Casos Notables de la ciudad de Córdoba

De Cordobapedia
Saltar a: navegación, buscar

Casos Notables de la ciudad de Córdoba es un manuscrito fechado a principios del siglo XVII, en el que a través de la conversación mantenida entre dos personas, se repasan casos y sucesos que tuvieron lugar fundamentalmente en la ciudad de Córdoba del siglo XVI.

Por vía de diálogo entre dos mercaderes que se encontraron en la feria de Daimiel. El uno se llama Colodro, y el otro Domingo Escusado. Llega Colodro a una posada, y dásele el último aposento que ha quedado. Viene Domingo Escusado buscando posada, por estar todas ocupadas. Viéndole Colodro afligido, y pareciéndole ser hombre honrado, convídale con la mitad del aposento, y estimando la merced que se le hace, se apea, y piden de cenar, y sobremesa le dice Colodro a Escusado que de dónde es.

- De Córdoba soy -dice-, aunque ha días que no resido en ella. -Una puerta-dice Colodro- tiene Córdoba que se dice la Puerta Escusada.

- Es verdad - dice Domingo-, y nací bien cerca de ella, y a lo que entiendo, el sobrenombre que tengo de Escusado fué por nacer cerca de ella, y a distinción de otros Domingos, en las escuelas y estudios, los maestros me llamaban Domingo Escusado.

- ¿Pues sólo eso bastó -dice Colodro- para dejar el sobrenombre solariego y quedarse con el postizo?

- Así me parece -dice Domingo-, que con descender de los ganadores de Córdoba, ha sido de suerte que no me conocen sino por Domingo Escusado.

- Maravilládome habéis -dice Colodro- en lo que me habéis dicho. -No os espantéis-dice Domingo-. Yo os contaré como esté que os dé gusto.

- Decid -dice Colodro-, que me parece que me ha venido lo que yo deseaba.

-En Córdoba -dice Domingo- vive un caballero de los ganadores de ella. No sé por qué causa fué su padre a Orán, y allá tuvo un hijo, que yo conocí, que se llama don Luis de Godoy, y, por haber nacido en Berbería, le llaman comúnmente don Luis el Bárbaro, a distinción de otro don Luis de Godoy, que se perdió con el rey don Sebastián; de suerte que, en ausencia, no se le decía otro nombre.

Satisfecho quedó -dice Colodro-, pero gustaré, pues que nacisteis tan cerca de la Puerta Escusada, saber por qué se llamó de ese nombre,


Contenido

I. De la puerta del Colodro

Pláceme -dice Domingo-. Siendo yo mozuelo, of decir a algunos caballeros de la Piedra Escrita, que es cerca de la Puerta Escusada, que oyeron a sus padres que viniendo a ganar aquella ciudad el rey don Fernando el Tercero, la cercó y apretó de suerte que no se podía entrar ni salir en ella. Acudieron al rey moro, y le dijeron que por aquella parte que cafa a la sierra se abriese un postigo para meter ganado. Pareció bien al rey, y dió licencia para que se abriese, por donde entró algunos días ganado y otros bastimentos. Vino a noticia de algunos soldados lo que pasaba, y con un ardid estraño se metieron entre el mismo ganado doce de ellos, con apercibimiento que, en viendo la refriega, acudiesen los que quedaban en asechanzas. Al fin, viéndose dentro de la puerta, sacaron sus armas, y comenzaron como mus leones a matar en los moros con tanta furia, que en breve tiempo, con el ayuda de sus compañeros, se hicieron señores de la puerta y de las torres, y asi vino aquella parte de la ciudad a ser ganada. Sabido por el rey moro lo que pasaba, dijo: Bien escusada hubiera sido all aquella puerta. Y desde entonces se le quedó este nombre.

-Por Dios que me cuadra -dijo Colodro-, y tengo por cierto que lo mismo debió de ser la de Colodro, que está entre la Puerta Escusada y la del Rincón.

-Yo hice diligencia -dice Domingo, y supe de hombres muy versados en historias, que la Puerta el Colodro la defendió un hombre llamado del mismo nombre, que fué uno de los ganadores de Córdoba, y notable en valentía y esfuerzo, como lo demuestra este valeroso hecho, por el cual se le quedó el nombre a la dicha puerta.

II. La torre de la Malmuerta

-Una torre está -dice Colodro- en frente de los frailes de la Merced, que se llama Malmuerta, y deseo saber a qué fin se le puso este nombre.

--Yo me espanto-dice Domingo-que no lo sepáis, por ser muy público. Sucedió, pues, que dos deudos principales, por diferencias que tuvieron, se desafiaron, saliéndose a matar. El uno de ellos, llevando armas aven tajadas, mató al otro. Procedió la Justicia contra el reo, y, convencidos del crimen, fué condenado a muerte. Los reyes estaban en aquel tiempo necesitados de hombres y de dinero; conmutaron la muerte, tan justamente merecida, en que hiciese una torre o fortaleza, y que se llamase la torre Malmuerta, aludiendo el nombre a la causa por que fué hecha.

III. El cristiano cautivo en la Mezquita

-Mucho me he holgado, pero con igual deseo saber qué fundamento tiene un crucifijo que está en una columna de la iglesia mayor, y me hará merced de decirlo, si lo sabe.

- Es tanta la fuerza que tiene la tradición de nuestros padres, que muchas cosas, sin información de verdad, se han visto aprobadas sólo por la tradición de los nombres, y así está recibido de muchos tiempos acá en Córdoba que un cristiano, cautivo y gran siervo de Dios, oprimido con la esclavitud y deseoso del consuelo del cielo, con la uña formó un crucifijo en una columna de jaspe negro entre 366, que aquella santa iglesia tiene. Dícese que, hallada que fué la sagrada figura, escandalizados los moros que en su mezquita se hubiese hecho semejante cosa, se buscó quien fuese, y, hallado el cristiano, fué sentenciado a horcar, y se ejecutó el suplicio en otra calle de enfrente. Yo vi, el año de 1584, la soga que vivía (sic), y adoré el santo crucifijo, que tiene una rejita delante. Esto supe de hombres dignos de toda fe, y por tal está recibido en aquella ciudad.

IV. Los casos del padre Ávila

- Muy satisfecho quedo de todo, y para mí todo lo dicho son muy grandes indicios que sabéis machas cosas de Córdoba, aunque al principio me dijisteis que había muchos días que faltabais de ella; y así, por el gusto que recibo en saber cosas de mi patria, os ruego que lo que os preguntare y vos supiéredes, el tiempo que durare la feria, me lo digáis, que yo prometo servio con la misma voluntad. Supuesto esto, si tenéis noticia de las cosas que el Padre Maestro Ávila hizo en Córdoba, me las digáis, que son tantas, que ponen admiración; y para más calificación de este gran predicador, vino a decir el Padre Maestro Fray Alonso Carrillo, prior de San Pablo de Córdoba, que si a San Pablo habían de entender dos hombres, el uno era el Padre Maestro Ávila, y el otro estaba por nacer, por la grandeza de espíritu que mostró leyendo sus epístolas en aquella ciudad, con asombro y espanto de toda ella; tanta era la estimación que este siervo de Dios hacía de la explicación del Padre Ávila.

Finalmente, según es sabido, tuvo juntos más de veinte compañeros en el alcázar viejo, para principio de una religión que quería fundar; y cuando supo que el bienaventurado Padre Ignacio le había ganado por la mano, dió infinitas gracias a Dios, y así, pidió a sus compañeros que se entrasen en esta santa iglesia, porque era la misma que él quería fundar o establecer. Y entre otros que se entraron, de los hijos más queridos, y que le oía los sermones de rodillas, era don Diego de Guzmán, conde de Bailén, y el Padre Gonzalo Gómez, y el Padre Barzana, y el Padre Barajas; y después de haberlos animado a esto, dijo del bienaventurado Padre Ignacio una cosa que, por ser de un hombre santo, la quiero poner aquí: Que le había al Maestro sucedido lo que a un hombre de pocas fuerzas queriendo llevar una piedra pesada una cuesta arriba; forceja y revienta por llevarla, y al fin no puede. Viene un gigante, y quítasela de los brazos, y sin trabajo la sube a lo alto del monte. De suerte que al Beato Ignacio lo hace gigante, y a él se hace de pocas fuerzas.

- Gustado he de saber ese caso, que no lo sabía, y así me prefiero (sic) deciros todo lo que yo supiere por serviros, y yo recibiré particular gusto de contaros cosas del Maestro Ávila, por la mucha afición que les tengo; pero ha de ser con condición que lo que supiere me lo diga, que, como dicen, más ven cuatro ojos que dos; - Yo lo prometo -dijo Colodro-, y aunque he disimulado hasta aquí, yo soy de Córdoba y me crié con un discípulo del Maestro Avila, que de día ni de noche no contaba otra cosa, sino cosas admirables que le visto hacer, y esto con un sentimiento que enternecía. -No me salió en vano el juicio, que yo había hecho, que por las preguntas y respuestas que se me hacían, adivinaba lo que ha sucedido; yo me alegro mucho de que seamos de una tierra, y que sea tan aficionado al Padre Maestro Avila. Pues dejando estas cosas, vengamos a lo que importa, y sea un caso de los más extraños y nunca vistos que podáis imaginar.

En la iglesia mayor de Córdoba estaba un prebendado, mozo rico y noble; seguía sus gustos con mucho escándalo de la ciudad. Puso los ojos en una señora, no menos noble y principal que él, ni menos llevada de sus pasiones (callo los nombres de los muertos por no afrentar tantos vivos deudos de los dos). Sucedió, pues, que, por engaño o por fuerza, se salió de casa de sus padres, y se fué a casa de este caballero. Estuvo sin salir de ella seis o siete años, y en este tiempo parió cuatro veces, con tanto olvido de Dios como si fueran gentiles, de suerte que afirmaba la señora que no sabía cómo se decía misa ni sermón. Los deudos de esta señora no lo ignoraban, y para que se vea su nobleza, un primo hermano suyo era señor de vasallos; pero el enemigo era tan poderoso, que no se podía contrastar. Acudióse a misas y oraciones, pidiendo a Dios apretadamente el remedio de aquella oveja perdida. No menospreció el clementísimo Padre las oraciones de sus siervos, y las dispuso el negocio por este camino admirable y extraño.

Era el principio de Cuaresma, y estaba el Maestro Ávila predicando en la ciudad; seguíale toda ella, de suerte que para oirle se iba a tomar lugar a las dos y tres de la mañana. Yendo este caballero a sus horas, por cumplir con la obligación de su dignidad, uno de los criados se volvió a casa admirado de ver la infinidad de gente que en la iglesia estaba, y pasando por la parte donde estaba la pobre señora encerrada, conociólo de nombre, y con deseo de saber si había algo de nuevo, le preguntó: Fulano, ¿qué mundo corre por esa ciudad? El criado, que ya sabía la desdicha de la señora, no se le ofreció otra cosa sino lo que le había pasado en la iglesia con su señor para entrar en ella. La pobre señora le dijo que a qué causa se había juntado tanta gente. Él le respondió: «Sabrá, señora, que en la ciudad está un sacerdote que se llama el Maestro Avila, y es tanta su fama, que dondequiera que predica, se va toda la ciudad tras él, porque e dicen que verdaderamente es predicador del cielo.»

Fué tanto el deseo que Dios le dió de verlo y oirle, que, sacándose una sortija del dedo, se la dió por entre puertas, rogándole por amor de Dios que le buscase un manto, y juntamente le trajese una escalera, que le daba palabra que antes que su señor viniese se habría ella vuelto. Creyóse el buen escudero de las razones que le dijo, y movido de compasión, y Dios que movió al escudero; y así, tomando la sortija, fué y trajo el manto y la escalera. Bajó por ella y fuése a las voladas a la iglesia, en ocasión que una señora, mujer de un titular, entraba a su sitial, y así, a vuelta de las demás criadas, fué entrando, de suerte que se sentó frente del púlpito, a tiempo que estaba el predicador en él. Y sucedió un caso que, por ser particular, y no fuera de propósito, lo diré aquí. Es, pues, que en aquel tiempo se decía el Credo antes de decir el sermón, y desde el Concilio de Trento acá, se dice después del sermón. Sucedió que para oir el sermón se fueron apretando muchísimo, y después, para oir el Evangelio, se levantaron, y al sentarse para oir el sermón, fué tanta la apretura, que se quedaron ocho mujeres sin lugar.

