Compases de conventos (Rincones de Córdoba con encanto)
1. La capital
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003) [1]
Compases de conventos / Antesalas del cielo
Al inicio de la calle Conde de Torres Cabrera se abre el patio del convento de clarisas franciscanas conocidas por las Capuchinas, fundado en 1655 sobre unas antiguas casas solariegas del siglo XV, que Antonio Fernández de Córdoba Cardona y Aragón, noveno conde de Cabra y duque de Sessa, cedió a su hija al profesar como religiosa capuchina, para establecer allí el cenobio.
Galerías bajas recorren por sus cuatro lados el recoleto patio, de planta rectangular y suelo enchinado, que se abren a través de arcos peraltados, sustentados por fustes y capiteles de acarreo; los hay romanos y visigodos, así como árabes de penca, sin labrar. Sobre el claustro frontal impone su presencia una sencilla espadaña. Tres alcorques acogen en el suelo empedrado el naranjo, el limonero y la celinda que en primavera inundan el recinto con su aroma penetrante. Pero la mayoría de las plantas se acomodan en el centenar de macetas amorosamente cuidadas por Pablo y Carmela, porteros de la casa, que cubren rincones, escalan paredes y cuelgan como lámparas de la clave de los arcos.
La dimensión devocional del patio se concentra en el pórtico contiguo a la iglesia, en el que se suceden un mural de azulejo dedicado a la Virgen de Guía y dos hornacinas cerradas por rejas que acogen las imágenes del Niño de la Espina y de San Antonio. Guarda el santo de Padua sin duda muchos secretos de amor, pues era antaño muy común que las jóvenes casaderas se postraran a sus pies para pedirle el hombre de su vida. Un viejo cepillo embutido en el muro reclama limosnas, uno de ellos con destino al “pan de los pobres”, mientras a la entrada de la clausura, un rótulo en pirograbado trata de explicar qué hay detrás de los muros: “La clausura es el espacio propio de la contemplación y un signo vigoroso de que su felicidad viene sólo de Dios”.
Bajando ahora por Alfonso XIII y San Pablo, la calle Santa Marta guía hasta el compás de este convento de jerónimas. Al traspasar la puerta de la calle, abierta los martes, deslumbra al viajero la gótica portada de la iglesia conventual, cuya magnificencia artística contrasta con la luminosa sencillez del patio empedrado, que parece el de una casa de vecinos. Francisca, la portera, cuida las plantas, que verdean en macetas y arriates bajo el predominio de dos viejos naranjos.
Protegida por un gran arco blanco de medio punto, la portada de la iglesia conventual, fechada en 1511, es obra de Hernán Ruiz I, y constituye “uno de los ejemplos más significativos del gótico humanista en la ciudad”, para las profesoras Dabrio y Raya. A finales del siglo XIX Rafael Ramírez de Arellano la consideraba en su Guía artística de Córdoba “de lo más bello que ha producido en España el arte ojival”.
Tras la puerta de ingreso discurre una galería porticada de raigambre barroca que se asoma al patio a través de cuatro arcos de ladrillo soportados por columnas de piedra, mientras que en la vertiente izquierda dos arquitos sustentados al centro por un par de columnas comunican con un pequeño recibidor, en el que se abren el torno y la puerta de la clausura. A ambos lados de la oscura cruz de madera adosada al blanco testero se leen textos piadosos: “Dexate enseñar, dexate mandar, dexate sujetar y serás perfecto”, reza uno de ellos. Lo más penoso para la menguada y envejecida comunidad es atender el mantenimiento del extenso convento, establecido a mediados del siglo XV en el Corral de Cárdenas, ampliado más tarde con la Casa del Agua, que conserva notables testimonios de arquitectura mudéjar.
A través de la Fuenseca y Juan Rufo, la calle Santa Isabel guía ahora hasta el compás del convento de Santa Isabel de los Ángeles, de monjas clarisas. La portada del siglo XVII, de intenso color amarillo, muestra en su frontón un relieve de la Visitación, y a ambos lados sendos escudos de los Marqueses de Villaseca, los mecenas de la casa. Cruzar el umbral es como entrar en un mundo de sosegada espiritualidad, a la que contribuye el blanquísimo claustro que recorre la vertiente izquierda, con sus pequeños arcos de medio punto apoyados en pilares. Decora la portada del templo un delicado relieve manierista fechado en 1576, que representa la Visitación, motivo que se repetirá en el policromado relieve del retablo mayor, labrado por Pedro Roldán. Un venerable ciprés rebasa los tejados y observa cada miércoles la interminable afluencia de devotos que acuden a suplicarle salud y trabajo a San Pancracio; muchos aprovechan la visita para adquirir en el obrador conventual pastel cordobés, almendrados, perrunas o yemas, dulces elaborados por santas manos.
El rasgo devocional no debe impedir apreciar los valores artísticos del templo, cuya capilla mayor “es de las soluciones más bellas que produjo el manierismo cordobés”, según el profesor Alberto Villar.
Referencia
- ↑ MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba
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