Muerte de don Rodrigo de Vargas (1595)

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Don Rodrigo de Vargas Carrillo, Señor de Fuen Real, Familiar del Santo Oficio de la Inquisición en 1592, casó con Acacia Pinelo de Valenzuela. Fue asesinado por cuitas antiguas en el año 1595 cuyo caso fue recogido tanto en Paseos por Córdoba como en Casos notables de la ciudad de Córdoba.


Muerte de Don Rodrigo de Vargas contada en Casos Notables de la ciudad de Córdoba

- Mucho gusto recibiré -dice Colodro-, que me cuente, señor Escusado, la tragedia y muerte de don Rodrigo de Vargas, la cual me contó un caballero de Córdoba, pasando yo desde Cádiz a Sanlúcar; pero iba tal con una marcha de leva que se levantó, que no me acuerdo de eso sino muy en confuso.

- Soy contento -dijo Escusado, porque fuí muy amigo de don Rodrigo, y sentí su muerte todo lo que encarecerse puede; y ella fué tal, que presumió que a sus enemigos les pesó después de haberla hecho.

Don Rodrigo de Vargas fué hijo de don Juan de Vargas, caballero muy noble y estimado; tuvo por hijo a don Rodrigo. Dotólo naturaleza de todas las buenas partes que se pueden desear en un hombre, porque era muy gentil hombre, pulido, aseado; era blanco, colorado y muy bien agestado; tenía una gravedad natural, corres pondiente a quien él era; era discreto, libre y valiente y animoso en todo. Casóse contra la voluntad de su padre, pero bien; tanto, que sin dispensación de rey pudiera traer hábito en el pecho.

A los principios fué bienquieto, porque sus buenas gracias y costumbres obligaban a quererlo. Dióse a la sensualidad, más de lo que sufría la belleza de doña Acacia (que así se llamaba su mujer); a esto se llegó un menosprecio que tenía a todos, que, si no era tratándolo, no se podía creer. Fuése engolfando en estos dos vicios, que no sabré distinguir cuál de los dos le tenía más sujeto; fué esto en tanto grado, que vino a ser de todos más aborrecido que había sido amado a sus principios lo cual fué principio de toda su perdición.

Solía decir jactándose de su felicidad y buena andancia, que en cosas de su gusto, jamás tuvo dificultad, y cuando había en algún negocio, tomaba un gavilán, que lo hacía buenos de su mano, y echábalo a la ventana que pretendía alguna cosa, y con achaque de subir por allanaba todas las dificultades. Sabido esto, le comentó la gente granada a temer; digo las mujeres de esto y procedía en esto con tanta insolencia, que muchas suertes de mujeres, dió palos y heridas, con o traía corridos y afrentados muchos hombres. Con insolencia y desvergüenza se iba más despeñando sus vicios y pecados.

Sucedió, pues, que había en Córdoba uno que más otro no menos valiente y animoso que don Rodrigo y por esta muerte estaba retraído; el cual pleito anda ya en buen punto de concluirse. Venía de noche Platero a su casa, volvíase antes del día; tenía el zaguán de su casa un escritorio donde vivía una suya.

Ésta, llevada del interés o del miedo daba entrada a don Rodrigo para hablar con doncellas que vivían en otra casa más abajo, y por agujero se entretenía con ellas. Sucedió que, vino el don Rodrigo, no estaba el ama en casa, y en estuvo en la casa puerta aguardando que vi estando en esto, vino el Platero, y, conociendo Rodrigo, le suplicó que no volviese allí otra vez iba por las vecinas, los que le velan no entendían que sino por su mujer.

Prometióselo don Rodrigo, mas sin embargo de la palabra, se volvió otra noche con tan poca vergüenza como si no hubiera pasado lo que se ha dicho. Entró el Platero, y hallando a don Rodrigo, arremetió con él, y echando mano a las dagas, se dieron el uno al otro grandes golpes.

Don Rodrigo iba armado; lo cual conocido del Platero, que de las heridas que le habla dado se iba desangrando, se determinó de tirarle al cuello; dióle en él treinta y cuatro heridas penetrantes. Viéndose don Rodrigo tan mal herido, sacó fuerzas de flaqueza, dándole muchas heridas hasta que le quitó la vida. Afirmaba después don Rodrigo que había sido tanto el esfuerzo y ánimo de su contrario, que, a no venir armado, sin duda él quedara muerto. Al fin, muerto el Platero, se salió don Rodrigo tan desangrado, que, a no pasar el Marqués del Carpio y su hermano don Juan de Haro, que lo llevaran ambos al sagrario de la iglesia mayor, muriera. Trajeron un famoso hombre, y en breve tiempo, con admiración de todos los que vieron las heridas, lo dió sano.