Dió esto tanta pesadumbre, que se inquietó toda la gente, y hubo de salir del coro el maestro de ceremonias con dos canónigos, y nada prestó para que hiciesen lugar a las mujeres. Viendo el Padre Ávila que le impedían el sermón, dijo estas palabras: La persona que no es comedida, más valiera que no naciera en el mundo. Fué de tanta fuerza esta palabra, que luego se levantaron todas las mujeres, que dieron lugar a las que estaban en pie y pudieran caber otras tantas. He dicho esto para que se viera la fuerza que tenía en el decir.

Comenzó, pues, su sermón, encaminando todo cuanto decía a la pobre señora, como si se le hubiera revelado su miserable estado; dijo los grandes castigos que Dios había hecho por él, trayendo mil lugares de la Sagrada Scriptura, y últimamente la pérdida de España, los tormentos particulares que hay en el infierno para los que de propósito se están en los pecados. Últimamente concluyó con decir las piadosas entrañas de Dios los para que se vuelven a él y le piden perdón de sus pecados, dando seguro de su parte a los que de veras se vuelven a Él.

Fué tanta la impresión de las razones, y tanto el dolor de su feo y abominable pecado, que, reventando de lágrimas y dolor, se fué al Padre Ávila como una cierva herida, y, arrojándose a sus pies, le pedía que rogase a Dios por ella, que era la más mala hembra que había nacido de mujeres. El santo y bendito padre la llevó a un confesonario, no embargante, que llevaba calada hasta la sobrepelliz, y por cumplir con la doctrina que él enseñaba a sus discípulos, que no dejasen de acudir a semejantes ocasiones por cansados que fuesen, porque por experiencia tenía observado que entonces se cogía el fruto que se deseaba.

Y ansí, después de haber confesado sus culpas, le pidió por las entrañas de Dios que la defendiese y amparase de aquella bestia fiera, y que desde allí iría adonde su reverencia le mandase. Fiado de Dios el santo, y puestos los ojos en él, le pidió favor y ayuda, y se encargó del negocio más arduo y dificultoso que hasta hoy confesor ha emprendido; y así, luego de su hora, la llevó en casa de doña Teresa de Narváez, junto a la Magdalena. Era esta señora madre de don Jerónimo Manrique y de don Diego de Aguayo, y era tan sierva de Dios, que, por consejo del Padre Avila, tenía cuarenta camas de pobres; las veinte curaba esta señora y sus criadas, que eran de mujeres pobres, y las otras veinte, el Maestro Ávila y sus discípulos, con notable edificación de toda la ciudad.

-Habéisme maravillado-dice Colodro- de lo que habéis dicho, porque conozco yo toda esa gente, y la traté, y doy gracias a Dios que le sirviesen con obras tan de cristianos, bien diferente de lo que hacen hoy. otros iguales suyos, pareciéndoles que es ajeno de su nobleza acudir a semejantes obras de piedad. Lo que os ruego, Escusado, es que me acabéis de contar en qué paró este negocio, que lo deseo mucho saber.

-Pues volviendo a nuestro cuento-dice Colodro-, llegados que fueron los dos, contóle el maestro en pocas palabras toda la historia que queda contada, y fué de tanto consuelo la conversión de la pobre se flora, y que su casa fuese el amparo de cosa tan desamparada, que no sabré decir cuál de los dos tuvo mayor consuelo en su alma. Acaricióla, compadeció se de su trabajo, animóla a la perseverancia, prometióle su ayuda, y daba mil gracias a Dios por haberla traído a su casa ocasión de tanto merecimiento. Con esto, comieron, siendo el principal plato lágrimas de alegría, que es paga que Dios da de contado a los que le sirven.

-Hacedme placer -dice Colodro- de decirme, si sabéis, lo que hizo el prebendado cuando vino y no halló en casa la señora.

-Yo lo contaré- dice Escusado, que todo se supo. Vuelto, pues, de la iglesia, abrió su sala como solía, y no halló a doña María, que así se llamaba (y éste será su nombre en lo restante del caso), y, saliendo de la sala como un león desatado, pregunta a uno y a otro; vase al mayordomo, pregúntale qué cuidado tiene de su casa, y al fin, como perro rabioso, viendo que nadie le daba cuenta de lo que preguntaba, los hacía pedazos entre las manos, excusándose con decir que todos le fueron acompañando y que no estaban avisados de nada.

Al alboroto del amo y de las voces que daba, se juntaron todos los criados, y entendida la plática de todos, dijo un mozo de caballos que, dentro de poco que su merced se fué, entró un picarillo con una escalera, y que no lo conoció, ni se cuidó de ello por estar ocupado con sus caballos; y que no pasó mucho cuando vió salir una mujer con tal vestido y sin chapines, y tan apriesa, que iba más corriendo que andando; y que él estuvo con cuidado, y que no vió más que esto. Con estas señas conoció que aquélla era doña María, y que si fué al sermón, ella quedaría cazada, porque fué sermón como hecho para pecadores. Hizo luego mil diligencias, y la última fué enviar un criado a doña Teresa, si antes o después que el Maestro Ávila viniese de predicar, si había entrado en su casa una mujer de tales señas. No se previno esto, y a lo. preguntado respondieron que sí, y que dentro estaba. Volvieron a las volandas, y avisaron a su señor de lo que pasaba.

Sabida la verdad, quedó fuera de sí en ver que si el Maestro Ávila tomaba aquello a pechos, lo había de vencer; pero sin embargo de esto, hizo una de las extraordinarias diligencias que habéis oído, y fué que cercó toda la casa de doña Teresa con gran cantidad de criados, sin que la pudiesen sacar sin venir a las manos la presa. Alborotóse todo el barrio viendo la prevención de las guardas, y nadie sabía la causa. Avisaron al Maestro Ávila del alboroto, y por evitar lo que sin pensar pudiera suceder, se fué en casa del Corregidor, que era un gran caballero, y temeroso de Dios, contóle todo lo que pasaba, y como buen juez acudió al remedio con la brevedad que un caso tan enconado lo había menester; y fué que dió su misma carroza y hombres de a caballo y de a pie, y él en persona autorizó el hecho. Y sabida la voluntad del Maestro Ávila que convenía que se llevase a Montilla, porque los señores Marqueses estimaban al Maestro Ávila como a santo, y conociendo que este negocio tendría el fin que se deseaba, si fuese a las manos de sus excelencias, se determinó de llevarla.

Salieron aquella tarde con todo este acompañamiento; salió el Corregidor, el Maestro y doña María en la carroza, corridas las cortinas, por la puente de la Carrahola, y andadas dos leguas, se volvió el Corregidor para lo que pudiera suceder. Finalmente, viendo el prebendado que todas las puertas se le cerraban, acudió a uno que no es menos desatino que el poner de las guardas, y fué que envió un correo al Duque muy aprisa, y la sustancia del recaudo era ésta: E Maestro Ávila me ha quitado una mujer, de que he recebido notable pena, y si no se amparara del Corregidor, no saliera ella de Córdoba, y también partí man cuando supe que iba a Vra. Ex. con ella; que sabiendo que era cosa que me tocaba, acudiría Vra. Ex., com siempre, a hacerme merced; y ansí se lo suplico que luego que llegue me la envie, porque recibiré en ello suma merced.

Pudo escribir esto, porque era lo suyo, y fuera de esta ocasión viera el cielo abierto el Marqués y Marquesa, si les mandaría algo de su gusto, porque se lo debían; pero en esto no hubo lugar, porque informados del Maestro Ávila de la verdad, no sólo no acudió a lo que le pedía, antes abominó la demanda, y ansí, con parecer del Maestro Ávila, se le escribió una carta comedida. Oída la nueva, salió de Córdoba, y fingiendo que se iba a un lugar suyo, se fué a Granada, adonde estaba el Maestro Ávila; y disfrazado, se fué a besar las manos al Arzobispo, que a la sazón era don Pedro Guerrero, y muy hijo del Maestro Avila, a quien traía muchas veces a su casa, y para más consuelo suyo lo aposentaba en otra pieza sobre su aposento, de manera que dándole dos golpes, abajaba a la pieza del Arzobispo.

Al fin, volviendo a nuestro cuento, besó las manos al Arzobispo, y comenzó a hacerle un gran cargo, diciendo que sólo por avisar a su señoría de algunas cosas del Padre Ávila había venido desde Córdoba, que no hiciese tanto caso de él, porque era muy diferente de lo que pensaba y muy escandaloso en su vida, porque estaba mal amigado con una mujer, y la traía consigo desde Córdoba, y la tenía en Granada, y otras cosas a este modo, con que el Arzobispo quedó neutral, por ser la persona que lo decía tan calificada.

Agradecióselo mucho el Arzobispo y le prometió que de allí adelante andaría con más recato. Despidióse y tomó el bordón, como tenía de costumbre, y subió de su ora al aposento del Maestro, y con un sentimiento nunca visto, le comenzó a decir todo lo que le habían dicho. Escuchólo el Maestro con gran sosiego, y luego que acabó todo lo que tenía que decir, le tomó el Maestro Ávila de la mano y se la puso sobre un balcón que sale a la plaza de Viva Rambla, y dijo: Si de vuestra señoría se dijese otro tanto en esta plaza, ¿qué se le daría a vuestra señoría? Respondió: A mí, nada. Pues lo mismo, dijo el Maestro, se me da a mí. Contóle el caso, y por las señas que el Maestro dió, se conoció que era el pretendiente.

- Espantado me habéis -dijo Colodro- de lo que acabáis de decir, y que pueda tanto una pasión que se pusiese ese caballero a tantos negocios, y últimamente a salir de su casa y, con engaño y pasión, infamar un hombre tan santo y de tanta reputación. ¿En qué paró este caso? Que es cierto da gusto de tragedia, y, según voy viendo, ha de venir a parar en mucha honra de Dios.. Dios.

- Esperad; veréis -dice Escusado en lo que paró. Por lo que se le dijo al Arzobispo de esta señora, pidió que la quería ver. Venida que fué a su presencia, le lastimó el corazón, y para que la compasión que de ella tuvo no pareciese fingida, le prometió quinientos ducados por la vida de doña María; dióle las gracias el Padre Ávila, y después de haber estado algún tiempo en Granada, y pareciéndole al Padre Ávila que doña María estaba muy aprovechada, quiso que se volviese a Córdoba a vivir, para que se echase de ver cuán poderosa es la mano de Dios; y para animar a los caldos, y para espanto de los que sabían el caso y estaban escandalizados, pidió a doña María si gustaría de volver a Córdoba; ella respondió que de buena gana. Aderezóse el viaje, y fué a besar las manos del Arzobispo por la gran liberalidad de su caridad. El Arzobispo la recibió benignamente, y le rogó encarecidamente le encomendase a Dios, que esperaba por su intercesión perdón de sus pecados, y pidiéndole que en cualquiera ocasión que se le ofreciese, que le mandase, que lo haría con mucho gusto.

Sad de Granada, se vinieron a Montilla. Aquellos tan cristianos, no fueron menos generosos que el Arzobispo, prometiéndole otros quinientos ducados. La Condesa de Feria, luego que se le avis, como tan piadosa señora, y echando de ver que el caso requería que se acudiese honradamente, prometió otros quinientos ducados. Finalmente, entre otros señores principales se juntaron otros quinientos docados, de manera que doña María tenía más de dos ducados para su plato; y ansi fué de parecer el Padre Ávila que se le alquilase una casa de las buenas que hubiese, y que tuviese dos escuderos y cuatro amas que la sirviesen, y todo esto sin que ella lo supiese.

