Guadalcázar (Rincones de Córdoba con encanto)
Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003) [1]
Guadalcázar / La torre resucitada
Rebasadas los alomados campos cerealistas, surge la villa en el reposo de un suave declive, con sus casas docilmente extendidas a los pies de la rojiza torre desmochada, la Torre Mocha, reliquia y testimonio de remotos esplendores, cuando el primer marqués de Guadalcázar hizo del lugar su pequeño Versalles.
La carretera se transmuta en calle y enseguida el viajero, si se deja llevar por la moderada pendiente, se encuentra en el corazón urbano, la plaza de España, ante la que despunta una afiligranada cruz de hierro sustentada por columna. En mitad de la plaza acaba de surgir un sobrio monumento dedicado a María Isidra Quintina Guzmán y de la Cerda, marquesa de Guadalcázar, primera española que se doctoró en Ciencias Humanas y Filosofía y primera académica de la Española, según revela una inscripción. La estatua, labrada por Francisco Valenzuela y sustentada por un cilíndrico pedestal anillado de flores, parece a punto de echar a volar.
Pero lo que atrae la mirada y el interés del viajero es la torre sobreviviente del antiguo palacio, erigido en el primer tercio del siglo XVII por Diego Fernández de Córdoba, primer Marqués de Guadalcázar, tras regresar de América cargado de riquezas, donde había ocupado el alto cargo de virrey, primero en Nueva España y luego en Perú. Los historiadores del arte ayudan a imaginar cómo pudo ser aquel palacio que se enseñoreaba del paisaje campiñés y que uno de los marqueses posteriores desmontó para trasladar las riquezas que contenía a su residencia madrileña. “Debió formar un bloque alargado con una torre en cada uno de sus extremos –asegura el profesor Rivas Carmona–, quedando de una de ellas sólo el basamento, mientras que la otra aún se alza completa, pero sin cubierta”. La torre, de planta cuadrada, conjuga el rojo ladrillo de sus paramentos con la piedra clara de pilastras, impostas y marcos, lenguaje que recuerda la arquitectura madrileña de los Austrias.
No hace muchos años la torre era una ruina moribunda en medio de un baldío donde pastaba el ganado, pero una paciente y oportuna restauración respaldada por la Diputación le ha devuelto su antigua prestancia y ha restañado las heridas causadas por siglos de incuria y abandono. Guadalcázar recuperó así el monumento que más la identifica.
Sobre la puerta de acceso un rótulo indica que en su interior se encuentra el museo de Ciencias Naturales. Así que la restauración no sólo ha permitido salvar el monumento, sino también proporcionar al Ayuntamiento un noble edificio destinado a equipamiento cultural. La torre estaba totalmente hueca y su interior era un espacio vacío que el arquitecto restaurador, Arturo Ramírez Laguna, ordenó con imaginación y criterios modernos, logrando así un recinto estructurado en seis plantas; las cuatro últimas las ocupa por ahora el museo, organizado en tres secciones, paleontología, mineralogía y entomología, ejemplar resultado de la colaboración ilusionada de coleccionistas y del tesón de Francisco Estepa, concejal de Cultura.
Al pie de la torre, en lo que fuera jardín del viejo palacio, ha vuelto a surgir un sencillo y agradable parque cuyos bancos invitan a tomar asiento para contemplar de cerca la Torre Mocha e imaginar la regalada vida de la nobleza. Frente a los jóvenes plátanos de sombra elevan sus copas colosales dos centenarios árboles brachichiton, que pertenecieron al primitivo jardín palaciego. En el ángulo opuesto a la torre ha surgido un conjunto homogéneo de casas, respetuoso con el entorno, cuyas fachadas combinan el ocre claro y el rojo almagra. Las palomas se disputan los huecos y mechinales de unos restos que perviven al pie de la torre como una romántica ruina.
En inmediata vecindad con la torre se halla la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Gracia, en la que se venera a la patrona de la villa, la Virgen de la Caridad, pequeña imagen que se remonta al siglo XV. El austero aspecto exterior e interior que ofrece el templo, consecuencia de las reformas sufridas a lo largo de los siglos, no revela su antigüedad, pues data de la misma época del palacio y fue sufragado por Luis Fernández de Córdoba, acomodado clérigo, hijo del señor de Guadalcázar, por entonces arzobispo de Sevilla. En una de las reformas la primitiva fachada manierista fue reemplazada por un sobrio paramento encalado en el que se abre la puerta principal con marco de ladrillo; un reloj corona el hastial y a su lado se alza la modesta espadaña. La escalonada calle Celedonio Villa regala una buena perspectiva de la iglesia y de la torre palaciega, que emerge junto a ella.
A la izquierda de la parroquia, buscando su amparo y protección pervive la casona que acogió el convento de religiosas cistercienses establecido en 1620, que medio siglo más tarde se trasladó a Córdoba. Un bello relieve del arcángel San Rafael decora su frontón.
Referencia
- ↑ MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba
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