Estando ya bueno, tratóse de conciertos, los cuales hechos, volvió a sus liviandades, como solía. Sucedió que un caballero de la ciudad, y biznieto del famoso don Fernando el 24, que mató los Comendadores; éste era grande amigo de don Rodrigo, encontróle dos veces de noche en la calle del Baño, adonde el don Rodrigo tenía un quebradero de cabeza. Recelóse dél don Juan, y díjole: «En amistad os ruego que me digáis a quién servis en esta calle, porque os he encontrado dos veces, y no hallo a quién podáis topar sino en fulana, y me pesaría que tratásedes con ella, porque la sirvo yo. Don Juan le dijo que en aquel puesto se desayunaba de aquel negocio, con que quedó satisfecho, y preguntándole dónde iba a aquellas horas:

Voy a casa de don Pedro de Mesa, que se trata que me case con una hermana suya, y me promete un grande dote entre sus hermanos. Mucho me pesará, dijo don Rodrigo, que os caséis con una judía, siendo tan principal caballero y pariente del que no sólo honró a Córdoba con sus hechos, sino a toda España. Dijo don Juan: ¿Pues es judía? Y mucho. Yo no lo sabía, respondió don Juan, y así, desde luego, daré de mano este negocio, que estaba ya bien adelante.

Con esto que se le dijo, no fué el caballero a casa de don Pedro de Mesa en quince días; y admirados de la ausencia, se le hicieron encontradizo, y pidiéndole la causa, la negó al principio, pero luego, apretándole los cordeles, y satisfecho de la verdad y que era falso lo que don Rodrigo le había dicho, descubrió el secreto.

Quedaron de esto tan sentidos y corridos estos caballeros, viendo que con tanto atrevimiento se hubiese don Rodrigo atrevido hablar tan pesadamente de su hermana, que juraron de procurar la venganza. Volvióse a tratar de el casamiento con mucho calor, y efectuóse con gusto de toda la ciudad por la igualdad y merecimiento de los desposados.

Sucedió, pues, que don Rodrigo puso los ojos en una señora, lo cual fué causa de su muerte, la que tenía bien merecida por tantas maldades e insolencias como cada día hacía. Esta señora era hija natural del señor de Fernán-Núñez; teníala en su casa en compañía de otras tres hijas, ya mujeres; queríala y amábala la madre como a propia hija. Olvidado, pues, don Rodrigo del respeto que debía tener a estas señoras, por ser hijas de quien eran y por los hermanos que tenían, vino al fin a conseguir sus gustos; tan libre y desvergonzadamente entraba y salía, como si fuera su mujer.

Sucedió, pues, que una criada de la dicha señora le dió cuenta de todo lo que pasaba; quedó fuera de sí y aun dudosa del caso, por parecerle ajeno de un caballero casado; al fin, sin poderse persuadir a ello, le dijo que debla ser pasión la que le movía, y que si ella lo veía con sus ojos, no lo podría creer.

Pues señora, dijo la criada, para que vuestra merced se satisfaga, esta noche lo verá por sus ojos. Venida la noche, se vino don Rodrigo como lo tenia de costumbre, y avisada la señora, tomó consigo dos dueñas de honor con una hacha, y guiada de la criada, fué a la sala donde estaban los dos, y con un valor más que de mujer le afeó la maldad que estaba cometiendo en su casa y que aquel trato no era de caballero, sino de un infame villano, y que como tal se vistiese y se fuese a su casa.

Respondióle don Rodrigo con su acostumbrada libertad y desvergüenza que no quería, y que agradeciese no había ido a su recámara hacer lo que allí hacía. Aquí perdió pie la honrada señora, y no pudiendo sufrir tanto descomedimiento, quiso tomar la venganza con sus propias manos; perturbóla el poco apercibimiento que llevaba de armas ofensivas, pero pareciéndole que sus canas y tocas lo habían de ser para cualquier hombre, y sólo no lo fueron para don Rodrigo, que en desvergüenza se aventajó a todos. Al fin vistióse y fuése don Rodrigo, y otro día invió esta señora a llamar a su hijo don Martín y contóle todo lo que aquí se ha dicho, pidiéndole que vengase tan grande desacato, y él lo prometió, y ansí lo cumplió, dándole la muerte como luego se dirá.

