El timo de los taquígrafos (Notas cordobesas)

De Cordobapedia
Saltar a: navegación, buscar

Ricardo de Montis recogía en una de sus Notas cordobesas la anécdota transcurrida durante la visita de Antonio Cánovas del Castillo a la ciudad de Córdoba en noviembre de 1888.

Crónica de la visita

Se trataba de un verdadero acontecimiento político. Después de la ruidosa disidencia de Romero Robledo con Cánovas del Castillo, la cual le impulsó a separarse del partido conservador y a constituir la agrupación llamada romerista, compuesta, en su mayoría, de hombres tan activos y traviesos como el Pollo antequerano, el ilustre estadista vilmente asesinado no había hecho manifestación alguna, en público, acerca de tal ruptura y sus declaraciones eran esperadas con ansiedad indescriptible.

El jefe provincial en Córdoba del partido conservador, Conde de Torres Cabrera, recabó para nuestra ciudad el honor de que don Antonio Cánovas rompiera en ella su silencio y explicara la disidencia, que era el tema de todas las conversaciones en el mundo político.

Torres Cabrera invitó a pasar unos días en su palacio a aquel hombre llamado con justicia el Bismark español; Cánovas del Castillo aceptó la invitación y pocos días después nos visitaba, acompañado de su esposa doña Joaquina de Osma y del ilustre hacendista don Raimundo Fernández Villaverde.

Como toda la Prensa había anunciado este viaje, consignando que en un banquete conque los conservadores de la provincia de Córdoba obsequiarían en la Sierra,, a su jefe, aquél haría importantes declaraciones, no sólo de Madrid y de toda Andalucía sino de otras regiones vinieron muchas personas, atraídas por la curiosidad de oir al elocuente orador.

Y sobre Córdoba cayó una verdadera nube de periodistas ansiosos de recoger y transmitir a las publicaciones que representaban el interesante discurso.

Como se trataba de un acontecimiento, el órgano de los conservadores en esta provincia La Lealtad tenía que hacer algo extraordinario. Así lo comprendió su propietario el Conde de Torres Cabrera y dispuso que viniesen dos taquígrafos de la Corte para poder publicar, integra, la oración de Cánovas, en un número extraordinario que aparecería la mañana siguiente a la tarde en que se debía verificar el banquete en la Sierra.

Un amigo del Conde, bien relacionado, según afirmaba, con todos los chicos de la prensa de Madrid, se encargó de procurar los taquígrafos y, efectivamente, vinieron en el mismo tren que los huéspedes ilustres.

Eran dos muchachos; dos buenos muchachos al parecer; modestos, prudentes y sin pretensiones.

Cánovas y Villaverde obtuvieron de sus correligionarios y de todo el pueblo cordobés un recibimiento digno de aquellas personalidades.

El Conde de Torres Cabrera celebró en honor de sus huéspedes una recepción brillantísima, fastuosa, como todos los actos que organizaba.

Al día siguiente, en la magnífica huerta de Segovia, se verificó el banquete proyectado.

Fué tan espléndido como la recepción y a él concurrieron unos mil comensales, aproximadamente.

Todos esperaban, con visible ansiedad, el momento en que don Antonio Cánovas se levantase para hacer uso de la palabra.

Llegó aquel instante, al fin, y a una ovación estruendosa, imponente, siguió el silencio más profundo.

Parecía que los concurrentes hasta contenían la respiración para no producir el menor ruído y que no se perdiera ni una sílaba del discurso.

Cánovas pronunció una de rus oraciones más hermosas y transcendentales.

Los taquígrafos, a quienes se les había preparado una mesa separada de las demás, muy próxima al sitio en que se hallaba el orador, después de haber comido opíparamente, llenaban de garrapatos [sic] cuartillas y más cuartillas, con una velocidad asombrosa.

¡Eran dos verdaderos fenómenos!

Terminó el acto: los comensales en caravana pintoresca regresaron a la capital y los redactores de La Lealtad, en unión de los taquígrafos, marcharon sin perder tiempo al palacio del Conde de Torres Cabrera, donde tenían la redacción, para confeccionar el número extraordinario.

Acompañábales toda la legión de periodistas forasteros para los que Torres Cabrera había habilitado un salón con el objeto de que en él pudieran escribir, telegrafiar, realizar toda su labor cómodamente, sin molestia alguna.

Los representantes de los periódicos de más importancia expresaron el deseo de transmitir telegráficamente el discurso íntegro, y el director de La Lealtad les prometió facilitárselo tan pronto como los taquígrafos se lo entregaran.

Aquellos se encerraron en una habitación, pidieron café y prometieron avisar cuando tuviesen traducidas las primeras cuartillas.

