Sequías y epidemias (Notas cordobesas)

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Artículo escrito por Ricardo de Montis para sus Notas cordobesas en el año sobre las sequías y epidemias.

Una triste actualidad son hoy para Córdoba las sequías y las epidemias, dos terribles calamidades que han azotado multitud de veces a nuestra población, sembrando en ella el dolor y la ruina.

Desde las épocas más lejanas de que se conservan noticias han sido frecuentes los largos periodos en que, por falta de lluvia, se han agostado nuestros campos, pudiendo observarse, en el transcurso del tiempo, que esos periodos se suceden, cada vez, con más cortos intervalos, a causa, sin duda, de la guerra de que el árbol está siendo víctima, sin que los gobiernos la eviten ni emprendan una campaña de repoblación forestal, tan indispensable como las obras de riego.

La primera y una de las mayores sequías sufridas por esta ciudad de que tenemos datos, se registró a fines del año 1528 y duró hasta Abril de 1529.

Siguieron a esta la de los últimos meses de 1535 y primeros de 1536; la del final del año 1541 y principio del 1542; la de análogo periodo de 1547 a 1548 y las padecidas en 1578, 1737, 1750, 1812,1817, 1824, 1834, 1863, 1868, 1874, 1882 y 1886, que comprendieron todo el invierno y gran parte de la primavera de cada uno de los citados años.

Todas estas sequías, algunas de las cuales duraron muchos meses, produjeron terribles calamidades.

El grano se secaba en los surcos sin fructificar, los fértiles campos de Córdoba semejaban estepas, los ganados morían por falta de alimentación y muchos labradores quedaban sumidos para siempre en la ruina.

La sequía de efectos más desastrosos fué la del 1812, pues coincidió con los estragos producidos en España por la invasión francesa.

En aquel año de triste recordación, llamado el año del hambre, llegó a valer cuatrocientos veinte reales la fanega de trigo y siete reales un pan.

El pueblo cordobés, siempre religioso, recurrió en esas criticas circunstancias a impetrar la misericordia del Altísimo, por mediación de su Arcángel Custodio San Rafael, de la Virgen de la Fuensanta, de las reliquias de los Santos Mártires y de Nuestra Señora de Linares, dedicándoles solemnes cultos y sacando sus imágenes en procesión, con un fervor que imponía y edificaba.

En el tiempo transcurrido del siglo XX la sequía más larga ha sido la del año actual.

No tan frecuentes como esta calamidad. pero de consecuencias mucho más terribles fueron las distintas epidemias que, desde tiempos remotos, asolaron a nuestra sufrida población.

En los siglos XV y XVI la lepra, el espantoso mal de San Lázaro, causaba aquí innumerables victimas, llegando a ser, no ya una epidemia sino una enfermedad endémica, verdadero azote de los cordobeses

En tales épocas hubo necesidad de establecer varios hospitales de leprosos y los caminos de la ciudad hallábanse poblados de chozas, en las que se aislaba a los enfermos para evitar el contagio, poniendo en las puertas de aquellos miserables albergues un cepo y una escudilla para que los caminantes caritativos depositaran en ellos una limosna, unas monedas o unos mendrugos de pan.

En Septiembre de 1804 registráronse algunos casos de fiebre amarilla, la cual se desarrolló con extraordinaria rapidez, sembrando el luto y la desolación en los hogares cordobeses.

Era tal el número de victimas causado por la epidemia, que se consideró imposible seguir inhumando los cadáveres en los templos y hubo necesidad de hacer cuatro cementerios, con carácter provisional, uno en la huerta del convento de San José (San Cayetano), otro en el barrio del Espíritu Santo, otro detrás de la ermita de San Sebastián y otro cerca de la huerta de la Reina, en el haza llamada de Alonso Díaz.

La fiebre amarilla no desapareció en nuestra capital hasta el año 1807.

El cólera, viajero incesante en épocas antiguas, que recorría las cinco partes del mundo, hoy, por suerte, casi recluido en su cuna, a orillas del Ganjes, también visitó en varias ocasiones a nuestra ciudad, cebándose en ella las primeras veces, mostrándose benigno después.

Las primeras noticias que se conservan referentes a la aparición del cólera morbo asiático en Córdoba, son del año 1855. Comenzó en el mes de Noviembre y duró hasta principios de Enero del siguiente año.