Envió dos de sus discípulos para que alquilasen la casa, y mientras que fueron, había venido de Castilla un hijo de un grande; vino a Córdoba a tomar consejo con el Padre Ávila sobre qué estado elegiría; y dando y tomando sobre esto, llegaron los dos sacerdotes, y dijéronle al oido que ya estaba alquilada la casa; holgóse el Padre Ávila y rogoles que esperasen un poco. El mozo caballero, deseoso de saber lo que se trataba, le rogó se lo dijese, si se podía decir. El Padre Ávila dijo que sí, y que se holgaría saber uno de los casos extraños que en su tiempo había pasado; contóle todo el caso, y dijo el caballero: "Padre reverendísimo, ya que no soy tan poderoso como esos príncipes, reciba Dios un cormadillo que quiero dar con gran voluntad y amor; y es que esa casa que está alquilada, yo la pagaré," y ansí lo hizo; y el retorno de este cornado fué hacerle Dios un gran siervo suyo en una religión donde entró.

- Verdaderamente dice Colodro estoy espantado, viendo cómo favoreció Dios un negocio que al principio parecía estar desahuciado de todo punto y de favor humano; que bien dice la Scriptura que si la madre se descuidase del hijo que parió, que el Señor no se descuidaría, sino que en el mayor aprieto y trabajo acudirá, como acudió a esta señora, tomando por instrumento al Padre Ávila, y moviendo a los demás señores con sus limosnas se diese un fin tan deseado y de tanta gloria y servicio de Nuestro Señor.

- Mucho gustaré -dijo Colodro- que me digáis el fin que tuvo este negocio, que a lo que imagino, ha de ser de gusto, yo os lo prometo.

- Dióse, pues, el cargo de todo esto a un sacerdote siervo de Dios. Decíasele misa en casa todos los días; no salía de ella a parte ninguna, y cuando doña María vido el aparato de casa, y ponía los ojos en quién había sido, dijo que en ninguna manera pasaría por aquello, que se despidiesen los escuderos y las amas, y que no quedase más de una, y no para criada, sino en lugar de hermana; y por darle contento, en todo se hizo como lo rogó. De esta suerte pasó algún tiempo con muy grande aprovechamiento del bien de su alma, cuando le vino una imaginación de que sería gran servicio de Dios que sus hijos estuviesen con ella. Pareció bien al Padre Ávila, y tratóse con su padre, y de ninguna suerte quiso; y así se acudió por justicia, y se trajeron a casa de su madre. Eran dos hijos y dos hijas; éstas, cuando fueron de edad, se metieron monjas; y el uno de los hijos murió, y el otro se casó honradísimamente, porque, demás de ser tan noble como era, llevó cuatro mil ducados de las sobras de lo que daban aquellos señores. Este fin tuvo este caso, tan digno de ser contado para que los confesores se animen y no desmayen en semejantes ocasiones, que siendo causas de Dios él las favorecerá, como lo hizo en este caso.


V. San Juan de Ávila y el obispo Leopoldo de Austria

- Quedo -dice Colodro- tan espantado de ver la fuerza que este siervo de Dios tenía en el decir, que confirmo ahora lo que me dijeron que le pasó en un sermón, que hizo delante de don Leopoldo de Austria, tio fué del Emperador Carlos Quinto y Obispo de que Córdoba.

Comenzó a tratar de la rigorosa cuenta que habían de dar los obispos de las rentas que gastan mal gastadas, siendo patrimonio de los pobres, el descuido notable de sus ovejas, de los estribos dorados, y aparato de sus casas, criados y personas, y otras cosas a este modo, que a juicio de todos creyeron que lo echaría de la ciudad, según la libertad con que había hablado; pero fué bien al contrario de lo que se pensó, que, pasados seis días, le fue a besar las manos, y estuvieron a la mira con el semblante que lo había de recebir, y fué de manera la fiesta y gusto que el obispo tuvo con el Maestro, que todos quedaron pasmados; al fin, el obispo le dijo que mirase si había menester algo, y el Padre Ávila le dijo que se habían amparado de él dos doncellas honradas para que las favoreciese, porque se querían casar y eran pobres; que suplicaba a su Illma. les diese algo, porque sabía que eran honradas y virtuosas. Iba con ánimo, según él dijo después, de pedirle doscientos ducados, y aun menos; pero, oída la petición, dijo que de muy buena gana quería acudir a semejantes obras, y mandó llamar a su camarera, y le mandó dar mil ducados, y le dijo que si eran menester más, que le avisase. El Maestro se lo agradeció mucho.

-Consolado quedo de haber oído esa obra de piedad -dijo Colodro- que ese principe hizo, pues se cumple el refrán: que más da el duro que el desnudo.

VI. El padre Ávila y la Marquesa de Priego

- Yo os contaré otro caso -dijo Domingo- que le pasó al Maestro con la Condesa de Feria y Marquesa de Priego; y es que el Conde de Feria se casó con la Marquesa de Priego, y, como señores tan principales y ricos, hicieron grandes gastos, y entre otras cosas, fué una carroza tan llena de plata, que no parecía la madera. Llevando, pues, el Conde a la Marquesa a cacería, pasó por Córdoba con su carroza, de suerte que unos se maravillaban y otros se escandalizaban viendo tan grande gasto y aparato.

Finalmente pasó a Zafra, y dentro de dos meses que allí estuvo, envió a llamar al Maestro Ávila, que se quería confesar con él antes de parir. Vino el Padre Ávila a Córdoba, y uno de sus discípulos preguntóle que adónde iba tan apriesa. Llámame, dijo, la Condesa de Feria, y a lo que entiendo por su carta, está en días de parir, y se quiere confesar conmigo. ¿Pues aquella mujer profana dice quiere confesar, que pasó por aquí en una carroza de plata, escandalizando a la ciudad que parecía gentil? Rogad vos a Dios, dijo el Padre Ávila, que ella se hinque de rodillas a mis pies, que yo le quitaré la carroza. Y más adelante partióse de Córdoba y, llegado a Zafra, fué recebido por la Condesa con grande alegría y consuelo de su alma.

Disponiéndose, pues, la Condesa, comenzó su confesión general, y abrióle Dios los ojos por las oraciones del santo para aborrecer todo cuanto el mundo tenía; luego dió de mano tan de veras a todo, que nunca jamás volvió atrás de lo que una vez comenzó: deshízose la carroza con todas las demás cosas de adorno de su persona; usó de una camisa alta y basta y de unos zapatos abrochados de los que se ponían sus criados; dormía en un zarzo no estando el Conde en casa, y a ejemplo de su señora, treinta doncellas que tenía consigo hicieron lo mismo, haciendo todas confesión general no con menos aprovechamiento que su señora. Ocupóse una cuaresma en estas cosas, y aquí es donde don Diego de Guzmán, conde de Bailén, le oía los sermones de rodillas por el gran respeto que tenía a su doctrina.

Hizo en Extremadura infinidad de beatas, juntaron sele gran cantidad de discípulos; finalmente, parecía una primitiva iglesia. Fué forzoso dejar esto por acudir al Andalucía; partióse de la Condesa, dándole palabra de enviarle un hijo suyo con quien no sentiría su falta.

Llegó, pues, a Córdoba, y envió a llamar a aquel sacerdote que se había escandalizado de la Condesa. Dióle cuenta de todo lo que había hecho, y que se aprestase luego, porque habÓa de ir a confesar a la Condesa y sus criadas, y que de él sólo hacía confianza en un negocio tan grave, y que aprendiese a no menos preciar a nadie, porque la gracia de Dios es más poderosa que todos los pecados del mundo.

Partióse con la bendición de su maestro y fué recibido como ángel; quedó fuera de sí de ver la Condesa, que más parecía religiosa que señora; toda su casa y criados parecían unos religiosos en el vestido, comida y bebida, y en lo demás se echaba de ver cuán de veras servían a Dios; la Condesa andaba tan temerosa de Dios, que en todo dudaba, y ansí en esto pedía consejo a este siervo de Dios, y no obstante esto, cuando e Conde estaba en casa, acudíale tan sin melindre, que parecía que no trataba sino de servirle y regalarle. A la señoras de Zafra las acariciaba y trataba como si fuera iguales, y así era amada y querida, no como señor sino como hermana. Las treinta doncellas que le servía no estaban menos aprovechadas por el dechado virtud que tenían en su señora. Estaba una sala diputa para sola azotarse, y me afirmaba este siervo de Dios que estaban las paredes y el suelo todo lleno de sangre; dábales premio la santa Condesa a quien más se mortificaba.

De treinta raciones que les daban, comían con las diez, y las veinte daban de limosna. Eran visitadas de gente principal, y quedaban espantados de ver cuán de veras se servía a Dios, y si alguna de ellas se desmandaba en algo, la que estaba más cerca le daba del codo, que así está ya establecido, y esto no sólo era en estas señoras, sino también en los pajes, mayordomos y criados de la casa, porque los amos son agujas de marear que llevan tras sí a los que les sirven. Y ansi decía este siervo de Dios que no acertaba a contar las virtudes que en aquella casa había, y en toda Extremadura, por la doctrina del santo Padre Ávila.

Avisábale este santo sacerdote del mucho aprovechamiento que había en casa de la Condesa, y en toda su tierra había tanto, que en solo Fregenal había más de seiscientas beatas y muchos hombres de diferentes estados que vivían en grandísima perfección. Viendo, pues, el Padre Ávila el buen estado en que estaban las cosas, y que ya se podían valer por sí, y que los negocios del Andalucía pedían mucha asistencia, envió a llamar de Dios (sic) mandándole que se partiese luego, avisó de ello a la Condesa, y ella y toda su casa sintió mucho el nuevo mandato; pero como hijos y verdaderos obedecieron todos, aunque no ignoraban lo que perdían en dejar ir al que les era a todos consuelo. Dióle a la partida la santa Condesa a este siervo de Dios dos piezas de oro que le habían quedado, no para él, que jamás recibió nada por misa ni sermón, mas para que lo diera al Padre Ávila para que lo repartiera a pobres en el Andalucía, con condición que las fundiesen, porque estaban con las armas de Córdoba; la una era galera con todos sus remos y jarcias, y la otra una bujeta de olor de extremada hechura, porque llegando al platero que las fundiese, daba quinientos ducados de hechura, y no se admitió el envite, por que se cumpliese la voluntad de su dueño; y ansi se echaron en el crisol, con gran sentimiento del platero.

Fué, pues, recibido a este sacerdote del Maestro Ávila con gran consuelo de su alma, viendo que le habla Dios tomado por instrumento para obrar tantas maravillas como le contaba este su santo discípulo, y ansí se animaba para no desmayar, ni a esconder la luz que Dios le había comunicado para la sión de las almas, que tanto a Dios le costaron, y ansí parecía que de estas cosas salía alentado para emprender otras mayores, como lo hizo en el resto de su santa vida.

VII. Conversión de doña Sancha Carrillo, que hizo el Maestro Ávila cuando estaba resuelta a ir a ser dama de la Emperatriz, y su dichoso fin

- No sé cómo os decir -dice Colodro- el alegría que mi alma ha recibido, viendo los principios de la con versión de la Condesa, y cuán fondos cimientos echó en la virtud y menosprecio del mundo; los cuales resplandecieron con grandes ventajas en su vida y muerte; todo lo cual os he dicho, como me lo contó a mí un discípulo de el Padre Ávila; y pues yo os he servido en contaros todo lo que yo he sabido, cumplid lo que me prometisteis al principio, que entiendo no ha de ser de menos gusto que el pasado.

