Palma del Río (Rincones de Córdoba con encanto)

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Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
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Palma del Río / Bajo la torre de la Asunción

El encanto de Palma se concentra a lo largo de la muralla almohade, que fue construida a finales del siglo XII para defender la villa. Es una muralla de argamasa horadada por mechinales y jalonada de torreones prismáticos. Están orgullosos los palmeños de su muralla, el monumento más antiguo, y por eso la miman, amenizando con jardines la terrosa aridez de los muros.

El recorrido por el perímetro de la muralla puede arrancar en Rioseco, junto al Cerro de la Iglesia, y continuar por la recoleta calle Rosales, con casitas de una planta para no competir con la cerca, embellecida ahora con arriates punteados de color por las lantanas. Una mella en la muralla permite apreciar restos de la antigua alcazaba –que los palmeños llaman, por su forma, “la mesa de San Pedro”– y el imponente perfil lateral de la parroquia mayor de la Asunción.

Una torre ochavada marca el inicio de la parte más vistosa de la fortificación. Llamará la atención del viajero que entre las almenas de la torre despunte la silueta de una modesta espadaña barroca; y es que el interior acogió una ermita mariana. Para explicar su origen asegura una tradición que en 1483 “1.250 moros de a caballo” intentaron asaltar la villa, siendo derrotados con la mitad de hombres por don Luis Portocarrero, primer conde de Palma, que invocó la protección de la Virgen de las Angustias, a cuya mediación se atribuyó la victoria. Aquel episodio dejó también huella en el Arquito Quemado, nombre que se dio a la puerta que en su fallido ataque incendiaron los moros.

Tras dejar atrás un jardín protegido por verja, en el que verdean los setos de mirto y ciprés, el recinto fortificado prosigue a lo largo de la calle de la Muralla. Aquí, franjas de césped amenizadas por adelfas y pequeños cipreses tapizan la base de la cerca, jalonada por cinco torreones. La ordenación urbana de la zona ha cuidado que las casas mantengan una sola planta para no competir con la fortificación; así, la calle del Arquito enmarca un paño de muralla flanqueado por dos torreones que despuntan sobre los tejados, asediados por vencejos que intentan guarecerse en los mechinales. Más adelante, ameniza la muralla la ajardinada plaza de las Angustias, que patentiza, una vez más, el complaciente mimo con que trata Palma sus jardines.

Así llegamos a la plaza de Andalucía, el recibidor de la ciudad, donde se asientan la casa consistorial y otros servicios públicos, lo que motiva incesante ajetreo matinal. Naranjos, adelfas y palmeras –muy frecuentes en Palma, como constante homenaje al árbol que inspira su nombre y figura en su escudo– amenizan el luminoso recinto.

La muralla que venía guiando los pasos del viajero queda aquí oculta por el palacio de los Portocarrero, que se asoma a la plaza a través de una hermosa balconada plateresca. Bajo el balcón pervive la antigua puerta del Sol, de acceso a la alcazaba o ciudadela, un pasadizo que parece ideado para enmarcar la fachada y la torre de la parroquia de la Asunción, construida a lo largo del siglo XVIII. Aquí arranca la calle del Cardenal Portocarrero, a la que le sobra el constante fragor del tráfico. A la derecha, una verja permite apreciar la recuperación del antiguo palacio de los Portocarrero, erigido por los señores de este apellido y Condes de Palma en el siglo XVI sobre la antigua alcazaba, que conserva patios porticados y salones. Félix Moreno de la Cova adquirió un día aquel arruinado edificio con la idea de recuperarlo, y su nieto Enrique inició la transformación de aquel sueño en realidad, con la colaboración de las instituciones.

Frente a la verja, las antiguas caballerizas del palacio acogen hoy el ejemplar museo histórico municipal, con sus secciones de arqueología, bellas artes y etnología. Si el viajero se adentra, por la izquierda, en un espacio ajardinado, verá cómo la muralla almohade reaparece cautiva entre bloques de viviendas, que la han respetado escrupulosamente.

El paseo acaba en la parroquia de la Asunción, que aquí llaman muchos “catedral del Alto Guadalquivir”. Exteriormente lo que más llama la atención es la torre, esbelta y esplendorosa, especialmente sus cuerpos de campanas, decorados con cerámicas vidriadas, que brillan cuando los besa el sol y evocan los modelos ecijanos. A los pies de la torre, la vistosa portada parece un retablo construido en rojo ladrillo, que los alarifes trabajaron con la misma delicadeza que el mármol. Por dentro, la Asunción se muestra blanca y hermosa, con abultadas yeserías decorando las repisas de las tribunas y las pilastras.


Al abandonar la ciudad, y tras cruzar el Guadalquivir por el Puente de Hierro, Palma despide al visitante con el beso blanco de la ermita de su patrona, la Virgen de Belén, que reluce de cal sobre un altozano; será el último encanto que el viajero se lleve prendado en el recuerdo. Ah, un detalle enternecedor: unos pajarillos han instalado su nido en la mismísima corona de la Virgen que, a modo de triunfo, se encarama sobre una columna delante de la ermita.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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