Nuevamente fué invadida la ciudad por la peste en Noviembre de 1865, causando enormes daños y extinguiéndose en menos tiempo que la vez anterior.

Y, finalmente, en 1885 también ocurrieron algunas invasiones y defunciones, escasas por fortuna.

Durante el siglo XVIII padecieron los cordobeses, en distintas épocas, la aterradora enfermedad, pero no hay datos de los años en que se desarrolló ni de la importancia que tuvo o no hemos tenido la suerte de encontrarlos.

Las narraciones que hacían nuestros abuelos y las contenidas en algunos curiosos manuscritos referentes a los estragos que causó el cólera en el año 1855 infunden verdadero pavor y contristan el ánimo.

La enfermedad se extendió por todos los barrios, adquiriendo mayor incremento en los de la parte baja de la población; hubo muy pocas familias que no perdieran a algunos de sus individuos y en muchas casas todos los vecinos sufrieron el contagio.

En una llamada de la escalerilla, por tener la puerta en alto y varios escalones para subir a ella, situada en la calle Alta de Santa Ana y que ha permanecido hasta hace poco tiempo sin ser objeto de reforma alguna, fallecieron todas las personas que la habitaban y, por este motivo, permaneció desalquilada y cerrada durante mucho tiempo.

Los cadáveres eran conducidos, a carradas, a los cementerios y como se les inhumaba inmediatamente ¡quien sabe si algunos infelices coléricos serían enterrados vivos, bajo la acción de uno de los colapsos frecuentemente producidos por dicha asoladora enfermedad!

Esta terrible duda está muy justificada, como lo prueba el caso de la Resucitada del Alcázar viejo, mujer a quien depositaron en el cementerio próximo a la huerta de la Reina, en unión de otras víctimas del cólera y, a media noche, despertó del letargo en que se hallaba sumida, abandonó la necrópolis y se presentó en su casa, llenando de asombro a los parientes y amigos reunidos en el velatorio de la supuesta difunta.

Aquellas aterradoras epidemias desaparecieron, creemos que para siempre, pero quedó la viruela que cobra un triste y no pequeño tributo anual a los cordobeses y, hace pocos años, presentóse otra epidemia, el tifus, que nos amenaza con transformarse en endemia.

Todo esto, el desarrollo de la tuberculosis, y el lugar que ocupa nuestra capital en las estadísticas de mortalidad de España demuestra que Córdoba ni tuvo en otros tiempos ni tiene hoy buenas condiciones sanitarias, aunque posea una sierra que es manantial constante de salud.

¿Y cómo ha de tenerlas una ciudad donde los cementerios se hallan casi dentro del casco de la población y uno de ellos precisamente en el punto cardinal de donde proceden los vientos que casi siempre combaten a Córdoba?

Y por si esto no fuera bastante, que ya lo es, tiene, así mismo, el hospital principal en la parte mas baja y rodeado de callejas estrechísimas y tortuosas, llenas de casas habitadas por muchos vecinos; el matadero inmediato a una necrópolis; el mercado público ahogado por los altos edificios que lo rodean; casi unidos a él los depósitos de trastes viejos y las prenderías que constituyen focos de infección peligrosísimos y, para complemento, en los barrios pobres hay todavía bastantes casas sin pozos negros ni otras servidumbres análogas, en las que toda clase de inmundicias y aguas sucias son arrojadas en un profundo barranco abierto en medio del corral.

Todo esto es necesario que desaparezca, si queremos que desaparezcan también las epidemias, las cuales, como hoy son conocidos y están determinados perfectamente por la ciencia los medios de combatirlas y evitarlas, constituyen un baldón para los pueblos cultos.

Una enérgica y constante campaña de higienización se impone en Córdoba y en ella debe consistir, por ahora el único programa de los Ayuntamientos.

Y hasta tanto que esté abastecida de agua abundante la población y cuente con una red completa de alcantarillado, base fundamental para la gran obra que es indispensable acometer, la piqueta demoledora no debe clavarse en un muro que no este ruinoso, para ensanchar o prolongar calles, pues con estas reformas sólo se consigue que Córdoba pierda su carácter típico; que el trranseunte [sic] sufra, con más intensidad que hoy, las molestias del viento frío en invierno y del sol abrasador en verano y que aparezca la urbe llena de solares inmundos y antihigiénicos.

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