El restaurant de Muñoz Collado (Notas cordobesas)

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El restaurant de Muñoz Collado de las Notas Cordobesas de Ricardo de Montis. Fue publicado en Diario de Córdoba el 29 de diciembre de 1918[1]

El restaurant de Muñoz Collado

Un laborioso Industrial, don Antonio Muñoz Collado, instaló en Córdoba el primer establecimiento de comidas y bebidas a que se dió el nombre extranjero de restaurant pera diferenciarlo de los antiguos bodegones.
Hallábase situado en la primera casa da la acera derecha de la calle de la Plata, que fue demolida para abrir la travesía de Sánchez Guerra, y lindaba con la pastelería famosa de que ya hemos hablado. El edificio no reunía condiciones para el objeto a que se le destinaba, pues era relativamente pequeño, eran dependencias carecían de luz y ventilación y no había dos q tuvieran el mismo nivel.' Abundaban, por tanto, los escalones, con grave peligro para los beodos, que tenía que hacer allí más equilibrios que un funambulista. Antonio Muñoz procuró sacar todo el partido posible del escaso terreno que disponía, subdividiendo las habitaciones con mampara, y ofrecer el mayor número de comodidades a los parroquianos.
Merced a la realización de su propósito, a las simpatías que gozaba por su excelente carácter y por el esmerado servicio del que disponía, el Restaurante de la Calle de la Plata, como así lo conocía el público, agarró una extraordinaria popularidad, se puso de moda y Muñoz Collado vio acrecentarse su fama y su bolsa rápidamente.
En aquellas casa operábase un fenómeno la perfecta fusión de todas las clases sociales. Lo que no han conseguido los partidos demócratas, lo consiguió el industrial mencionado sin darse cuenta de ello, porque allí se confundía el obrero que "iba a engañar el hambre" con una ración de boquerones y el aristócrata que consumía los manjares más finos. Los días festivos, al anochecer, era casi imposible penetrar en la casa de Antonio Muñoz, pues estaba, por completo, abarrotada de gente que acudía para hacer boca con unas copas de Montilla y unos pájaros fritos mientras llegaba la hora de la comida, o para llevarse un cartucho de pescado que aumentara los platos de la mesa.
Y si grande era la afluencia de público entonces, superábala las noches de Carnaval o de feria. Estas noches el establecimiento mencionado semejaba una enorme colmena y era prodigiosa la actividad que desplegaban los camareros para servir a todo el mundo, bajo la inspección del dueño, que tampoco descansaba un instante dando órdenes, procurando justificar cualquier deficiencia y complacer a sus parroquianos. ¡De cuántas escenas y entrevistas amorosas fueron testigos los muros de aquellos cuartos oscuros y pequeños, que invitaban al misterio, y qué de conversaciones interesantes, en ocasiones hasta comprometedoras, de secretos y de promesas, hubieran podido referir si las paredes hablara, y que oyen, según la frase vulgar.
En aquellas habitaciones se instalaron, provisionalmente, más de una vez, las redacciones de los periódicos satíricos que se publicaban en nuestra capital; en ellas se trató de asuntos muy delicados de política; borráronse antagonismos; se concertaron alianzas; nacieron odios y enemistades y se amañaron muchas elecciones. Tampoco fueron agenas a la aventuras amorosas, pero sobre estas la discreción nos obliga a correr un tupido velo. En cambio vamos a narrar un hecho, quizá el más resonante de los ocurridos en el Restaurant de la calle de la Plata.
Había en Córdoba un gobernador civil cuya desacertada gestión era objeto diariamente de acres censuras en un batallador periódico local.
