Espejo (Rincones de Córdoba con encanto)

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Los pueblos
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
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Espejo / En la cima del galeón

Lo primero que cautiva de Espejo –topónimo que deriva del latín Speculum, traducido como atalaya– es su airosa silueta, comparable a una nave que surcara las onduladas tierras campiñesas, mar de olivos y cereal. Ya lo imaginó así la telúrica pluma de Juan Bernier: “Espejo es la atalaya de los trigos, el galeón gigante entre olas de mieses” (hoy diríamos entre olivares). De modo que antes de adentrarse en las empinadas y quebradas calles de la villa conviene que el viajero goce de Espejo en la distancia, con su blanco caserío derramado sobre las faldas del cerro bajo el dominio vigilante del castillo fundacional.

Entre los espacios con encanto que atesora Espejo, es el más singular sin duda el que, en la cúspide del cerro, anuda la parroquia y el castillo. Ya en la falda de la colina, el hermoso Paseo de Andalucía –las Calleras en el decir popular, deformación de calle Eras–, festoneado de naranjos, anticipa sobre los tejados el campanario y las torres almenadas. A través de la calle dedicada al Doctor Fernández Carrillo y el Carril Alto –una quebrada cuesta tan pendiente que tiene pasamanos en el último tramo– el viajero enseguida desemboca en una acogedora explanada, premio a su esfuerzo. Es una plaza elevada y triangular, protegida por un robusto poyo y dominada por la fachada lateral de la parroquia de San Bartolomé, de blancura tan intensa que deslumbra. Sobresale al exterior la antigua capilla de Jesús Nazareno, convertida en entrada principal tras incorporarle, en la posguerra, la portada barroca de una antigua ermita, fechada en 1679. Con la blancura de la cal contrasta el proporcionado campanario de ladrillo, que surge sobre el tejado, con sus vanos protegidos por balconcillos semicirculares. Junto al campanario se aprecia un almenado torreón exento llamado del Caballero, anticipo del cercano castillo.

Como en todos los espacios que infunden sosiego, el viajero debe olvidarse del reloj y tomar asiento en los bancos o en el robusto poyo perimetral, predispuesto a compartir la serenidad que desprende el lugar. Cuadrículas enchinadas cubren el pavimento, en el que verdea media docena de naranjos. En el ángulo de la explanada donde el poyo, adornado con bolas, se convierte en balcón sobre la calle San Bartolomé, una cruz de piedra subraya la espiritualidad del lugar.

Tras su apariencia barroca la parroquia esconde un templo gótico-mudéjar, erigido en 1483 y ampliado un siglo más tarde. Debe el viajero entrar en la iglesia para hacerse una idea cabal de su grandeza; pues si fuera deslumbra la luminosa cal, dentro maravillan sus tres naves de arcos apuntados apoyados en pilastras cruciformes, su valiosa orfebrería reunida en una capilla –en la que descuella la barroca custodia procesional labrada por Bernabé García de los Reyes–, la antigua capilla de la Fuensanta, hoy dedicada a Jesús Nazareno, que por su mérito y dimensiones parece una iglesia dentro de la parroquia, y, sobre todo, el retablo mayor, que, procedente de la capilla de San Andrés, sustituyó al destruido en la guerra incivil, “pieza señera del gótico cordobés” para el profesor Aroca Lara, con sus cinco tablas pintadas por el artista cordobés Pedro Romana. Único.

A la vera de la iglesia arranca una estrecha calle de extraño topónimo, Alfolíes –“era el nombre que daban los árabes a los graneros”, apunta Justo Muñoz desde su sabiduría popular–, que conduce al castillo, origen de la villa.

Construido en el siglo XIV sobre una fortaleza árabe por Pay Arias de Castro, el fundador de Espejo, es un recinto cuadrangular protegido por torres en sus esquinas, sobre las que descuella la del Homenaje, el mejor mirador sobre la Campiña. En la fortaleza reside por temporadas su propietaria, Ángela Téllez Girón, duquesa de Osuna, que en 2001 tuvo el gesto de abrirla restringidamente a las visitas. Al término de la calle Alfolíes una rampa empedrada asciende hasta la puerta de la fortaleza, cuyas almenadas torres y murallas trasladan a la Baja Edad Media. En la Navidad de 1997 el castillo estrenó iluminación y se convirtió así en un dorado faro que orienta al caminante. “Ha recibido en la noche el beso fecundo de la luz, estampado ardorosamente en los muros centenarios”, escribió con alborozo Miguel Ventura, el erudito y afable cronista local.

A los pies del castillo se asientan en la ladera que mira a poniente dos espléndidos miradores escalonados: el superior se extiende sobre los depósitos del agua, y el inferior es fruto de un eficiente taller de empleo. Sobre ambos se alza la fortaleza, altanera e imponente en la cercanía, pero si el viajero vuelve la vista y otea la campiña apreciará el pueblo escalonado sobre la cinta gris de la carretera y, más allá, fértiles ondulaciones donde el olivar va ganando terreno al cereal.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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