Monomaniacos y locos (Notas cordobesas)

De Cordobapedia
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Seguramente si yo hubiera tenido la desgracia ó la fortuna de abandonar este mundo en la época á que voy á referirme, habría muerto en olor de santidad.

Porque sólo un santo puede sufrir con la paciencia con que yo los sufría la persecución y el asedio constante de una turba de locos y monomaniacos.

Escribía yo entonces en dos periódicos locales, La Lealtad y El Comercio de Córdoba, y las redacciones de ambos habíanlas convertido en puntos de reunión y centros de tertulia y discusiones varios hombres de caracteres, aptitudes, aficiones, edades y gustos muy diversos, pero todos, para mi castigo, completamente chiflados.

Diariamente, entre dos y tres de la tarde, aparecía en el amplio salón del palacio de los Condes de Torres Cabrera destinado á la redacción de La Lealtad, una figura tétrica, que llegó á inspirarme un terror profundo.

Era un señor de cincuenta y cinco á sesenta años de edad, alto, derecho como una pértiga, enjuto de carnes, con bigote y con perilla negros, merced á la química, vestido de negro también, ostentando larga levita cerrada como si fuese á presidir un funeras. [sic]

Este señor, militar retirado, poseía un rostro en armonía con su indumentaria, es decir, severo y triste.

Avanzaba por el salón como un espectro, saludaba cortésmente á los redactores, sentábase ante una amplia mesa llena de periódicos y empezaba á repasarlos con avidez.

Era la época en que la prensa discutía y comentaba las reformas militares de Cassola, y mi hombre, gran admirador de este general, apenas leía una censura dirigida a su obra, montaba en cólera, levantábase del asiento como impulsado por un resorte y con voz hueca y resonante empezaba á pronunciar un discurso en defensa de su ídolo.

Los de la casa aguantábamos el chaparrón sin desplegar los labios, pero lo temible era que algún visitante inoportuno llegara en aquellos momentos é hiciera, la más mínima objeción á los alegatos del defensor de Cassola.

Entonces ¿quién resistía la catilinaria?

Muchas veces interrumpía uno de estos discursos la presencia de otro diario contertulio, más temible todavía que el citado.

Era también hombre de edad avanzada, grueso, fornido, nervioso, de genio avinagrado.

Teníase por gran latinista y ¡ay de quien dudara que lo fuese!

Por dudarlo se captó un colega suyo, no ya la enemistad ni la antipatía, sino el odio de aquel monomaníaco, un odio implacable, espantoso, feroz.

Era su obsesión, su pesadilla, el causante de sus trastorno mental.

Penetraba el viejo Dómine en la redacción, muchas veces sin decir buenas tardes, acercábase á la mesa de los periódicos, daba en ella un terrible puñetazo que nos hacía temblar á todos, y con acento cavernoso exclamaba: ¿ustedes creen que ... ese, aquí un adjetivo denigrante, sabe mis latín que yo?

Y había que contestarle en el acto, negativamente, porque de lo contrario peligraban las personas y hasta el edificio.

Si alguna vez un desdichado, no conociéndole, se atrevia á salir á la defensa de la persona vilipendiada por el Dómine, las imprecaciones, las voces y los denuestos se oían en la carrera del Pretorio.

Mi compañero el malogrado poeta Fernández Ruano abandonaba la pluma y las cuartillas, salía pálido y tembloroso, cogía el bastón y el sombrero sin que le vieran y ponía piés en polvorosa, diciendo para su interior: ahí queda eso.

El latinista en cuestión, para quien no había en España más que un poeta, Menendez Pelayo, se decidió una vez, una sola, á pulsar la lira con el objeto de escribir la semblanza de un periodista vengándose de algo que le había dicho en letras de molde.

Muchos días tardó en concluir su obra, pero quedó satisfecho de ella; indudablemente pensaba que había ya dos poetas, Menéndez Pelayo y él.

Una tarde me leyó la composición; era un soneto ó cosa parecida, que empezaba así:

"Novele picapleitos, su figura
del gran Quijote es la efigie vera".

Después de oirlo, por una irreflexión propia de mis pocos años, me atreví á decir:

Yo los dos primeros versos los hubiera escrito de este modo:

"Picapleitos novel, es su figura
del Quijote la imagen verdadera".

Quedóse mirándome fijamente el autor de la semblanza, y ¿cree el lector que me dió un puñetazo?, pues nada de eso; replicóme, al mismo tiempo que me golpeaba cariñosamente en un hombro: chico, tú llegarás á tener tanto talento como yo.

Así como la redacción de La Lealtad era el casino de los desequilibrados y monomaniacos, la de El Comercio de Córdoba estaba convertida en el centro de reunión de los locos de remate.

Mucho antes que yo llegaba todas las mañanas un pobre joven, que perdió la razón cuando estaba concluyendo la carrera eclesiástica, y, sin decir una palabra, sentábase ante un bufete y empezaba á escribir articulos acerca del cultivo del mijo.

Diariamente llenaba cincuenta ó sesenta cuartillas, las cuales iba entregando á todos los cajistas que entraban por original.

Sólo interrumpía su labor al penetrar en el despacho alguna persona agena á la casa, para decirle: usted dispense la pregunta: ¿ha ido usted á confesar este año? ó para arrodillarse ante ella y pedirle perdón, todo lo cual originaba al visitante, si no conocía al loco, el estupor consiguiente.

Cuando el desgraciado joven se marchaba iba á sustituirle -yo creo que tenían distribuidas las horas- otro demente, joven también, con chaqueta corta, aunque su tipo no era flamenco, y los dedos llenos de sortijas de estaño.

Ocupaba el asiento que su antecesor había dejado vacante y dedicábase, como aquel, á escribir, pero no artículos sobre el mijo, sino música.

Y cuando más abstraído estaba yo en mi trabajo sorprendíame una extraña combinación de notas que solfeaba el artista para apreciar mejor el efecto de su obra.

Estos dos locos eran mis asíduos compañeros, pero además me visitaba frecuentemente aquel famoso coleccionista Don Luis, á quien recordarán los lectores, para encargarme que le buscara libros, plumas, céntimos ó los demás objetos que en diversas épocas se dedicó á reunir.

Y de vez en cuando también surgía en mi despacho la figura venerable, patriarcal, de un anciano maestro de primera enseñanza, de luenga barba y largo y raído gabán, que perdió el juicio estudiando la astronomía y para quien la suprema felicidad hubiera consistido en tener una mesa dispuesta de modo que, mientras él comía, pasaran por debajo de los platos tubos de agua hirviendo para que los alimentos no se enfriaran.

Este buen viejo era muy poco molesto, pues se marchaba enseguida, á menos que encontrara á don Luís en la redacción.

Entonces ambos sostenían conversaciones interminables, siempre sobre ciencias; generalmente sobre matemáticas ó astronomía.

Y, cosa extraña, nadie al oir una de estas conferencias hubiera podido calificar de locos á los conversantes.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

En una madrugada muy fría de Diciembre las campanas de las iglesias tocaron la señal de fuego; éste se había iniciado en una casa del Campo de la Verdad.

Allí me encaminé en cumplimiento de la misión periodística y cuando atravesaba el puente romano, recordando el día que me habían dado mis amigos se me ocurrió decir: ¡gracias á Dios que aquí estoy libre de locos!

Al mismo tiempo una aparición estraña, algo así como un fantasma, llenóme de espanto.

En el nicho que había enmedio del puente, frente la imagen de San Rafael, hallábase en pié, rígido, inmóvil, el anciano de la luenga barba y el largo y raído gabán.

¡Estaba dedicado á las observaciones astronómicas!

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