Los piconeros (Notas cordobesas)
El tipo más característico de Córdoba, el único genuinamente cordobés que, como casi todo lo clásico de nuestra tierra, ha desaparecido ya, era el piconero. En nada se parecía al resto de sus paisanos; diferenciábase de ellos en los usos, en las costumbres, en el traje y hasta en la manera de hablar. Pudiera decirse que pertenecía á otra raza; á una raza de noble y limpia ejecutoria; formada por aquellos héroes que, obedientes á las órdenes del piconero Jurado de Aguilar, cuyo nombre perpetúan la historia y una de las calles del barrio de Santa Marina, cooperaron eficazmente derrota de don Pedro I de Castilla cuando aliado con los moros de Granada quiso conquistar á Córdoba. En aquellos críticos momentos, protegidos por la oscuridad de la noche, penetraron entre las avanzadas enemigas dispuestas en el Campo de la Verdad para el asalto, y las obligaron á huir merced á una estratagema admirable: la de herir con los hocinos á los caballos en los corvejones, sin hacer ruido, arrastrándose en el suelo como reptiles á fin de no ser vistos, para que cabalgaduras y jinetes cayeran en confuso montón, hecho inaudito, por el cual se concedió el dictado de ilustres no sólo á los individuos que lo realizaron sino á todos sus descendientes. El antiguo piconero cordobés era hombre de sobrias costumbres, de acendrados sentimientos religiosos, de acrisolada honradez. Rendía al trabajo un verdadero culto y tenía á gala ser piconero porque su padre, su abuelo y todos sus antecesores se dedicaron á tal oficio y sus hijos, sus nietos y todos sus descendientes seguirían ejerciéndolo tambíén. Los piconeros habitaban exclusivamente en dos barrios de Córdoba: los de Santa Marina y San Lorenzo. Allí, en viejos caserones, con patios muy grandes alfombrados de manzanilla, llenos de sol y de flores, que parecían trozos de la sierra trasladados á la ciudad, vivían felices y contentos, en unión de su prole, casi siempre numerosa, y de sus pacientes borriquillos. El piconero, como ya hemos dicho, usaba un traje especial: camisa de tela de color, chaqueta y chaleco de paño burdo, calzón corto con los perniles abiertos por abajo, polainas de cuero, faja encarnada de la que pendía el hocido [sic] cuando no lo llevaba colgado del aparejo del burro y sombrero cordobés, con las alas caídas para resguardar el rostro de los rigores del sol en el estío. Su modo de hablar distinguíase del que usa nuestro pueblo por su acento especial, por la pausa en la emisión de la palabra, por el empleo de algunas, como la de dir en vez de ir, que únicamente se oía en boca del piconero, y por la costumbre de aspirar todas las haches ó convertirlas en jotas como los moros. Los piconeros solían tener motes ó apodos, algunos de ellos heredados de sus padres, que casi constituían sus nombres propios. Pocas personas sabrán cómo se llamaban el Pilindo, el Manano, Botines y el Retor y, sin embargo, todas las de su época los conocerían, pues esos y otros muchos lograron gran popularidad, merced á su gracia y á sus buenos golpes. En todos tiempos, sin temor al frío ni á la lluvia en invierno, desafiando al calor en el verano, antes de que naciera el día abandonaba el piconero su hogar y acompañado de los borriquillos encaminábase á la sierra. En el lugar elegido previamente descargaba el hato, formado por las haldas vacías, el pellejo para echar el agua al picón, la horquilla para removerlo, la talega con la comida y la botija del agua; trababa las bestias y, provisto del bien afilado hocino, internábase en el monte y en pocos momentos preparaba la leña para hacer la piconá. Concluída esta operación, pesada y laboriosa, llenaba las haldas, tapábalas con los escamochos, cargaba los burros colocando entre los cordeles y las haldas los tizos para atirantar bien aquellos y emprendía el regreso á la ciudad, muy contento, muy alegre, porque los costales tiznados representaban el pan de su familia. El piconero, además de las penalidades del trabajo tenía que sufrir, á veces, las persecusiones de guardas y amos de fincas que le declaraban guerra sin cuartel. Y, no obstante, jamás perdía su buen humor, su gracia incomparable. En todos sus apuros y aflicciones acudía á dos Rafaeles: primero á San Rafael, del que era devotísimo; después á Rafael Molina, aquel gran torero de imperecedera memoria. Lagartijo tenia predilección por los piconeros; socorríalos frecuentemente y jamás en sus diversiones prescindía de ellos, jugándoles á veces malas partidas que después les recompensaba con su habitual esplendidez. En cierta ocasión el Pilindo fue á rogarle que le proporcionara un permiso para hacer picón en determinado paraje de la sierra donde no se lo permitía la guardia Civil; Rafael Molina prometió complacerle y al día siguiente le entregaba un sobre cerrado con la autorización solicitada. Satisfecho y orgulloso marchó el Pílindo al lugar que había elegido para ejercer su modesta industria y empezó tranquilamente á cortar leña. A poco presentóse la inevitable pareja de la benemérita con su eterna cantata: aquí no se puede hacer picón.
