Hornachuelos (Rincones de Córdoba con encanto)

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Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
[1]


Hornachuelos / Una plaza blanca y verde

En la apartada orilla de las estribaciones serranas, arrullada por el Bembézar, que se remansa al pie del caserío en una presa, surge Hornachuelos, pueblo seductor que regala varios espacios con encanto al viajero ávido de gratas sensaciones.

El primero de ellos sorprende antes de entrar en el casco urbano, cuando la estrecha carretera dibuja una larga pinza –para salvar la depresión del terreno, tapizado de huertos y naranjos, bañados por el arroyo que baja de la Cañá de la Víbora– y surgen erosionados farallones de caliza, que el pueblo denomina Cuevas de las Carretas o del Caño de Hierro –el Cañojierro–, nombre del saludable manantial que surge junto a la curva. Sobre el agreste tajo, que recuerda un acantilado aunque falte el azote de un mar embravecido, se alinean las casas antiguas y modernas, interrumpidas por miradores protegidos por barandillas de hierro. Por la noche, los reflectores pintan un paisaje geológico sobrecogedor y fascinante. Una de las grutas naturales cobija por Navidad el más original y grandioso Belén que puede admirarse en toda la provincia.

El segundo rincón con encanto que Hornachuelos regala es el patio de armas del derruido castillo, que parece el patio de una aseada y modesta casa de vecinos. No tiene pérdida porque guían los topónimos de las propias calles; partiendo del Ayuntamiento, se toma primero Castillo y enseguida se tuerce a la derecha por Patio de Armas, que desemboca en tan mágico espacio, plazuela y patio al mismo tiempo. En la vertiente frontal se aprecian las ruinas de la antigua fortaleza, una maltrecha torre y un paño de la muralla, cuya abandono contrasta con la cuidada blancura de las modestas casas del perímetro. El recinto presenta dos niveles, separados y protegidos por un poyo, que las vecinas embellecen en primavera con floridas macetas. En el plano inferior aún quedan unas casitas adosadas a la muralla, cuya blancura contrasta con el tono terroso de las piedras. Al fondo del patio se encuentra la escalera que baja al aljibe de la fortaleza, protegida por tejado. Si al viajero le seduce la belleza de las cosas sencillas tomará asiento en el poyo para apreciar sin prisa este rincón intemporal, donde vencidas piedras medievales conviven con la sencilla vida cotidiana.

Pero el mayor encanto de Hornachuelos reside en su plaza dedicada a Blas Infante, un acogedor cuadrilátero elevado en el que verdea un bosquecillo de naranjos, que proyectan acogedoras sombras. Lo primero que llama la atención es la iglesia parroquial de Santa María de las Flores, deprimida con respecto al nivel de la plaza, lo que le proporciona aspecto achaparrado; pero eso es una mera apreciación óptica, pues si el viajero desciende la escalinata que salva el desnivel podrá contemplar la fachada en su adecuada proporción y perspectiva; destaca en ella la gótica portada de piedra clara, a la que confiere delicada belleza la moldura conopial flanqueada por pilastrillas helicoidales. Una sencilla verja cierra el pequeño atrio, amenizado por naranjos. A la izquierda de la fachada surge la proporcionada torre, cuyo primer cuerpo ostenta el escudo del obispo que la construyó en 1781, Baltasar de Yusta Navarro, como puede leerse en una inscripción. Por cuatro vanos de medio punto respira el campanario, rematado por una artística cruz de hierro. Si el viajero tiene la suerte de encontrar abierta la parroquia, debe entrar y fijar su atención en las naves del templo medieval, del siglo XIV, que se conservan parcialmente, incorporadas a la cabecera de la iglesia erigida a principios del siglo XVI



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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