- He quedado helado -dice Colodro- de lo que me habéis contado, y me espanto que un caso como éste no se haya impreso para ejemplo de otros muchos que siguen los pasos de este pobre caballero. Ruégole, pues, señor Escusado, me lo habéis de contar sin dejar palabra de todo lo que supiere, que será hacer agravio al cuento.

- Yo lo haré como se me pide -dice Escusado-, y antes que tratemos de su muerte, es fuerza contar otro caso que le sucedió a don Rodrigo, que fué el que vengó tantas afrentas.

Hallándome yo en Córdoba el año 1586, domingo de la Santísima Trinidad, salió toda la nobleza de Córdoba a paseo y carrera, la cual se hace ordinariamente en la calle la Feria, por ser tan capaz y una de las mejores calles que hay en España. Entre los demás caballeros que salieron fué uno que se llamaba don Fernando Páez.

Estando parado a un lado de la calle, viendo correr a los demás, recogió el caballo por dar lugar a los demás hacia la pared. A este tiempo pasaba por detrás un paje de don Gómez de Córdoba, alférez mayor de la ciudad y hermano de otro don Juan a quien don Rodrigo le había dicho que no se casase con aquella señora, que era suya; y aunque andaba en hábito de paje, en esta ocasión que sucedió se supo que era su hijo bastardo; y bien se echaba de ver, porque le tenía muy honradamente aderezado.

Al pasar, pues, por detrás del caballo, pisólo el don Fernando Páez, y el Luna, que ansí se llamaba el paje, se la juró que se la había de pagar. Aguardó que se acabase la carrera, y, acabada, siguiólo, y antes de llegar a su casa, metió mano, diciéndole que la metiese; y aguardando que se afirmase con él, le dió una estocada, con que cayó muerto sin decir Dios me valga. Yo le vide espirar en casa de un racionero, a cuya puerta le hirió, sobre un montón de cal; que no dió lugar la apresurada muerte a otra cosa. Finalmente, murió este único caballero, que lo era de sus padres.

El matador fuése a la iglesia mayor, y sabido del Corregidor, fué allá con todos los parientes del muerto y entre ellos iba el desdichado don Rodrigo Vargas, el cual lo asió al paje por los cabezones y lo comenzó a maltratar.

El señor paje Luna le dijo a don Rodrigo que aquello que hacía era de corchetes y no de caballeros. A esta palabra le respondió dándole una gran bofetada que le bañó la boca en sangre. Puso el Luna la mano en las barbas y jurósela que se la había de pagar, de que se rieron algunos, viendo que otro día lo habían de sacar (a) ahorcar; pero engañábanse, porque sucedió muy al revés de lo que allí se pensó.

Pusiéronlo en la cárcel, y los de la parte del muerto instaban mucho que lo sacasen ahorcar. Hízose la horca; yo le vi sacar por las calles acostumbradas; iba toda la justicia armada. Dióse pregón, so pena de la vida, que ningún caballero saliese aquel día de su casa. Obedecióse el pregón y sacaron a nuestro Luna con tanto espacio que espantaba, y todo tenía su misterio, porque se esperaba correo de Granada a las doce, y así fué que, llegando a la hora a las doce y estándose reconciliando, llegó el correo de Granada con despacho que no hacía fuerza y que se volviese a la iglesia el preso. No se puede decir lo que aquí sucedió de alegría y de dolor; los unos por ver libre a su pariente, y los otros viendo que se quedaba sin castigo una muerte tan desdichada como la que había sucedido. Finalmente se volvió a la iglesia, como aquellos señores lo mandaron, y de la iglesia se salió una noche y se fué a Flandes. Con el buen natural que tenía y ejercicio de guerra que hay en aquellas provincias, se hizo tan famoso, que tenía la paz y la guerra en su mano.

Estando Luna tan adelante en Flandes, se estaba en Córdoba revolviendo el mundo, dando trazas los ofendidos para matar a don Rodrigo: agavilláronse el señor de Fernán Núñez, don Juan de Córdoba y los cuñados Mesas con don Alonso de Aguilar y don Alonso de Cervantes; finalmente, dando y tomando de la manera que habla de ser, se determinó que de parte de todos se inviase a llamar al capitán Luna, certificándose que él sólo era el que había de acabar y concluir aquel negocio. Avisáronle, y recibida la carta, respondió por la suya que mediada Cuaresma estaría en Córdoba.

