Montilla - 1 (Rincones de Córdoba con encanto)

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Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
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Montilla / De Cervantes a San Juan de Ávila

Entre templos, conventos y bodegas, abundan en Montilla los espacios con encanto histórico, artístico y sentimental.

Uno de los muchos posibles arranca en el paseo de Cervantes, un parque cuidado y acogedor que guarda el eco de las antiguas ferias. Cuando en los años noventa el recinto ferial se trasladó a poniente, el paseo recobró un placentero sosiego que sólo se quiebra las mañanas del Viernes Santo, cuando la imagen de Jesús Nazareno se asoma a esta explanada para bendecir los campos. Como un monumento recordatorio de aquellas ferias pervive la metálica estructura de la caseta del Casino Montillano, que ostenta en la cubierta el año de su construcción, 1922. Frente a ella también pervive el antiguo quiosco de la música, un podio octogonal con balaustrada de hierro fundido fechado en 1904.

En un extremo del paseo central, ante la proporcionada escalinata que conecta el parque con la calle del Coto, los fastos del 92 dejaron una fuente monumental, obra del artista Rafael Rodríguez, que constituye el “homenaje del pueblo de Montilla al encuentro de dos culturas (...) simbolizado en la figura del Inca Garcilaso de la Vega, de sangre española y peruana”, que vivió en Montilla. (Para comprender mejor al Inca y casi respirar el aire que respiró, el viajero deberá asomarse a la casa que habitó entre l561 y 1591, en la calle del Capitán Alonso de Vargas, donde escribió sus celebrados Comentarios reales).

Una verja de hierro separa el paseo del Llano de Palacio, así llamado por el palacio de los Duques de Medinaceli, hoy derrotado por el tiempo y el parcial abandono, que ennobleció el lugar en vecindad con famosas bodegas y almazaras. El llano era un terrizo espacio donde cada feria, por mayo y por julio, las atracciones –caballitos, barquillas, voladoras, las delicias, el carrusel– levantaban su efímero reino de fantasía; hoy descansa de aquel fragor y es un recinto arbolado en el que verdean los plátanos de sombra.

Bajo la noble fachada manierista del viejo palacio se abre el Arco de Santa Clara, una angosta garganta desconsideradamente castigada por el tráfico que, continuamente, lo cruza en ambas direcciones. Está el palacio muy ligado al contiguo convento de Santa Clara, fundado en 1517 por el primer Marqués de Priego, Pedro Fernández de Córdoba para cenobio de Franciscanos, pero al profesar como monja en 1525 su hija María Jesús de Luna, el nuevo convento se dedicó a las Clarisas; y años después ingresaría en él la propia viuda del fundador, la venerable Ana de la Cruz Ponce de León, Condesa de Feria.

Traspasado el arco, un portalón permite asomarse al compás del convento, recoleto patio en el que maravillará al viajero la portada gótico-renacentista de la iglesia conventual, atribuida al primer Hernán Ruiz. Un azulejo efigia en el patio a Nuestro Padre de Familias, milagroso crucificado venerado en el interior del convento, que según la tradición presidió el concilio de Trento. Asombra la concentración de bien conservadas obras artísticas que reúne la iglesia, entre las que sobresale el churrigueresco retablo mayor. La menguada comunidad mantiene el templo hecho un primor y sostiene el obrador de pastelería, que oferta los miércoles –día en que la gente acude para pedirle salud y trabajo a San Pancracio– sus especialidades dulceras. Por dentro, el convento es un museo inédito de arte religioso.

Subiendo por San Luis puede el viajero asomarse a la angosta calle San Juan de Dios, en la que pervive la casa de San Juan de Ávila, centro de espiritualidad en el Siglo de Oro, cuando santos fundadores –como Santa Teresa de Jesús, San Juan de Dios o San Ignacio de Loyola– acudían a pedirle orientación y consejo. “Esta casa sirvió de morada al beato Juan de Ávila y en ella murió el día 10 de mayo de 1569”, afirma la lápida colocada en 1894 sobre la adintelada puerta de la casa “para perpetuo recuerdo de tan preclaro varón conocido por el Apóstol de Andalucía”. El maestro fue canonizado en 1970, y sus restos reposan, dentro de una urna de plata, en la iglesia jesuita de la Encarnación, que atrae, con tal motivo, frecuentes peregrinaciones.

La casa es un venerado oasis de espiritualidad, que desde hace medio siglo viene conservando amorosamente el sacerdote Cristóbal Gómez. El viajero que tenga el privilegio de traspasar su umbral y recorra las recoletas dependencias –el oratorio, el escritorio, el comedor, la cocina, el dormitorio, el patio, con su pozo y su parra– se sentirá flotar en una isla silenciosa, donde las obras artísticas, los muebles, las reliquias, los olores sedimentados y hasta la atmósfera trasladan al místico recogimiento del siglo XVI.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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