Calle Amparo
Situación
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Transporte
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Puntos destacados
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Pequeña calle peatonal que une la calle Caldereros y la calle Pozo de Cueto.
Su nombre alude al antiguo Hospital del Amparo y de la Magdalena.
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Donde fluye la ruta del agua en Rincones de Córdoba con encanto [1]
Entre la antigua Carrera del Puente y la Ribera se han recobrado las olvidadas callejas suburbiales que discurren desde la placita del Amparo hasta la de la Alhóndiga, el antiguo “barrio de los Gitanos”, de manera que donde antes reinaba la desolación y el abandono se ha creado una nueva ruta turística, íntima y evocadora, que tiene por grato leit motif el rumor de los surtidores que jalonan la ruta. Son apenas doscientos metros de paseo en el que es posible reencontrarse con la Córdoba callada que fascinó a Azorín. Un silencio subrayado por el sordo rumor del agua. Vamos. Dejando la calle del Cardenal González penetramos en la mínima placita del Amparo, en cuyo rincón se aprecia la restaurada portada –mera apariencia, sin nada dentro– de la iglesia de Nuestra Señora del Amparo, perteneciente al antiguo hospital de la Lámpara o de San Cristóbal, fundado en el siglo XIII por el gremio de los calceteros. En la fachada pervive un repintado lienzo con la Virgen titular, y sobre el cuadro se alza la graciosa espadaña, ya sin campana. Una fuente de mármol negro con pilar octogonal surge en el centro del pavimento empedrado de cantos rodados, y junto a ella, un banco de fundición invita a sentarse para contemplar sin prisa tan encantador rincón. La angosta calleja de igual nombre, Amparo, nos lleva a otra placita, Pozo de Cueto, en la que llama la atención la blasonada portada de una antigua casa señorial embadurnada de ocre, que contrasta con la franciscana sencillez del entorno. Frente a ella, otros dos bancos de fundición, escoltados por sendos naranjos. No falta la fuente, en este caso delicada reproducción en mármol blanco de una fuentecita romana que se conserva en el Museo Arqueológico. Ahora se inicia la calle de la Cara, “nombre que tomó de un cuadro que hubo en aquel sitio y representaba el Divino Rostro”, según don Teodomiro Ramírez de Arellano. A un primer tramo angosto le sucede un ensanche, en el que surge, como una aparición, la estilizada figura de una ninfa de bronce, que inclina una jofaina sobre su cabeza. En el cilíndrico pedestal, una hermosa cita del poeta cordobés Ibn Suhayd (992-1035): “Maravillado por la belleza de este baño, / el tiempo ha venido a teñir / las lucernas de su techo / con los rubores del crepúsculo”. La cita no puede ser más oportuna, pues una de estas casas guarda restos de un antiguo baño árabe. La calle de la Cara desemboca en la placita del mismo nombre, presidida por una restaurada casa señorial rematada por graciosa torre mirador en la que se abren arcos de medio punto. Dinteles y cornisas se revisten de un rojo almagra que contrasta con el blanco impoluto de la cal. No falta la cantarina fuente, en este caso una taza circular con surtidor que se derrama por cuatro caños, y junto a ella, un joven y enhiesto ciprés dispuesto a crecer hasta rebasar los tejados. Muchas de las casas que se asoman a este itinerario inédito de agua y cal son viviendas de protección oficial construidas por Vimcorsa, que han permitido redimir del olvido solares muertos y, al mismo tiempo, satisfacer tan incesante demanda. En un enclave de blancas angosturas arranca la calleja dedicada al poeta Ricardo Molina. Debe estar contento el fantasma de Ricardo habitando en una calle modesta, como fue su estilo de vida, pero mirando al río, como él quería. El blanco abrazo de otro breve callejón devuelve al viajero a la plaza de la Alhóndiga, fin del trayecto, cuyo topónimo recuerda que aquí estuvo la “casa pública destinada para la compra y venta del trigo”. También se la conoció popularmente por la plaza de los Gitanos, dicho sea sin ánimo peyorativo, y en un modesto cuchitril vivió hasta el fin de sus días la gitana Amalia, modelo de Julio Romero de Torres en lienzos tan celebrados como Córdoba judía o La saeta. “Don Julio parecía un gitano –me confesó un día ya lejano–; alto, fino, el color cobrizo, con un sombrero de ala ancha y una capa... Pero ¡qué buen mozo y qué flamenco era! Me pagaba diez realitos por posar”. Es ahora una plaza peatonal dividida en dos por un sencillo poyo que la recorre longitudinalmente y que invita a sentarse. Una esbelta palmera trasplantada y tiernos naranjos tratan de adaptarse a esta plaza recuperada. No faltan los bancos de hierro, que al atardecer acogen tertulias vecinales, ni la fuente: una escueta taza circular de mármol blanco pegada al suelo, con surtidor central cuyo murmullo se enreda en los ruidos domésticos que filtran las persianas. En un rincón contrasta con tanta sencillez arquitectónica la recuperada portada de la vieja Casa del Pueblo, formada por un arco de herradura de sólidos sillares en uno de los cuales ostenta, rayada sobre la piedra arenisca, su partida de nacimiento: J. Azorín, 1917. |
Referencia
- ↑ MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba
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