de aquella pobre vieja? El Caño gordo es una de las notas características de nuestra ciudad, una nota de color, llena de encanto y de poesía. Como nadie ignora, el vulgo denomina de este modo una pequeña fuente,con un caño de diámetro colosal que en tiempos lejanos resultaba insuficiente para dar salida al agua, la cual está adosada á los muros de nuestra incomparable Mezquita, al lado de la capilla de la Virgen de los Faroles. Y no estriba la fama ni la popularidad de esa fuente en la buena calidad de su liquido; el vecindario dice que el agua es basta y siempre ha recomendado á criadas y aguadores que no vayan allí por ella sino al Patio de los Naranjos y que solo llenen los cántaros en el cañito de la oliva. Sin embargo, unas y otros suelen desatender la advertencia y así, en época ya pasada en que abundaban los aguadores, oficio como otros muchos hoy en decadencia, veíase constantemente á varios de ellos, con sus borriquillos, proveyéndose de agua en el mencionado lugar, sin atender las indicaciones de los parroquianos. Y constituían las figuras de un cuadro muy artístico, trasladado al lienzo por muchos pintores y especialmente por uno sevillano y convecino nuestro, don Francisco Ramos, que ha contribuido, con sus preciosas tablitas, á popularizar el Caño gordo y la Virgen de los Faroles, no sólo en toda España sino en el extranjero. Hace algunos años vino á Córdoba y permaneció una temporada entre nosotros un inglés, gran aficionado al manejo de los pinceles, que se extasiaba ante nuestros patios y veía en ellos tesoros de bellezas, de luz y de color. Mas el principal motivo artístico que, según sus manifestaciones, encontró aquí fué ese trozo de los muros de la Basílica en que se hallan el Caño gordo y la Virgen de los Faroles. Alli pasaba horas y horas embebecido en la contemplación de dicho lugar, tomando apuntes é impresiones para trasladarlas al lienzo, pero luego llegaba al estudio y sufría, sufría horriblemente porque no podía realizar sus deseos. ¿Y sabe el lector qué era lo que más le desesperaba? No acertar á pintar un buro negro con el pico rosó como él decía; uno de esos borriquillos de los aguadores. En las primeras horas de la tarde instalaba su puestos junto á la fuente, Rafalica la arropiera. Y era el puesto, en cuestión una verdadera confitería, capaz de hacer la competencia á la de Hoyito. En la mesa diminuta, pintada de color azul, colocados cuidadosamente sobre pedazos de hoja de lata, había dulces de infinitas clases, muchos de ellos hoy desconocidos. Arropías blancas y de clavo, trozos de piñonate, suspiros de canela, bolas de caramelo simulando cerezas con un esparto por cabo, cartuchos de microscópicos anices, sujetos con un arillo de mazapán, cañamones, almendrados, figuritas llenas de licor, barquillos semejando sombreros de canal y otros muchos. En un lado de la mesa el jarrero, lleno de limpias y sudorosas jarras; en otro el azafate de latón pintarrajeado con los ramos de jazmines y el mosquero hecho de tiras de papel multicolores, y en el suelo la macetilla de los altramuces, la de las almezas y el haz del palo dulce. Rafalica sentábase en su establecimiento, orgullosa de él, y aguardaba pacientemente la llegada de su parroquia, que era muy buena, entretenida unas veces haciendo calceta y otras charlando con las comadres ó con Miguelete, aquel famoso cicerone de los visitantes de la Mezquita, que concedía más importancia á la cruz del Cautivo y á la columna de azufre que á la capilla del Mirab y solía decir á los extranjeros que las hojas de la puerta del Perdón son de corcho. A las horas de terminar la clase en las escuelas, una turba de muchachos rodeaba la mesilla y la pobre arropiera necesitaba tener más ojos que Argos para evitar cualquier trastada. Al anochecer los vecinos del barrio convertían en paseo los alrededores de la Catedral y las muchachas, formando grupos, acompañadas de sus novios, acudían al puesto de Rafalica para beber el agua de sus jarras después de haberse endulzado la boca con una arropía ó para comprar los ramos de cabezuelas hechos en relucientes alambres. Y allí se formaban agradables tertulias, en las que era tema de las conversaciones el asunto del día, el último suceso ocurrido en la capital. Uno de los que sirvieron de motivo á más conversaciones y comentarios, por el lugar en que acaeció, fué la tragedia desarrollada en la torre de la Basílica, donde un viajero inglés apellidado Mildleton mató al gitano Antonio Torres Heredia, que le acompañaba para enseñarle los tesoros artísticos de Córdoba. Y eran dignas de oirse las exclamaciones que la narración de tal hecho arrancaba á los descendientes de la raza egipcia. ¡Probetico mío, decía una gitana de rostro bronceado cada vez que se lo recordaban, quién había de decirle que iba á morir lo mismo que las aguilillas, en lo alto de una torre! Como la gente antigua no era aficionada á trasnochar, poco después del toque de ánimas empezaban á desaparecer los corrillos y el vecindario tornaba á sus hogares, á aquellas casas muy limpias, muy ventiladas, en las que se respiraba un ambiente de frescura que trascendía á la calle, perfumado por el albahaca y los jazmines. Hoy tales reuniones han desaparecido; el pueblo no acude al Caño gordo, que apenas echa un hilito de agua, para comprar las clásicas arropías, y en dicho lugar sólo se detiene algún artista enamorado de los bellísimos rincones de Andalucía o la devota que va á rezar una Salve á la Virgen de los Faroles. |
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