Tratóse después adónde se haría aquel sacrificio, y al fin se resolvieron que se hiciese en casa del canónigo don Pedro Cortés, [pues] por ser eclesiástico y por haber conservado siempre amistad con don Rodrigo tendría todo mejor salida.

En este tiempo envió la Santidad de Clemente Octavo un jubileo plenísimo, que durase quince días, y la última semana que se ganaba en Córdoba era la semana de Lázaro. Tenía don Rodrigo un pariente que se llamaba don Andrés de la Cerda, grande amigo, aunque muy diferente a él en el trato.

Sucedió que el sábado de Lázaro, al poner el Sol, se hallaron juntos, y dijo don Andrés a don Rodrigo: Bien será que ganemos este jubileo, que no sabemos si veremos otro. Yo os lo he querido decir, dijo don Rodrigo, y así, os pido que miréis a dónde iremos a confesar. Vamos a los Descalzos, dijo Andrés, que está allí un grande oficial. Pues yo me levantaré de mañana, dijo don Rodrigo y nos iremos juntos; y agora dadme esa capa que traéis y tomad ésta que es conocida, y quiero ir hablar una palabra a fulana, y luego volveré. Dejad eso, dijo don Andrés, que habéis de confesar mañana; no se impedimento para ello esta ida. No será dijo don Rodrigo, que desde la puerta lo diré, y volver luego. Y con esto trocaron las capas, y fuése, quedándo el aguardando a la gradilla de la puerta.

Comenzaba ya [a] anochecer cuando se fué don Rodrigo; vivía la señora a quien iba hablar cuatro casas más abajo del canónigo don Pedro de Mesa. Estaba a este tiempo juntos todos los contrarios en casa de dicho canónigo, y estaba trazado que lo convidase [a] hacer colación, y que estándola haciendo, lo matasen.

Pusieron desde las cuatro de la tarde un negro para que, en viendo a don Rodrigo, avisase a su señor. Estuvo el negro todo este tiempo espiando a don Rodrigo, y luego que lo vido, avisó a su señor, el cual salió muy alegre y contento, y le dijo si quería hacer colación, que se lo suplicaba porque la tenía muy buena. Aceptó el convite, y entráronse mano a mano a una sala, y sentóse don Rodrigo a la cabecera de la mesa, quedando a las espaldas del desdichado una puerta de una sala adonde estaban todos los conjurados.

Comenzaron a hacer colación y tratar de cosas diversas; y salió Luna de la sala con un venablo, y le dió un tan grande golpe, que le partió toda la cabeza hasta los pechos. A este tan desaforado golpe dió el don Rodrigo una voz tan grande, que don Andrés la oyó, diciendo: ¡Ay, que me han muerto! Él, temeroso de que don Rodrigo hubiese muerto alguno y le achacasen que él le había ayudado, hizo testigos a los criados de casa cómo en aquella ocasión estaba con su mujer y hijos; y así cerró su puerta y se acostó.

Otra señora que vivía enfrente, a quien yo visité en la cárcel, me dijo que estando ella y su marido regando unas macetas, oyó la dicha voz, y oyéndolo, dijo el marido a la mujer: Los mancebitos de este tiempo, en viéndose con sangre, luego dicen jay, que me han muerto Y con vivir enfrente de la casa donde se hizo esta crueldad, no oyeron ni supieron otra cosa, y así lo juraron. Los matadores tomaron la sangre de su desventurado en un acetre o cubo, y fueron por toda la ciudad rociando y tiñiendo todas las esquinas y paredes para deslumbrar a la justicia; pero otros, que sentían mejor, dijeron que fué para quitar las manchas que había causado con su escandalosa vida.

Después de hecho esto, sacaron el desventurado cuerpo y lo pusieron de la parte de abajo del racionero, atravesado en la corriente de la calle del Baño, con sus guantes y su espada debajo del brazo y como que dormía; de suerte que viniendo dentro de poco tiempo don Pedro Zapata de fuera de Córdoba con más de veinte personas, que pasaron por encima de él, decían donaires, entendiendo que estaba borracho. Ansí estuvo toda la noche, hasta que la pobre mujer, que todo el día le había estado esperando, envió un recado a don Andrés de la Cerda si sabía de don Rodrigo.