Pasó una hora y, como no avisaran, el director se permitió llamar prudentemente a la puerta del cuarto en que realizaban su labor y preguntarles si no tenían aún original disponible para las cajas.

Contestaron que muy en breve lo facilitarían, pues habían tropezado con una ligera dificultad y pidieron más café.

Transcurrió otra hora larga y el discurso no aparecía por parte alguna.

El director de La Lealtad, ya un poco amoscado, fue a darles el segundo aviso.

Se deshicieron en escusas, prometieron solemnemente entregar casi todo el original antes de que transcurrieran diez minutos y... pidieron más café.

Entre tanto los periodistas forasteros se impacientaban; el Marques de Valdeiglesias lamentábase de que los telegramas no llegarían a hora oportuna para que pudiera publicarlos La época en su primera edición; Moya, el actual presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, se deshacía en denuestos contra los taquígrafos; el inquieto Mariscal, Benjamín de los periodistas andaluces y representante del órgano del partido conservador en Jaén, paseaba nervioso por el salón, protestando contra aquella tornadura de pelo. Unicamente el veterano Relosillas, director de El Correo de Andalucía, de Málaga, permanecía impávido, arrellanado en un sillón, con las manos cruzadas sobre el descomunal abdomen.

Oyéronse las doce sonoras campanadas que indicaban la mediación de la noche y nadie habla tenido el gusto de ver la letra de los taquígrafos.

Navarro Prieto, el redactor jefe de La Lealtad, ciego de ira dirigióse a la habitación en que aquellos se encontraban; de un tremendo puntapié hizo saltar el pestillo de la puerta y se abalanzó, como una fiera acorralada, sobre los desgraciados jóvenes.

Estos, de un salto, se levantaron para evitar la acometida, arrojando al suelo tinteros, cafeteras, tazas y copas y pálidos, temblorosos con el sello de la muerte en el semblante, acabaron por pedir perdón.

Ellos eran dos muchachos que estaban aprendiendo la Taquigrafía, les faltaron los recursos en Madrid, pensaron trasladarse a Sevilla donde tal vez encontraran colocación, pero les era imposible porque no tenían dinero para el viaje.

En estas circunstancias, supieron que en Córdoba se necesitaban dos taquígrafos, presentáronse y se ofrecieron a la persona encargada de buscarlos, creyendo de buena fe que podrían salir airosos del compromiso, y con el objeto de resolver el magno problema que les preocupaba porque desde aquí, aunque fuera andando, podían llegar a la ciudad hispalense.

Pero ¡oh desgracia! se equivocaron en la apreciación de sus conocimientos de Taquigrafía.

Ellos no habían podido apreciar jamás la velocidad conque hablaba un orador elocuente y les sucedió que mientras escribían un sigo Cánovas había pronunciado cien palabras.

Aturdidos, desesperados, ciegos, para que los comensales no advirtieran la plancha, empezaron a llenar cuartillas y cuartillas de rayas, puntas y garabatos, con toda la rapidez que les permitían la turbación y el miedo

Y eso era lo que habían hecho, salvo comer y beber de lo lindo, por si no se veían en otra.

El hundimiento en aquellos instantes del palacio de Torres Cabrera no hubiera producido en ciertas personas que había en él la impresión que causaron las confesiones de aquellos infelices.

¿Qué hacer en situación tan crítica como esta?

No había más que un recurso y a é1 se apeló; reuniose todas las notas recogidas por los periodistas y con ellas procuróse rehacer el discurso; los apuntes más completos y que más facilitaron la ardua labor fueron los de Moya.

Cuando estuvo concluido el trabajo entregósele al Conde de Torres Cabrera quien llamó a Cánovas, que se hallaba entregado al descanso, y después de contarle lo ocurrido, le rogó que corrigiera las cuartillas, suprimiéndoles y agregándoles todo lo que fuera necesario.

El ilustre estadista efectuó la corrección y felicitó a los autores de aquella magna obra por la fidelidad conque habían logrado reproducir las manifestaciones de aquel.

A las tres de la madrugada se pudo enviar los originales a la imprenta y el número extraordinario del periódico en vez de ser repartido a las ocho de la mañana, como se pretendía, llegó a poder de los suscriptores a la una de la tarde.

Y de los famosos taquígrafos ¿qué fue? preguntará seguramente el lector.

No podemos satisfacer su justa curiosidad. Si en la época en que ocurrió este suceso se hubiera conocido los aeroplanos, diríamos que se marcharon en uno de ellos y fueron a caer en un abismo o en el mar, porque nadie les, vió salir del palacio de Torres Cabrera ni nadie ha vuelto a saber de los autores de tamaña aventura.

</div>

Referencias

Principales editores del artículo

Valora este artículo

0.0/5 (0 votos)