- A mi me place dijo Colodro-, Sabréis que en Córdoba está una casa de los ganadores de ella, que se llaman los señores de Guadalcázar. Son Córdobas finos, y una de las casas que compiten con el Marqués de Priego, que es Duque de Sessa y Conde de Alcaudete, con todos los señores que se jactan venir de aquellos ganadores, cuyos nombres hoy retienen en si y de ello hacen ostentación en sus armas y escudo.

Finalmente le oía decir a don Andrés Fernández de Córdoba, obispo de Badajoz y sobrino de esta señora doña Sancha Carrillo, que su abuelo de esta señora entró en partija con doña Juana, hija de los Reyes Católicos de España, por haber casado el Rey don Juan de Aragón, padre que fué del Rey don Fernando, con una abuela suya. Al fin esta señora iba a ser dama de la Emperatriz, y preparadas todas las cosas para el viaje, como convenía, un hermano de esta señora, que se llamaba don Pedro de Córdoba, éste era discípulo del Padre Ávila, y le seguía en sus consejos, y como hombre tocado de Dios y que consideraba la brevedad de este mundo con diferentes ojos que su padre y hermana, le pesaba de la ida de esta su hermana, por el descuido con que se vive en las casas de los reyes, persuadió muchas veces a sus padres y hermana diesen de mano a aquel viaje y pretensión, pues sin ser dama de la Emperatriz, podría muy bien casarse.

Todo lo cual le era de notable disgusto y desabrimiento, no dando oídos a nada a trueque de salir de su intento; y, así, no trataba de otras cosas sino de su partida; tanto, que se aprestó todo hasta tener las cabalgaduras, coches y litera en que había de ir a la puerta de casa. Don Pedro su hermano, a quien Dios había tomado por instrumento de esta conversión, no la dejaba un punto con consejos y amonestaciones; y viendo que nada aprovechaba, le rogó, hincado de rodillas, que, por lo menos, antes que se fuese, le hablase al Padre Ávila y se despidiese de él Por darle gusto, admitió este ruego, y ansí se detuv ohasta que viniese el Padre Ávila. Fué a llamarlo el bue don Pedro, y pidióle con todo encarecimiento fuese hablar a su hermana, y que la apartase del viaje que llevaba, dándole a entender los peligros en que se iba poner, de alma y cuerpo.

Prometióle de hacerlo con se lo rogaba, y que fuese su merced, que él iría tras él. Hizolo ansí, y recogióse por breve espacio en un oratorio, adonde pidió a Dios mudase el corazón de aquella señora y no permitiese se perdiese su alma. Fué esta oración tan acepta a Dios como se verá en lo que sucedido.

Llegó el buen don Pedro, y rogóle a doña Sancha se llegase a Santa Marina, que es una parroquia que está allí cerca, porque sería más decente lugar para el Padre Ávila; hízolo ella de buena gana, que en esto se echo luego de ver que comenzaba el Señor a obrar sus maravillas. Hecha su oración en la iglesia, entróse en un confesonario donde estaba el Padre Avila, y después de las ordinarias salutaciones, tomó la mano sobre lo que don Pedro le había dicho, y como maestro tan diestro en encaminar almas al cielo, le fué diciendo tales cosas en contra de sus pretensiones, que, derritiéndose aquel corazón frío en lágrimas de confusión y de vergüenza, desistió de lo que tan adelante estaba, y pidiéndole que no la dejase un punto, porque se determinaba en dejar todo cuanto el mundo tenía. El santo se lo prometió, y fiada de Dios y de la fe y palabra de su santo, se volvió a casa bien diferente de como había venido de ella.

Pidió a sus padres que dejasen aquel viaje, dándoles las gracias por el cuidado que habían puesto en el aumento de su honra, y que ella lo pensaba poner de allí adelante en llorar y hacer penitencia de sus pecados; y que para esto les suplicaba le diesen un aposento, el más retirado de toda la casa, adonde sin registro de nadie pudiese darse a sus ejercicios. Viendo esto los padres y hermanos, y admirados de una mudanza tan nueva, le persuadieron que mirase no hiciese alguna liviandad de moza, y que después se arrepintiese; que lo mirase bien y no quisiese afrentarlos. Ella los satisfizo con razones tan fuertes, que, dejando la sospecha, se determinaron de darle contento, viendo que todo esto iba encaminado por la mano de Dios.

Escogió dos doncellas, de quien tenía satisfacción de que eran virtuosas, recogióse con ellas a un cuarto de casa como ella lo había pedido, y comenzó su ejercicio, y cebóse en él con tanto gusto, que en ninguna cosa de esta vida lo tenía mayor, daban la limosna la comida que se les daba, y venida la noche, bajaban las tres siervas de Dios a los suelos de las cocinas, y de los mendrugos de pan que hallaban y otras cosas des echadas de las criadas de su padre comían esta mortificación voluntaria, agradando tanto a Dios, que en retorno de ella le apareció diversas veces, recreando su alma con muchas mercedes y favores. Cebóse tanto en estos gustos, y fué tan agradecida a Dios, que no trataba sino de recompensarlo con grandísimas penitencias y trabajos, y así su ordinaria petición era pedirlos a Su Majestad, y que fuese arrastrada por su amor y hecha mil pedazos por quien tantas mercedes y favores le hacía.

Sucedió en este tiempo un año muy trabajoso, y viendo la fervorosa señora que su querido Señor había de ser ofendido por ocasión de la necesidad, le pidió de todo su corazón que tomase la venganza de ella y que perdonase a toda el Andalucía; y para que se vea tiene hoy Dios Moisen es que le pidan con los brazos levantados, pues se echó bien de ver haber oído a esta su sierva, pues milagrosamente se remedió la hambre, y a esta sierva de Dios le sobrevinieron una tercianas tan crueles, que ninguna ropa era bastante para resistir los grandes fríos, tanto, que afirmaron lo médicos ser fuera de todo uso natural la enfermedad de que padeció mucho tiempo, con admiración de que cuerpo humano pudiese resistir tanto mal.

Iba esta señora un día al convento de la Merced que estaba cerca de su casa, y en el camino aparecióse Jesucristo crucificado, y compadeciéndose de él, le dijo: Señor mio, ¿pues siendo día de tanta festividad, estáis de esa manera? (Era día del Corpus Christi.) Has de saber, dijo el Señor, que los hombres con sus pecados me ponen cada día en esta cruz. Quedó absorta en Dios por largo tiempo, y cuando volvió en sí, daba voces rogando y pidiendo que nadie le ofendiese.

Vinole un deseo a esta sierva de Dios de saber el estado en que estaba su alma, y ansí se lo concedió, y le apareció una ánima pequeña, ensecada y descolorida y lagañosa, que era asco mirarla; y fué tanto el espanto que le dió de verla, que fué necesario que le consolara el mismo Señor que le había dado este deseo, y ansi le animó diciendo que nada de aquello era pecado mortal, sino veniales e imperfecciones en amarle y servirle. Para que se vea la figura que tendrá una desdichada alma que está metida en un abismo de pecados en desgracia de Dios; y en esto creo a los teólogos, que dicen que es más feo el pecado que el demonio. Finalmente, desde que Dios le hizo merced de mostrarle su alma, se alentó a servirle muy de veras, y últimamente la llevó Su Majestad de esta vida, teniendo siempre por guía a su buen maestro hasta el fin de ella. Murió en Écija; fué traída a enterrar a Córdoba, al enterramiento de sus padres, que es la capilla mayor de San Francisco, que es uno de los mejores de aquella ciudad.

Sabida su venida, salió toda ella a ver una santa, que tal era ya su fama en toda el Andalucía; venía en una litera que la traían dos acémilas muy mansas y domésticas; y para que se vea los justos juicios de Dios, que, como dijimos arriba, le había pedido encarecidísimamente que fuese arrastrada por él, no se lo concedió en la vida, y otorgóselo en la muerte; y así, en entrando que comenzó a entrar el acompañamiento de los conventos y clerecía por la puente de Carrahola, una de las dos acémilas que llevaban el cuerpo se desasió de las correas y lazos con que iba asida, con notable espanto de los circunstantes, sin poderlo nadie reparar; y la delantera, asombrada del golpe que dió la litera, partió por medio de infinidad de gente, sin ser poderosa toda ella para detenerla; llevó arrastrando el cuerpo de la santa por toda la Platería y Pescadería y calle la Feria, hasta que entró en el Compás de San Francisco, adonde se paró tan quieta y sosegada como si viniera en compañía de la otra; todo lo cual se conoció ser guiado del cielo, como toda la ciudad lo echó de ver.

Allí fué enterrada esta santa, no con lágrimas y pena, como se suele hacer, sino alabando a Dios en sus santos y pidiéndole mercedes por intercesión de su sierva, de cuya gloria estaban ciertos. Este fin tan dichoso tuvo aquella visita tan dichosa que el Padre Ávila hizo a esta sierva de Dios, y lo pudo su amonestación, trocando las pretensiones y regalos de este mundo en los del cielo. Dedicó el Padre Ávila a esta señora aquel famoso libro que comienza Audifilia, de quien se dice que el famoso y católico Rey don Felipe lo tuvo en mucha veneración, y dice este santo príncipe que ningún cristiano debía de estar sin él.

- Si yo pudiera-dice Colodro- explicar con palabras el consuelo que mi corazón ha recibido de haber oído la causa y principios de la santidad de doña Sancha Carrillo, no me parece acabara, pareciéndome que si su santidad sucediera en la primitiva iglesia, ella estuviera canonizada, por ser particulares los favores y mercedes que Dios le hizo; maravillome mucho que con ser señora tan noble como decís y haber sido su vida tan notoria, pues, como se sabe, la escribió don Pedro, su hermano, por mandado de el Padre Avila, y se leyó en muchos conventos, y se traían cada día en los púlpitos sus heroicas virtudes, que esos señores parientes no la hayan hecho imprimir, para que todos la gozasen, pues, a mi ver, compite con cualquiera de las famosas de nuestros tiempos.

- A eso respondo -dice Colodro- que más pienso ha sido descuido de esos señores que no otra cosa, pues pudieran haber tomado ejemplo en el Marqués de Priego, que rogó a un padre de la Compañía que averiguase la vida y muerte de la Condesa de Feria, la cual anda impresa, con mucho fruto de los que la leen.

- He reparado muchas veces -señor Colodro- que dichosos tiempos fueron aquellos de ahora ochenta años, y comencemos por esta señora que acabamos de decir, la Condesa de Feria (sic), la Madre Teresa de Jesús; pues si se cuentan los siervos de Dios que florecieron, no hay número, y entre ellos fué el Beato Padre Ignacio, y los dos santos compañeros que le siguieron no fueron de menor fama que su padre; también el Padre Francisco de Xavier, el Padre Diego Laínez, el Padre Salmerón, que con sus escriptos ilustró a la iglesia de Dios; el Padre Francisco de Borja, Duque de Gandía. ¿Pues qué diré de los mártires que padecieron en la Compañía? La Reina María de Escocia en Ingalaterra. Fué de este tiempo Fray Nicolás Beltrán, el obispo Villanueva, el doctor Diego Pérez, Juan de Dios el de Granada, un su hijo llamado el Hermano Baltasar, el Padre Mateo, que fué fundador del Tardón, junto a Córdoba; el Padre Centenares y el Padre Fray Luis de Granada, merecedor de toda alabanza, pues sus escritos y vida tanto florecieron en España y fuera de ella.

¿Pues qué diré del Padre Ávila, de su santidad y vida, de su opinión en Italia y Francia, pues le llamaban a boca llena doctor de la Iglesia, y sin duda fué providencia de Dios que cuando Martin Lutero se desvergonzó a Dios y a su Vicario, escogió Dios en España tantos siervos suyos para que predicasen su palabra, más bien entendida que el traidor la interpretaba?

VIII. Ejemplar vida de doña María Fernández de Córdoba, hija de los Marqueses de Priego, que fundó el Hospital de los Desamparados de Córdoba. =

- Bien habéis reparado -dice Colodro-, y es de advertir todo lo dicho, y porque no penséis que he acabado, os tengo de contar otras cosas que supe en Córdoba de personas de verdad, todo a propósito de lo que vamos tratando.