Lo abrió uno de los guardias y encontró una entrada para una corrida de toros. No es necesario manifestar los apuros del Pilindo cuando supo el engaño ni las súplicas que dirigió á la pareja para que no le denunciara. En un invierno crudísimo el inolvidable torero cordobés regala una capa al Manano que tiritaba envuelto en una especie de tela de araña, llena de rajones y zurcidos. Después de hecho el regalo propuso á dos amigos que una noche, cuando el Manano se retirase á su casa, le salieran al encuentro y le quitaran la flamante prenda. Los amigos del maestro se apresuraron á poner en práctica la idea; en una de las calles más solitarias del bario de Santa Marina aguardaron al piconero y, armados le dos monumentales pistolas, acercáronsele pronunciando esta frase terrible: la capa ó la vida. El Manano, con mucha sangre fría, desembozóse y entregó la pañosa á los individuos en cuestión, que se apresuraron á cogerla y á emprender la fuga. Al verles correr, el piconero empezó á gritar: ¡eh, amigos, aguárdense un poco! Detuviéronse un momento los simulados ladrones y entonces su víctima añadió: es que les voy á dar dos cuartos pa jilo. Ya habrán supuesto los lectores que llevaba la capa vieja. Otra vez encontró Lagartijo en la estación de los ferocarriles á varios piconeros, los más populares, que venían del campo; obligóles á que entregaran los burros con las cargas á un amigo para que los condujese á los domicilios de aquellos y él se los llevó á Madrid, dispuesto á correrla. No hay que decir el efecto que produjeron en la Corte aquellos extraños acompañantes del sin par torero. Empezó por entrar con ellos en uno de los mejores restaurants. Pidió la lista y eligió para él los manjares que le agradaban; después se la dió á los piconeros quienes, mirándola con asombro, esclamaban: pero Rafael ¿esto que es y pa que sirve? Cada renglón de esos es un plato -contestóles- ustedes pidan los que quieran. Los invitados, después de meditar un poco, dijeron al camarero: pues tráiganos dende aquí hasta aqui, y señalaron los cuatro ó cinco primeros renglones de la lista. Y, efectivamente, el camarero, no sin extrañeza, les sirvió cuatro ó cinco sopas distintas, porque todas aquellas líneas indicaban las diversas clases de sopa que se servían en el restaurant. De allí los condujo á un café y pidió chocolate para todos, pero encargando disimuladamente que el suyo estuviera frío. Lagartijo cogió la taza y apuró su contenido de un trago; los piconeros, que jamás habían tomado chocolate, quisieron imitarle y, como es natural, se achicharraron la boca.
El maestro, para calmarles los dolores de las quemaduras, mandó llevar unas gaseosas. A uno de aquellos infelices tal bebida le produjo un terrible efecto en el estómago haciéndole devolver cuanto en él contenía.
Sería interminable la relación de los incidentes cómicos á que dió motivo la estancia de los piconeros en Madrid. Los chistes y las frases ingeniosas de estos hombres no se agotaban jamás. Un día, al venir Botines del campo con su burro, pasó al lado de este un ciclista y la caballería se asombró, arrojando la carga al suelo. Botines, indignado, gritó con voz iracunda: ¡mala bestia! ¿vas á asustate de un señorito subío en una telaraña? Al Pilindo hízole su mujer una chaqueta y tan mal cortada resultó que las solapas quedaban siempre derechas, sin adaptarse al cuerpo. El piconero, temeroso de las burlas de sus amigos, no quería jamás usar la prenda. Pero hombre ¿por que no te pones la chaqueta nueva? díjole un día su esposa y él le contestó con rabia: ¡qué he de ponerme eso si paese que voy rnetío en una aijacena! ¿Quieren los lectores saber el origen del apodo de Retor? Este individuo, cuando llevaba la derecha por la calle, no cedía la acera más que al cura de Santa Marina. Una vez, en que había bebido algunas copas de más, encontró un enorme perro que caminaba muy despacio en dirección opuesta á la de nuestro hombre, por la derecha de este. El piconero quiso echarlo á fuera de las baldosas, pero el can se arrimó á la pared y todos los esfuerzos realizados por aquel para conseguir su propósito fueron inútiles. En vista de ello se salió tambaleándose de la acera, hizo un saludo muy respetuoso al animal y exclamó: pase osté, señor Retor. Desde entonces se quedó con este alias por el que le conocía todo el mundo. Tal era el antiguo piconero cordobés, que cantaron en armónicos versos Julio Eguilaz, Enrique y Julio Valdelomar, Enrique Redel y otros poetas, y que inspiró un graciosímo diálogo en verso entre Botines y el Manano á un ingenioso sacerdote y una bien escrita zarzuela de costumbres á don Antonio Ramírez. Hoy ha perdido todos sus rasgos típicos, es un trabajador como otro cualquiera y de aquel de tiempos pasados solo quedan un hermoso recuerdo en las páginas más brillantes de nuestra historia y un nombre, inmortalizado, en una calle del barrio de Santa Marina. |
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