Contóle todo lo que yo he dicho del trueque de la capa, y que nunca más le había visto. Envióle en casa de la mujer adonde le dijo que iba, y hallólo muerto como se ha dicho; fué tanto el dolor del criado y fueron tantas las voces que iba dando, que alborotó toda la ciudad. Trújose en casa de don Andrés, y de allí se llevó a enterrar, por no quitar la vida a la desdichada señora, que lo adoraba; y todo esto es lo que yo supe de la mujer de don Andrés, que se decía doña Beatriz Vique.

- Caso extraño el que habéis contado -dice Colodro- y digno de que se escriba para escarmiento de los hombres que viven con más libertad de la que la ley de Dios les permite. Y porque tengo deseo de saber el fin de tan extraña tragedia, os ruego me digáis cómo se vino a descubrir, siendo hecho este negocio con tanto secreto.

- En todo lo que se hizo -dice Escusado- no hubo sino indicios que tuvo la justicia. Envióse a la Corte por pesquisidor; hizo extraordinarias diligencias; prendió a don Juan de Córdoba, a don Alonso de Aguilar y a don Alonso de Cervantes y un pariente de la moza. Estos fueron atormentados de cuatro jueces que vinieron; y el que más les condenó fué el negro que llamó a don Rodrigo, y al que vino de Flandes no lo conoció el negro.

Fué presa con ellos una ama del racionero, y puesta en el borrico, negó tan valerosamente, que quedaron admirados los jueces, aunque no persuadidos que dejaba de saber algo; diéronle siete tormentos en el discurso del pleito, quedó libre y manca de pies y manos, como lo dispone aquella ley, que el que sufriere siete tormentos lo queda. Los caballeros Cortés enviaron por ella en una litera, tratándola con su fidelidad merecida. El negro murió en la cárcel con la vida que le dieron para ello; desdijose del primer juramento. (La causa y juramento.) La causa y pleito del racionero la pidió Su Santidad para su Rota. Al fin se dió en fiado, y salió libre de toda esta maraña. Al fin, todos los caballeros quedaron mancos de los tormentos, pero con su honra.

Sucedió que una noche le enviaron de casa de don Gómez, su hermano, un pan, y dentro de él un billete sin firma, que decía: En casos semejantes, callar más callar, y morir callando. Diólo don Juan a uno de los guardas, y partiendo el pan, halló el billete, y dióle al juez; y fué tanto lo que se embraveció, que no le dejó a don Juan Gómez cosa que no le secuestrase, con otras mil miserias con que se ardía la ciudad, por ser estos señores los más principales de ella.

Finalmente, después de haber dado cinco jueces, y que no se hallaba la verdad del caso, el Rey don Felipe Segundo no quiso dar más jueces, sino mandó que se llevasen a la Corte los presos; fueron todos los referidos, y después de tomado acuerdo y consultado, los mandaron dar en fiado, poniendo silencio para siempre en ello. Fueron recibidos estos caballeros en Córdoba con las mayores demostraciones de alegría que se puede decir por ser quien eran y por haber padecido en sin culpa.

Murió dentro de poco tiempo don Martín de los Ríos, señor de Fernán Núñez, y dejó en su testamento seis mil ducados para que se restituyesen por orden de la Compañía, entendiéndose que fué satisfacción para los que habían padecido por su causa. Lo que más admiró al Rey y a los jueces fué el ánimo y valor de la ama del racionero, pues en siete tormentos que le dieron, no se le oyó decir otra cosa más que ella no tenía cuenta con los convidados, sino era aderezar la comida bien para su amo; espantó esto a todos, y dijeron que semejante valor no se había visto en España, y que si sucediera en tiempo de los romanos, le hicieran una estatua.

Los Cortés, que son cuatro hermanos, agradecidos de la lealtad de la criada, anduvieron a porfía sobre quién la había de llevar; que es justo premio de lo que merece un criado honrado. Finalmente, digo que don Rodrigo de Vargas fué más perjudicial en la muerte que había sido en la vida.

Ésta, pues, fué la muerte de este desventurado caballero, tan animoso y valiente, que parecía que no había de hallarse otro en el mundo, y lo fué Luna, a quien él dió la bofetada, que tanto ofendió a todos los presentes, pagándole la afrenta que le hizo tan a su gusto y tan a su salvo, que parece que tomó Dios a este hombre por instrumento para que don Rodrigo pagase los enormes pecados, con tanto escándalo cometidos en aquella ciudad.

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