- Yo gustaré-dice Escusado-que esta materia vaya adelante, pues todo redunda en gloria de Dios.

En Córdoba estaba una señora hija de los Marqueses de Priego; esta señora tuvo dos hijos, que fueron en nuestros tiempos; el uno se llamó don Diego de Córdoba, caballerizo del Rey don Felipe Segundo, y el otro fué don Francisco Pacheco, obispo de Córdoba.

Esta señora era viuda, y por no ser menos que su madre y hermanos, con una emulación santa se dió a todo género de obras de piedad, y entre otras escogió un limosnero santo hijo del Padre Ávila, por cuya mano distribuía grandes limosnas. Ordenó que cerca de su casa se hiciese un hospital que se llama de los Desamparados, porque el intento de el que lo comenzó fué de tantos pobres desamparados. Ayudó esta señora a la obra de este hospital largamente, con que se acabó brevemente.

Hizo que se hiciese un postigo a su casa, para poder mejor servir a los pobres, y visitarlos a menudo, llevando siempre regalos y conservas, y lo demás que en su casa había, con mucha cantidad de sábanas y camisas para los pobres; hacíales la cama, lavábales las manos, y esto con tanta alegría y consuelo, que su limosnero, con ser muy aficionado a pobres, decía que doña María Fernández de Córdoba le hacía ventaja en la caridad para con los enfermos.

Daba sin esto todos los días a su limosnero cien panes de limosna, y los días de fiesta doscientos, sin otras infinitas limosnas que hacía a conventos de frailes y monjas, y otras personas honradas. disfrazadas de noche, y iba con su limosnero y dos escuderos suyos, todos disfrazados, y iba a visitar pobres honrados a las Collaciones de Santa Marina, y San Lorenzo, y la Magdalena, bien lejos de su casa; y por la lista que su limosnero tenía.

Decía que era una señora forastera de este valle de lágrimas, y sabiendo su necesidad, los venía a consolar y ayudar, y animábalos con unas palabras tan compasivas, que para alivio de sus trabajos era bastante. Preguntábales cuántos hijos tenían, y el tiempo de su enfermedad; compadecíase de suerte que causaba espanto en las personas afligidas. ¡Cuán verdadera era su pasión! Finalmente, vista la pobreza y calidad de las personas, sacaba diez, doce, diez y seis, veinte ducados, y dábaselos, pidiéndoles le perdonasen su atrevimiento, que ella quisiera remediar todos sus trabajos. De esta suerte iba esta ilustrísima señora forastera y extraña en las obras de piedad y misericordia, que pone espanto oirlas, cuanto más hacerlas.

Después de hechas estas buenas obras, se venía a su casa, que por antonomasia se decía la plazuela de las Doblas, que cae entre la Puerta del Osario y la del Rincón, y toda su vuelta no era otra cosa sino referir los trabajos y miseria que había visto, trayendo a cada pobre metido en sus entrañas. Era visitada esta señora, por su santidad y por ser hija del Marqués de Priego, de todo lo mejor de la ciudad; estimaba en mucho el tiempo, y procuraba gastarlo muy bien; echó de ver que las visitas que le hacían era tiempo perdido, por estar ella y las que la visitaban paradas; dió en una traza para aprovecharlo, y fué tener todas las ocupaciones que suelen tener las mujeres, de suerte que ninguna que viniese a visitarla tuviese excusa para no ocupar el tiempo.

Viendo esto las señoras, y no pudiendo excusar las visitas por la obligación que tenían, y por no caer en afrenta, se ejercitaban en su casa, para no quedar corridas con doña María Fernández de Córdoba. Todo esto que se hacía en estas visitas, que era mucho, era para los pobres, porque se vendía después, y se sacaban buenos ducados para emplearlos en las obras que habemos dicho. Finalmente, llegó la muerte, cogiéndole en estas obras de tanta piedad, y la tuvo como la vida, y su memoria será eterna, pues hoy vive entre los pobres como el primer día.

Después de esta señora muerta, le dieron a su hijo don Francisco Pacheco el Obispado de Málaga, y luego el de Córdoba, y contándole este su limosnero estas cosas de su madre, dijo el Obispo: Hartas cosas me contó mi señora, pero no me dijo ésta jamás, por la cual yo la estimaré más de aquí adelante que a la nobleza que de ella tengo.

- Muy satisfecho quedo dice Escusado-, y quería saber qué perdió esta señora tan noble en acudir a cosas de tanta piedad; nada, pues veo que su hijo, siendo obispo, se precia mucho de ser hijo de tal madre; yo estoy persuadido que es traza de Dios ésta en estos casos, para justificar la causa de cada estado de gente, para que no se pueda nada excusar. ¿Qué es ver un Duque de Gandía renunciar su estado y meterse religioso, sino para tener Dios un duque que le sirva de fiscal para juzgar los demás? ¿Qué es ver un Emperador Carlos Quinto renunciar todo el mando y poder del mundo, recogido en San Jerónimo de Yuste, en la Vera de Plasencia, sino para que sea juez de los demás emperadores y reyes? Y para los demás estados hay otros muchos que han de ser fiscales de sus desconcertadas vidas.

IX. Santos ejercicios del Padre Centenares, hermano del Cardenal Pacheco, y de otros discípulos del Maestro Avila, que le ayudaron

- No penséis -dice Colodro- que habemos acabado con el Padre Ávila, porque aún me acuerdo de algunas cosas que me contó un santo discípulo suyo.

- Mucho me huelgo, y os ruego que de lo que supiéredes, no dejéis pasar nada, por lo mucho que estimo las cosas de este santo.

- Es, pues, el caso que el Padre Centenares, de quien arriba hicimos mención, era muy deudo de los Marqueses de Priego, y hermano del Cardenal Pacheco. Este siervo de Dios, posponiendo todo lo que el mundo le podía dar por su santidad, letras y nobleza, se hizo discípulo del Maestro Ávila, y empapado de aquella caridad que el Maestro tenía, se determinó de seguirle; y así, después de haber acudido a toda esa Andalucía, supo la necesidad que había en los Pedroches de Córdoba y su Obispado.

Fuése a ella, y tomó una ermita que estaba tres leguas de Fuente Ovejuna; allí confesaba y predicaba, espantado de la falta que aquellos pobres cristianos tenían del pan del cielo; iba y venía a Montilla, porque la Marquesa enviaba por él; y entre otras veces que fué y vino, estaba en Córdoba el Padre Ávila, y le refirió de palabra el mucho fruto que se hacía en los Pedroches, y la necesidad que había de obreros; y que si hubiese alguno que quisiese ir con él, sería de grande servicio de Dios.

Entre otros, salió un sacerdote, hijo del Padre Ávila, que hacía seis años que le sustentaba y proveía de todo lo que había menester, sin permitir que otra persona le acudiese. Con su bendición, se partieron estos siervos de Dios, dejando sus deudos y regalos, con ánimo de dar sus vidas, si necesario fuese, por aquellas almas; y confiriendo entre sí qué corte se daría en aquel negocio, se determinaron hacer cuatro ermitas, de a dos a dos leguas, dándoles don Leopoldo de Austria, obispo de Córdoba, licencia para que dijesen cada uno dos misas cada día; decíanlas, y venían dos leguas alrededor a oírlas; después de dicha ésta, iban dos leguas a pie, a esa otra ermita, y decían la segunda, de suerte que dos sacerdotes, en espacio de ocho leguas, con sumo trabajo, eran parte para que nadie se quedase sin oir misa; y esto, que es lo que más admira, no por dos o cuatro años, sino por más de catorce, no perdonando, por el bien de aquellas almas, a ningún trabajo, antes andaban con mucho con tiento y gusto cantando himnos y salmos en alabanza del Señor, por haberlos escogido a ellos para obra de tanta piedad.

- Espantado me habéis - dice Colodro, y no sé cómo dos hombres solos pudiesen acudir tanto tiempo a trabajo tan pesado, siendo ellos tan delicados y criados en tanta nobleza y regalo. Lo que acerca de éstos y otros semejantes casos sucede, digo que es lo que dijo San Pablo, que con la caridad y amor de Dios y del prójimo se vence; al fin, aquella gente tosca y profana se comenzó a pulir con la doctrina y conversación de los siervos de Dios, hicieron casi todos confesiones generales de toda su vida, porque todas las pasadas bailaron ser nulas; hallaron que los más de los casamientos habían sido inválidos, y así se acudió a esto con grande ánimo, y se puso remedio en todo.

Pues si habemos de particularizar otras cosas tocantes a la ley de Dios, fuera nunca acabar; sólo digo que no toda la semana; y respondióle que en toda la semana no mirase evangelio, sino que atendiese a su oración, y que el sábado en la noche y el domingo por la mañana lo mirase, y que lo que Dios le diese en estas dos veces, que lo mirase, y no dijese más; y afirmaba este santo que después de este consejo le hizo Dios grandes mercedes, y que le daba la doctrina a montones para su sermón, y que aprovechaban más los sermones que salían de la oración que los que se hacían después de largos estudios.

Pagóse tanto la Majestad de Dios de estos sus trabajos, que los comenzó a pagar domesticando aquella gente bárbara; tanto, que ya era regalo tratar con ellos cualquier género de virtud; y no sólo en la gente se vio este fruto, sino en los pájaros, peces y animales; tanto, que sin trabajo ninguno comían de cuanto querían, tomándolo a manos, viniéndose a la hora de comer los peces y las aves a casa, y mientras comían, otros muchos pájaros se ponían alrededor, dándoles suavísima música, y comían las migajas que les daban; y cuando era hora de decir que se fuesen porque en la pobre ermita no había donde dormir, y como si tuvieran uso de razón, se iban, y volvían otro día a la hora de comer por su ración, y a festejar con música a los santos. Contándome esto uno de estos siervos de Dios delante de otros mis compañeros, dijo como espantado: Señor, ¿cómo no se me dejan coger los peces, las aves ni los pájaros? Respondió, riéndose tal debéis vos de ser, pues que huyen de sólo veros.

Estando ocupados en estos santos ejercicios, les vino a visitar un pariente del Padre Centenares; vino a deshora, y no teniendo qué darle de cenar, determinaron que fuese uno de ellos a un riachuelo, que all estaba, y trajese un pez para que cenase el huésped él lo hizo, y hecha su oración, se llegó al agua y sacó un pescado muy hermoso, con que se dió de cenar a su huésped; fuese otro día edificadísimo, viendo dos santos en carne mortal.

Sucedió que de allí adelante no quiso nuestro Señor que más saliese pez, como hasta allí; acudieron a Dios con oraciones y plegarias, pidiéndole humildemente perdón en dar a un seglar maná del cielo; al fin nada bastó para que de allí adelante se les hiciese la merced que solía. Esto contó el Padre Diego de Guzmán, que se lo habla contado el Padre Centenares.

Finalmente, después de haber buscado cuatro siervos de Dios, sellándoles renta de la fábrica de Fuente Ovejuna y otros lugares, y sabiendo lo que pasaba en las almadrabas, llevando la gente por fuerza y no pagándoles su trabajo, con licencia del Padre Ávila se fueron a besarle las manos al Emperador, y sabida por él la verdad de lo que pasaba, se les dió provisión para que fuesen y pusiesen en aquello la orden y modo que mejor les pareciese. Hiciéronlo así, poniendo en libertad toda aquella pobre gente oprimida y sujeta; con este favor se ensanchó esta gente y hacían grandes fieros a sus amos.

Viendo que de todo esto eran los padres la causa, se determinaron en matar al que más daño les hacía. Tenía una barraca o choza en que se recogía; determinaron de pegarle fuego, para con este castigo verse libres de la pesadumbre en que les había puesto. Tenía este padre un cáliz de estaño, en que decía misa, y poniendo los contrarios su dañado ánimo en ejecución, pegaron fuego a la choza, y con el viento que corría a bramar, el fuego encendiéndose ella con gran furia.