Una noche, el director del periódico aludido, en unión de un amigo íntimo del autor de estas líneas, cenaba en la galería del piso alto, contigua a la escalera del edificio a que nos estamos refiriendo, porque no había habitación alguna desocupada. Un hijo del gobernador indicado subió en busca de un cuarto donde instalarse; el periodista, cumpliendo las reglas de la cortesía, dirigióle la frase corriente: ¿usted gusta? y el joven contestó con unas palabras tan soeces como obscenas. No las había terminado de pronunciar cuando rodaba, con estrépito, por la escalera, impulsado por un tremendo puntapié que le propinó el director del periódico. Este y su acompañante continuaron la cena como si nada hubiese ocurrido y algunos momentos después acudía el jefe del cuerpo de Vigilancia dispuesto a detener a los dos comensales. No se expresó tampoco el polizonte con la corrección que se debe observar entre personas bien educadas y bajó la escalera del mismo modo que el hijo del gobernador. El periodista comprendió ya la gravedad del caso; rápidamente escribió lo que ocurrían a una de las personalidades políticas más significadas de Córdoba y encargó a un camarero que llevase la carta, volando, a su destino.
Aún no había transcurrido un cuarto de hora cuando fue invadida la casa de Muñoz Collado por una verdadera legión de polizontes. Con toda clase de precauciones y revólver en mano, subieron al lugar en que se hallaban el autor de los anteriores desaguisados y su amigo, intimándoles para que se diesen presos. Ante aquel lujo de fuerzas, dispusiéronse a cumplir el mandato, pero con la condición de habían de ir sueltos. Los agentes de la autoridad accedieron a la exigencia y algunos minutos después salían los periodistas en dirección al Gobierno civil, rodeados de policías, que se regodeaban de gusto con la perspectiva de la paliza que trataba de propinar a los detenidos.
Cuando la comitiva llegó al palacio del Gobierno había en su puerta una lujosa berlina con dos soberbios caballos. Al entrar en el patio del edificios los terribles criminales, bajaba por la escalinata que conducía a las habitaciones de la primera autoridad el político a quien momentos antes había mandado la carta el periodista.
¡Hola amigos!, exclamó estrechando cariñosamente la mano a los detenidos; por ustedes venía yo, porque tenemos que tratar un asunto urgente; conque súbanse en el coche sin pérdida de momento, y usted, dijo luego secamente al Inspector de Vigilancia, suba a ver al gobernador que desea darle unas órdenes.
No es necesario describir, porque el lector se las figurará, la cara que pusieron los esbirros al ver que se le escapaba la presa. Cuando en el Restaurant de la calle de la Plata todo eran comentarios acarea del suceso y la suerte que correrían los protagonistas, volvieron a aparecer estos, en unión de si padrino, para celebrar con unas libaciones el satisfactorio resultado de lo que muchos temían que acabara en tragedia.
Antonio Muñoz Collado, cediendo a las excitaciones de algunos de sus amigos, afilióse en un partido político y, en unas elecciones, fué designado concejal del Ayuntamiento de Córdoba. Los deberes que le imponía el nuevo cargo le obligaron a desatender su establecimiento; los adversarios políticos del laborioso industrial abandonaron la casa de éste y la importancia del Restaurant de la calle de la Plata empezó a decaer rápidamente, hasta que Antonio Muñoz tuvo que traspasarlo y abandonar, con amargura su pueblo natal para buscar ea otro los medios de subsistencia que aquí ya le faltaban[2]
Poco después cerraba sus puertas, para no volver a abrirlas, uno de los establecimientos más populares de esta capital, que sucedió a otro, también de mucho nombre en la época, la taberna de Simón, sin que de él quede ya más que el recuerdo en la memoria de los cordobeses que peinan canas, pues la piqueta demoledora del progreso destruyó hasta los cimientos de aquel edificio para abrir una vía cuya urbanización acaso no verán terminada tas generaciones presentes.

Referencias

  1. Diario de Córdoba de comercio, industria, administración, noticias y avisos : Año LXIX Número 21388 - 29 Diciembre 1918
  2. En 1898 se anuncia en el Diario de Córdoba con la apertura de un nuevo establecimiento de casa de Huéspedes en SevillaDiario de Córdoba de comercio, industria, administración, noticias y avisos : Año XLIX Número 14108 - 1898 junio 2

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