El santo estaba reposando, y, sin turbarse, lo primero que hizo fué tomar el cáliz y el ornamento con que decía misa, y salió por mitad del fuego con tanto sosiego como solía entrar en ella; en que se ve la con fianza que tenía en Dios, que le había de ayudar en semejantes peligros; y así comenzó luego a alabar a Dios, y rogar como otro Esteban por los que habían cometido aquel pecado. Y para que se vea la merced particular de Dios, permitió Su Majestad que ni a él ni al ornamento de decir misa le faltase un pelo, y el cáliz que sacó en la mano se derritió el pie y la copa, y sólo quedó lo que tenía en la mano, con admiración de mil almas que lo vieron dar infinitas gracias a Dios por un milagro tan manifiesto como el que había obrado con este santo.

No desistió de sus santos ejercicios por lo que sucedió, antes alentado con lo que sucedió, digo, con los regalos que Dios le hacía, comenzó de nuevo a exhortarlos a la virtud, predicándoles y confesándolos. Y los interesados en esto, viendo que su traza no les había salido como ellos quisieran, determinaron hacer otra más inhumana; y fué concertar con dos de aquellos pobretes, los más perdidos, que si mataban al padre, que se lo pagarían muy bien; diéronlos para principiar de paga algunas cosas de consideración, y engolosinados con el interés, se prefirieron a hacerlo; y buscando ocasión, se les ofreció una harto buena, digo, a propósito; y fué que este santo se apartó de almadraba un poco para hacer oración con más quietud, y así las (sic), y como andaban a la mira, se fueron tras él, acechándole; y estando puesto en su oración, los vido venir apresurados, y sabiendo a lo que venían, los salió al encuentro y con semblante alegre les dijo: Hermanos míos, ya sé que me venís a matar; sea en buena hora; pero ha de ser con condición que no me habéis de matar con enojo, sino con alegría, porque yo llevo esta muerte con sumo contento. Fueron estas palabras con tanto fervor dichas y tuvieron tanta fuerza para con los matadores, que, desistiendo del mal pensamiento que llevaban, dejadas las armas, se echaron a los pies del santo, avergonzados de su pecado, y pidiéndole el perdón. Supo de ellos haber sido inducidos de los que manejaban aquella hacienda. Finalmente, no quedó maldad ni injuria que no se les hiciese de palabra y de obra, haciéndoles gestos y burlas de harto escarnio, y todo lo sufrían estos siervos de Dios con grandísima paciencia por el bien y provecho de aquellas almas.

X. Santos ejercicios del Padre Alonso de Molina, discípulo del Maestro Ávila.

- Admirado quedo de lo que me habéis contado -dijo Colodro -, y más maravillado de la confianza que tienen en Dios los que tan de veras le sirven, viendo el sosiego y paz que estos santos mostraron en los trabajos que en las almadrabas tuvieron; pues me habéis hecho placer en todo, lo tengo de recebir en que me acabéis de referir en qué pararon estos siervos de Dios.

- A mi me place - dijo Benito-. Acabadas, pues, las pescas, determinaron volverse a su paraíso, que así lo solían nombrar, aquella serranía. Fueron, pues, recibidos de sus feligreses con mucho consuelo de sus almas, y satisfechos, del aprovechamiento y aumentos de toda la gente, y que los sacerdotes acudían con toda caridad, con licencia del Padre Ávila, el Padre Centenares se metió en el Tardón de Córdoba, y el Padre Alonso de Molina, que así se llamaba, se determinó a entrar en la Compañía de Jesús, que había casa en esta ciudad. Y el señor don Juan de Córdoba, hijo del Conde de Cabra y deán de aquella santa iglesia, conociendo la mucha santidad y virtud de la Compañía, les fundó casa, dándoles la suya propia, saliéndose él de ella.

Fué este hecho de gran edificación, por haber sido opuesto este señor a la Compañía; hizo sus ejercicios, como se suele hacer en esta santa religión, nuestro santo, y sabido de sus hijos de confesión, que eran sin número, se fueron a la Compañía por ambas a dos puertas, y como gente amotinada daban voces pidiendo a su padre y al con suelo de su alma. Fué esto con tanto alboroto, que los padres quedaron perplejos de lo que se había de hacer.

Finalmente, avisaron del caso al Padre Ávila, y encomendándole muy de veras a Dios, le envió a mandar que se saliese, que esperaba en Dios que le habían de servir en el siglo en grandes cosas que se habían de ofrecer. Fué consejo éste del Espíritu Santo que profetizó el Padre Ávila, porque tomó Dios por instrumento a este siervo para reparar grandes daños y hacer notables limosnas y sacar muchas almas del pecado, como me lo contó a mí, y en particular que había remediado más de treinta doncellas que habían venido a remediar en su casa trabajos irremediables; y a título de la gran santidad de este siervo de Dios, no impedían los padres ni madres a sus hijos la ida a casa de este siervo, el cual tenía allí cerca una partera que acudía a estas necesidades. Encargábase juntamente de la crianza, con mucho gasto de su hacienda. Dióse renombre al santo en la ciudad el que confiesa despacio, porque temía la cuenta que se le habla de pedir de todos los que confesaba, y ansí decía él que no se había de conformar el confesor con el penitente, sino el penitente con el confesor.

Fuése una de las principales señoras de Córdoba a confesar con él; iba muy galana, por ser recién casada. Díjole que si la había de confesar, no había de venir tan galana, porque no tenía costumbre de confesar semejantes personas. «Gusta mi marido de esto, respondió la señora. Yo recabaré del señor don Fulano, dijo el padre, que dé licencia para ello. Túvolo por bien, y engañóse, porque diciéndoselo a su marido, dijo que más la quería ver sierva de Dios que galana.

Avisada de la voluntad de su marido, dió de mano la buena señora, que se llamaba doña Catalina de Acebedo, tan de veras, que a mi ver no fué menos santa en su modo que los demás que quedan referidos. Siguió los pasos del Apóstol San Andrés esta sierva de Dios, y fuése a otra hermana, que se llamaba doña Leonor de Acebedo, y dándola cuenta de lo que le había pasado, se fué tras ella, tomando por su confesor a este santo con notable aprovechamiento de sus almas. Yo las conocí a entram bas, y sé decir que eran dechado de virtud en toda la ciudad. Finalmente, no perdía (de) ocasión de aprovechar los fieles; confesaba en todos los conventos de monjas, dándole los obispos con sus veces largas licencias para todo lo que se ofreciese.

»Sucedióle un caso muy particular, y fué que se halló en un convento de monjas sujetas a frailes, y estando una enferma y para morir, llevaron el Santísimo Sacramento y la Extremaunción; tomó una hacha, y fué alumbrando; y luego que entró, puso la enferma los ojos en él, de suerte que todos repararon en ello. Que riendo, pues, darle el Santísimo Sacramento, le pidió al fraile licencia para reconciliarse con aquel sacerdote; diósela, y oyóla de penitencia, y luego sacramentóla y oleóla, y antes que saliesen y acabasen la letanía, acabó, admirándose todos de lo sucedido. Afirmaba este sacerdote que, si él no la confesara, se fuera a los infiernos, porque había dejado, de vergüenzas, de confesar algunos pecados; y así, sabido este caso, le daban todos amplias licencias para que confesase donde fuese necesario.

Algunas tardes que no tenía particular ocupación, porque el talento no estuviese ocioso, se salía cargado de panes, y llevaba higos, pasas y bellotas y otras cosas a este modo, con un compañero que siempre tuvo en su casa a imitación del Padre Ávila; íbase a las faldas de la sierra, y como otro Abrahán, que importunaba a los huéspedes que se fuesen a hospedar a su casa, esperaba a los asturianos y gallegos, que hay muchos en Córdoba de ordinario, y traen a cuestas la leña de la sierra en tanta cantidad como unas bestias. Vendan de su largo camino buscando una fuente que está al paso, y allí se ponían los buenos cazadores, y viendo aquellos pobres asturianos con la lengua de un palmo, de sed y hambre, con una compasión de padre, les descargaba los haces y los hacía sentar, y con una toalla les limpiaba el sudor y sarro de la boca, y los refrescaba, dándoles lo que llevaba; besábales los pies y las manos con muchas lágrimas que lloraban de sus ojos; consolábales con sus santas palabras, ayudándoles a llevar su pobreza con paciencia. Los pobres con esto lo miraban, y no sabían qué decirse, viendo un sacerdote hacer oficio de siervo; pero aunque zafios y groseros, le agradecían el bien que les hacía, con lágrimas y sollozos, admirados de tanta caridad De esta suerte gastaba su vida este siervo de Dios y agradecía a Dios todas estas obras, dándole infinita gracias, pues se quería servir de él, siendo instrumento tan flaco, habiendo otros mucho mejores de quien mejor se podía servir Su Majestad.

Por su conocida santidad, todos le hacían confianza de cosas arduas, y en particular que distribuyes limosnas a pobres, y ansí era limosnero del Obispo de otros señores. Viniendo la Majestad del Rey do Felipe Segundo a Córdoba el año 1567, con ocasión del levantamiento del reino de Granada, el limosnero Su Majestad se informó del obispo Fresneda, de quien se podría fiar para acudir a su oficio con verdad fidelidad. El Obispo respondió que el Padre Alonso Molina, que era hechura del Padre Ávila, y era conocida su caridad y santidad.

Enviólo a llamar, y viendo su persona, que era llano y apacible, le comenzó a tratar con tanta familiaridad como a un hermano; dióle luego quinientos ducados, y otra vez cuatrocientos, y desta suerte dió mucha cantidad, descuidándose con él en todas las necesidades y obras pías que se ofrecían con mucha satisfacción suya. Decía este santo que, cuando se podía, se había de remediar cualquiera necesidad desde los fundamentos, porque de otra suerte se quedaba el trabajo en pie; y, así, socorrió grandes necesidades desde sus fundamentos, porque no hubiese temor de recaída en ellas.

Tenía todas las boticas de la ciudad habladas, para que cualquier pobre o persona que llevase su cédula le diesen todo lo que pidiese. Si morían los enfermos, llevábales las mortajas, pagaba los entierros y derechos; encargábase de las viudas y de sus hijos; compraba a su tiempo el lienzo y el paño de que hacía mortajas, camisas de todo género, mantos y sayas de que tenía llenos los aposentos; y por la costura no le llevaban nada, porque lo daba a las monjas que confesaba, y otras personas ricas y devotas, y de esta suerte le lucía el dinero y lo multiplicaba Dios. Tenía este santo un padre y un hermano muy ricos, y al principio del año le llamaban y le decían que qué darían a Dios por las mercedes que Su Majestad les había hecho aquel año. Y ansí, considerando los frutos que se habían cogido, le daban seiscientos ducados, y otros años más, sin otras mil limosnas que todo el año hacían. Trocábales a los pobres los cornados que se usaban, y luego les trocaba las blancas en ochavos, y los ochavos en cuartos, y los cuartos en reales, de suerte que no quedaba género de piedad en que no metiese la mano. A dicho de todos, era espuelas para los buenos y garrote para los malos. Of decir a un discípulo suyo, tratando de la frecuencia de confesiones, que temía que había de morir confesando, y ansi fué, que yo me hallé a su muerte, y poco antes que muriera confesó a un hijo suyo llamado Andrés Pérez, que después entró en la Compañía, aprobado en ella con mucha santidad, pues, ocupado en estas obras, no le faltaron trabajos, persecuciones y testimonios, en que se conoció la firmeza de su caridad.

Tenía este santo en su casa una mujer cuidadosa, diligente en ella; era viuda, de mediana edad y virtuosa, y con deseos de servir a Dios; confesábala un hijo del Padre Ávila, llamado Francisco, gran letrado y gran siervo de Dios. Este, sabiendo que nuestro Padre Alonso de Molina tenía necesidad de servicio, se la trajo, abonando de su persona y virtud; estuvo algunos años en casa; confesábala el Padre Alonso Gómez; pero los contrarios (que, como dijimos arriba, les era garrote su santa e inculpable vida), no pudiendo sufrir tanta santidad, denunciaron a él delante del provisor Meléndez. Sin embargo de que estaba satisfecho de su santidad, le mandó que no celebrase hasta que él le avisase.

Recibió los testigos, que fueron seis, y juraron que estaba amancebado con su criada. El Provisor, sin darle cuenta, hizo una información de abono, y halló que los seis que juraron estaban enojados con el siervo de Dios. Vista la verdad, se fué el Provisor a su casa, y le pidió perdón, y le mandó que celebrara. Hizo venir allí a su ama, que la quería ver; finalmente, le contó todo lo que había pasado, y que sólo había servido que se supiese por escrito su virtud. Llevó este santo este golpe con mucha suavidad [y] paciencia. Remedió esta sospecha trayendo otra, anciana y santa, con que no tuvieron sus contrarios más de qué asir.

A lo último quiso ser tan perfecto como el mozo del Evangelio, que le dijo Dios que vendiese todo cuanto tenía y le siguiese; así, este siervo de Dios, en vida, dió su hacienda a la Compañía, saliéndose de sus propias casas, que eran muy buenas; de la Compañía traían todo lo que habla de menester; era visitado de los padres, con mucho consuelo de todos. Dióle Dios un dolor de cabeza que le duró cuatro años, que le imposibilitó de hacer todo aquello en que se puede un hombre ocupar; daba perpetuamente las gracias a Dios por esta merced y las demás que de Dios había recibido. En esto estado se le llevó Dios.

Halláronse presentes muchas personas de cuenta, por ver morir a un santo, y por llevar alguna reliquia suya, robaron todo el aposento; y a mí me importunaban harto por ellas. Avisé al Padre Caballar cuatro días antes que muriese que le mandase se quitase diez cilicios que traía puestos. Mandóselo, y como santo obedeció; yo les tuve en las manos, y afirmo con verdad que no he visto otros más ásperos en mi vida. Los padres de la Compañía, agradecidos a las limosnas y hacienda que les había dado, lo llevaron en sus hombros, y lo enterraron debajo de la bóveda del altar mayor, que es donde los padres se entierran. Acudió toda la ciudad, y predicó a sus horas el Padre Cristóbal Méndez, gran predicador. Todo el sermón fué hacerse leguas de las virtudes y santidad de este siervo de Dios y cómo había sido uno de los principales discípulos del Padre Ávila. El Padre Retor de la Compañía, que se halló a su cabecera, espantado de las cosas que de este siervo de Dios se decían, me pidió en particular le contara las que supiese, y lo mismo hizo al ama que tuvo en casa. Entendióse que se sacara a luz la vida de este santo, pues había tanto paño de que cortar; yo me sali luego de la ciudad y no he sabido en lo que esto paró. Esto es lo que yo supe de este siervo de Dios, porque lo traté algunos años, y me confesé con él generalmente, y supe grandes cosas, que por tocar a mi las dejo.

- Muchas cosas había yo oído decir de este santo -dice Colodro-, pero lo que habéis contado, a mi ver, vos sois ladrón de casa, pues semejantes cosas no se pueden saber si no es de las puertas adentro. Aunque habéis dicho tantas cosas, dicen es escusado. No sabéis un caso le pasó al Padre Alonso de Molina con el Padre Ávila, que lo he estado aguardando; pero no se puede saber todo, y pasó de esta manera:

Estaba el Padre Ávila en Baeza, cuando se comenzaba a fundar aquella Universidad, a que este santo dió principio él, y ayudado a su aumento, como quien sabía el mucho provecho que había de resultar en servicio de Dios. Un religioso, cuya orden y nombre se calla, vino de aquella ciudad a la de Córdoba, y pareciéndole que estaba de aquel cabo de los Malucos, y que habían de pasar muchos años primero que se supiera, dijo en la ciudad cómo venía de Baeza, y que los días pasados habían quemado al Padre Ávila con mucha afrenta y deshonra de los que le seguían; el que lo decía era predicador noble y de mucha autoridad.

Dióse crédito, y corrió la palabra; y venido a noticia de doña Sancha y de don Pedro de Córdoba, su hermano, y de otros principales caballeros, tomaron este negocio por suyo, por ser hijo del Padre Ávila. Buscóse quien fuese, y ninguno pareció más a propósito que el Padre Molina, por las prendas tan conocidas de virtud que en él se hallaban. Pidiósele de parte de todos, y él, con mucho gusto, se ofreció hacer aquel viaje. Aderezóse y partió a las voladas, como otro Antonio, a buscar a su maestro. En el camino, con el cuidado que llevaba de su Padre, no se acordaba de comer ni beber; desde que salió de Córdoba hasta que llegó a Baeza no hacía sino preguntar a todos cuantos encontraba por el Padre Ávila, y todos respondían que no sabían de él, y esto le daba ocasión para confirmarse que era la nueva verdadera.

Pasando la Barca del Río, encontró un hombre que venía de Baeza, y le preguntó si sabía del Padre Ávila, si era vivo o muerto. El hidalgo le respondió que en Baeza quedaba, y que por más señas habla predicado el día antes, y el tema había sido cuando José iba a buscar a sus hermanos, y que quedaba bueno y sano. Refería este siervo de Dios que con esta nueva que recibió, de tanta alegría, se quedó como muerto. Llegó a Bacza, y dejada la cabalgadura, supo que estaba en la Universidad; entró en ella y hallólo que estaba en su acostumbrado ejercicio, tratando de la Sagrada Escriptura con otros doctores; y con el grave y sereno semblante que tenía, le preguntó que a qué había venido y qué había de nuevo.

Pidió licencia a los que con él estaban, y dada, le dijo todo lo que queda referido. El santo, sin pesadumbre ninguna, le dijo: ¿Cómo eso dirán? Y dejando esta plática, preguntó por todos los que le seguían, y dándole cuenta de las paces que se habían hecho entre los caudillos de Baeza, y cuán aprovechado estaba aquel lugar, le despidió, echándole su bendición. El santo volvió con más diligente de lo que había ido, porque sabía el cuidado con que le esperaban; al fin llegó a Córdoba, y no se puede decir el gusto y contento con que fué recibido de los hijos del Padre Ávila, y luego que se publicó por la ciudad, se hicieron muchas demostraciones de alegría por el común amor que chicos y grandes le tenían.

XI. Suceso del Padre Ávila con la Marquesa de Priego sobre quererle dar un sombrero nuevo, dejando el viejo que usaba, y su mucha paciencia de que dió ejemplo.

-Mucho me he holgado-dice Colodro-de haber sa bido este caso tan particular, y en pago de él os contaré otro del Padre Ávila, v sucedió de esta forma:

Traía el Padre Ávila un sombrero muy desteñido y roto, y mandó la Marquesa de Priego que se le hiciese otro como él, y después de hecho, le rogó la Marquesa que se lo pusiese y dejase el que trafa, que era muy malo. El agradeció a la Marquesa la merced, y respondió que pasadero estaba aquél, y desta suerte se deslizó de aquella importunidad; y juzgando que el Padre Alonso de Molina le acudía con aquellas cosas, le tomaron por medio la Marquesa y el Padre Villazas, y le pidieron que tomase el sombrero, y le persuadieron que le trujese y dejase el otro. Parecióle al Padre Molina que era fácil lo que se le pedía, y así, se profirió de negociar con él. Tomó el sombrero y fuése a su aposento, y dió el recaudo, y rogó que se lo pusiese, pues que lo traía él. Mirólo el Padre, y dijo: Cuando yo me suba en el púlpito y reprenda los vicios y exhorte a la pobreza y mortificación y me vean a mí con buena sotana y buen sombrero, ¿qué dirán las gentes? Así que, hijo mío, lo que predicares del Evangelio, más fuerza tie nen sus palabras cuando los que las oyen ven que van acompañadas con obras, y que hacen lo que dicen; así que yo agradezco a la Marquesa y a vos el recaudo y el cuidado que tenéis de acudir a mis necesidades.

-Yo os contaré -dice Escusado- otro caso que lo sucedió al Padre Ávila a ese propio tono, y fué que estando un día dos Padres de la Compañía con él tratando de la paciencia, porque el uno de ellos le habla pedido dijese algo de ella, tomó el santo la mano fué diciendo mil excelencias de esta virtud; y estando en esto, le vino un billete de la Marquesa de Priego Pedida la licencia a los Padres para leerlo y responder tomó unos antojos de que usaba, algo grandes y maltratados; půsoselos más de ocho veces, y volvían a car, y otras tantas se los alzaba, y se los volvía a poner, de suerte que le fué forzoso el dejarlos y acabar de escribir el billete sin ellos. Vuelto a la conversación, uno de los Padres le dijo lo mucho que quedaba edifi cado de ver la paciencia que había tenido en los antojos.

A esto respondió: Vuestra merced me dijese alguna cosa de la paciencia; yo decía de ella lo que he oído a los santos, y siento lo que se ha de hacer, y así, si yo diera con los antojos por ahí, ¿qué dijeran vuestras reverencias, sino que una cosa decía y otra hacia? Volviéronse aquellos siervos de Dios admirados de su santidad, cuán sólida y maciza era.

XII. Conversión de un caballero mozo y rico por la perseverancia y paciencia del Maestro Ávila, su confesor, y de otro hijo suyo.

- Su cuento de vuestra merced -dice Colodro- me ha traído otro a la memoria, y ha de ser de edificación, y quisiera yo que los confesores lo supiesen, para tener paciencia con los penitentes que no se enmiendan en dos días y desmayan, y viendo el poco aprovechamiento de los penitentes, los. arrojan de sí, diciéndoles que busquen otro confesor.

Es, pues, el caso que había en Córdoba un caballero mozo y rico, y en toda su vida había sido de poca edificación y mucho escándalo; tanto, que todos tropezaban en él.

Fuéle el Padre Ávila a hablar, y de esta amistad resultó el venirse a confesar. Confesólo, y después, como lo tenía él de costumbre, pidió a uno de sus discípulos que se encargase de él. Hizolo así con este caballero, encargándoselo mucho, y él le encomendaba a Dios en sus oraciones; perseveró en ese ejercicio diez años enteros, y siempre como flaco reincidía en un pecado grave de que era tentado; y viendo su confesor que no se enmendaba, acudió al Padre Ávila con mucho desconsuelo, entendiendo que el no aprovechar aquel penitente era la causa su poca virtud; y díjole: “Yo he acudido a lo que vuestra merced me mandó que confesase a este caballero; nueve años ha que lo confieso, y no se enmienda; encomiéndesele vuestra merced a otro, que yo no tengo virtud para perseverar más en tanto trabajo”.

Oyólo el Padre Ávila sin interrumpirle, y en acabando, tomó la palabra y le dijo que era hombre de poca fe, que dejaba la manzana y volvía la cara atrás, y que los tales no son para el reino de Dios; y que le rogaba que no desmayase y no quisiese que otro cogiese el fruto de su trabajo; que se fiase de Dios y dél, que le certificaba que dentro de poco tiempo se había de acabar su trabajo, y lo daría por bien empleado; y que sólo quería saber si pecaba de malicia o de flaquea. “Padre: no peca de malicia, sino de flaquezas, dijo. Ya yo lo he de ver, dijo el Padre Ávila, cuando lo confiese, y ansí, os pido de parte de Dios que no desistáis de lo comenzado, que vos y yo cogeremos el fruto. Y ansí fué que el sacerdote tomó aquel trabajo tan de veras otros cuatro años que duró, que al fin de ellos le miró Dios a este pecador con ojos de piedad por las oraciones de sus siervos, sacándolo de pecado, y haciéndolo un gran santo, como lo fué después.

- No me engañé dice Escusado en lo que concebí del caso, porque en este género es de los más particulares que he oído. Viendo la paciencia de aquel sacerdote, y que aguardase catorce años la conversión de este penitente, de quien me compadezco, conside rando la lucha con que andaría todo este tiempo para desarraigar de sí un pecado tan viejo. Pidámosle Dios que, aunque tarde, se compadezca de nosotros, dándonos arrepentimiento de nuestras culpas, y juntamente su gracia para que le sirvamos.

Y por esta noche, señor Colodro, basta lo dicho. Otro día de mañana van a la feria, compran a gusto, vuélvense a la posada, y sobremesa comienzan a tratar de cosas indiferentes,


XIII. Cuéntase la desdichada muerte de don Rodrigo de Vargas

- Mucho gusto recibiré -dice Colodro-, que me cuente, señor Escusado, la tragedia y muerte de don Rodrigo de Vargas, la cual me contó un caballero de Córdoba, pasando yo desde Cádiz a Sanlúcar; pero iba tal con una marcha de leva que se levantó, que no me acuerdo de eso sino muy en confuso.

- Soy contento -dijo Escusado, porque fuí muy amigo de don Rodrigo, y sentí su muerte todo lo que encarecerse puede; y ella fué tal, que presumió que a sus enemigos les pesó después de haberla hecho.

Don Rodrigo de Vargas fué hijo de don Juan de Vargas, caballero muy noble y estimado; tuvo por hijo a don Rodrigo. Dotólo naturaleza de todas las buenas partes que se pueden desear en un hombre, porque era muy gentil hombre, pulido, aseado; era blanco, colorado y muy bien agestado; tenía una gravedad natural, corres pondiente a quien él era; era discreto, libre y valiente y animoso en todo. Casóse contra la voluntad de su padre, pero bien; tanto, que sin dispensación de rey pudiera traer hábito en el pecho.

A los principios fué bienquieto, porque sus buenas gracias y costumbres obligaban a quererlo. Dióse a la sensualidad, más de lo que sufría la belleza de doña Acacia (que así se llamaba su mujer); a esto se llegó un menosprecio que tenía a todos, que, si no era tratándolo, no se podía creer. Fuése engolfando en estos dos vicios, que no sabré distinguir cuál de los dos le tenía más sujeto; fué esto en tanto grado, que vino a ser de todos más aborrecido que había sido amado a sus principios lo cual fué principio de toda su perdición.

Solía decir jactándose de su felicidad y buena andancia, que en cosas de su gusto, jamás tuvo dificultad, y cuando había en algún negocio, tomaba un gavilán, que lo hacía buenos de su mano, y echábalo a la ventana que pretendía alguna cosa, y con achaque de subir por allanaba todas las dificultades. Sabido esto, le comentó la gente granada a temer; digo las mujeres de esto y procedía en esto con tanta insolencia, que muchas suertes de mujeres, dió palos y heridas, con o traía corridos y afrentados muchos hombres. Con insolencia y desvergüenza se iba más despeñando sus vicios y pecados.

Sucedió, pues, que había en Córdoba uno que más otro no menos valiente y animoso que don Rodrigo y por esta muerte estaba retraído; el cual pleito anda ya en buen punto de concluirse. Venía de noche Platero a su casa, volvíase antes del día; tenía el zaguán de su casa un escritorio donde vivía una suya.

Ésta, llevada del interés o del miedo daba entrada a don Rodrigo para hablar con doncellas que vivían en otra casa más abajo, y por agujero se entretenía con ellas. Sucedió que, vino el don Rodrigo, no estaba el ama en casa, y en estuvo en la casa puerta aguardando que vi estando en esto, vino el Platero, y, conociendo Rodrigo, le suplicó que no volviese allí otra vez iba por las vecinas, los que le velan no entendían que sino por su mujer.

Prometióselo don Rodrigo, mas sin embargo de la palabra, se volvió otra noche con tan poca vergüenza como si no hubiera pasado lo que se ha dicho. Entró el Platero, y hallando a don Rodrigo, arremetió con él, y echando mano a las dagas, se dieron el uno al otro grandes golpes.

Don Rodrigo iba armado; lo cual conocido del Platero, que de las heridas que le habla dado se iba desangrando, se determinó de tirarle al cuello; dióle en él treinta y cuatro heridas penetrantes. Viéndose don Rodrigo tan mal herido, sacó fuerzas de flaqueza, dándole muchas heridas hasta que le quitó la vida. Afirmaba después don Rodrigo que había sido tanto el esfuerzo y ánimo de su contrario, que, a no venir armado, sin duda él quedara muerto. Al fin, muerto el Platero, se salió don Rodrigo tan desangrado, que, a no pasar el Marqués del Carpio y su hermano don Juan de Haro, que lo llevaran ambos al sagrario de la iglesia mayor, muriera. Trajeron un famoso hombre, y en breve tiempo, con admiración de todos los que vieron las heridas, lo dió sano.

Estando ya bueno, tratóse de conciertos, los cuales hechos, volvió a sus liviandades, como solía. Sucedió que un caballero de la ciudad, y biznieto del famoso don Fernando el 24, que mató los Comendadores; éste era grande amigo de don Rodrigo, encontróle dos veces de noche en la calle del Baño, adonde el don Rodrigo tenía un quebradero de cabeza. Recelóse dél don Juan, y díjole: «En amistad os ruego que me digáis a quién servis en esta calle, porque os he encontrado dos veces, y no hallo a quién podáis topar sino en fulana, y me pesaría que tratásedes con ella, porque la sirvo yo. Don Juan le dijo que en aquel puesto se desayunaba de aquel negocio, con que quedó satisfecho, y preguntándole dónde iba a aquellas horas:

Voy a casa de don Pedro de Mesa, que se trata que me case con una hermana suya, y me promete un grande dote entre sus hermanos. Mucho me pesará, dijo don Rodrigo, que os caséis con una judía, siendo tan principal caballero y pariente del que no sólo honró a Córdoba con sus hechos, sino a toda España. Dijo don Juan: ¿Pues es judía? Y mucho. Yo no lo sabía, respondió don Juan, y así, desde luego, daré de mano este negocio, que estaba ya bien adelante.

Con esto que se le dijo, no fué el caballero a casa de don Pedro de Mesa en quince días; y admirados de la ausencia, se le hicieron encontradizo, y pidiéndole la causa, la negó al principio, pero luego, apretándole los cordeles, y satisfecho de la verdad y que era falso lo que don Rodrigo le había dicho, descubrió el secreto.

Quedaron de esto tan sentidos y corridos estos caballeros, viendo que con tanto atrevimiento se hubiese don Rodrigo atrevido hablar tan pesadamente de su hermana, que juraron de procurar la venganza. Volvióse a tratar de el casamiento con mucho calor, y efectuóse con gusto de toda la ciudad por la igualdad y merecimiento de los desposados.

Sucedió, pues, que don Rodrigo puso los ojos en una señora, lo cual fué causa de su muerte, la que tenía bien merecida por tantas maldades e insolencias como cada día hacía. Esta señora era hija natural del señor de Fernán-Núñez; teníala en su casa en compañía de otras tres hijas, ya mujeres; queríala y amábala la madre como a propia hija. Olvidado, pues, don Rodrigo del respeto que debía tener a estas señoras, por ser hijas de quien eran y por los hermanos que tenían, vino al fin a conseguir sus gustos; tan libre y desvergonzadamente entraba y salía, como si fuera su mujer.

Sucedió, pues, que una criada de la dicha señora le dió cuenta de todo lo que pasaba; quedó fuera de sí y aun dudosa del caso, por parecerle ajeno de un caballero casado; al fin, sin poderse persuadir a ello, le dijo que debla ser pasión la que le movía, y que si ella lo veía con sus ojos, no lo podría creer.

Pues señora, dijo la criada, para que vuestra merced se satisfaga, esta noche lo verá por sus ojos. Venida la noche, se vino don Rodrigo como lo tenia de costumbre, y avisada la señora, tomó consigo dos dueñas de honor con una hacha, y guiada de la criada, fué a la sala donde estaban los dos, y con un valor más que de mujer le afeó la maldad que estaba cometiendo en su casa y que aquel trato no era de caballero, sino de un infame villano, y que como tal se vistiese y se fuese a su casa.

Respondióle don Rodrigo con su acostumbrada libertad y desvergüenza que no quería, y que agradeciese no había ido a su recámara hacer lo que allí hacía. Aquí perdió pie la honrada señora, y no pudiendo sufrir tanto descomedimiento, quiso tomar la venganza con sus propias manos; perturbóla el poco apercibimiento que llevaba de armas ofensivas, pero pareciéndole que sus canas y tocas lo habían de ser para cualquier hombre, y sólo no lo fueron para don Rodrigo, que en desvergüenza se aventajó a todos. Al fin vistióse y fuése don Rodrigo, y otro día invió esta señora a llamar a su hijo don Martín y contóle todo lo que aquí se ha dicho, pidiéndole que vengase tan grande desacato, y él lo prometió, y ansí lo cumplió, dándole la muerte como luego se dirá.

- He quedado helado -dice Colodro- de lo que me habéis contado, y me espanto que un caso como éste no se haya impreso para ejemplo de otros muchos que siguen los pasos de este pobre caballero. Ruégole, pues, señor Escusado, me lo habéis de contar sin dejar palabra de todo lo que supiere, que será hacer agravio al cuento.

- Yo lo haré como se me pide -dice Escusado-, y antes que tratemos de su muerte, es fuerza contar otro caso que le sucedió a don Rodrigo, que fué el que vengó tantas afrentas.

Hallándome yo en Córdoba el año 1586, domingo de la Santísima Trinidad, salió toda la nobleza de Córdoba a paseo y carrera, la cual se hace ordinariamente en la calle la Feria, por ser tan capaz y una de las mejores calles que hay en España. Entre los demás caballeros que salieron fué uno que se llamaba don Fernando Páez.

Estando parado a un lado de la calle, viendo correr a los demás, recogió el caballo por dar lugar a los demás hacia la pared. A este tiempo pasaba por detrás un paje de don Gómez de Córdoba, alférez mayor de la ciudad y hermano de otro don Juan a quien don Rodrigo le había dicho que no se casase con aquella señora, que era suya; y aunque andaba en hábito de paje, en esta ocasión que sucedió se supo que era su hijo bastardo; y bien se echaba de ver, porque le tenía muy honradamente aderezado.

Al pasar, pues, por detrás del caballo, pisólo el don Fernando Páez, y el Luna, que ansí se llamaba el paje, se la juró que se la había de pagar. Aguardó que se acabase la carrera, y, acabada, siguiólo, y antes de llegar a su casa, metió mano, diciéndole que la metiese; y aguardando que se afirmase con él, le dió una estocada, con que cayó muerto sin decir Dios me valga. Yo le vide espirar en casa de un racionero, a cuya puerta le hirió, sobre un montón de cal; que no dió lugar la apresurada muerte a otra cosa. Finalmente, murió este único caballero, que lo era de sus padres.

El matador fuése a la iglesia mayor, y sabido del Corregidor, fué allá con todos los parientes del muerto y entre ellos iba el desdichado don Rodrigo Vargas, el cual lo asió al paje por los cabezones y lo comenzó a maltratar.

El señor paje Luna le dijo a don Rodrigo que aquello que hacía era de corchetes y no de caballeros. A esta palabra le respondió dándole una gran bofetada que le bañó la boca en sangre. Puso el Luna la mano en las barbas y jurósela que se la había de pagar, de que se rieron algunos, viendo que otro día lo habían de sacar (a) ahorcar; pero engañábanse, porque sucedió muy al revés de lo que allí se pensó.

Pusiéronlo en la cárcel, y los de la parte del muerto instaban mucho que lo sacasen ahorcar. Hízose la horca; yo le vi sacar por las calles acostumbradas; iba toda la justicia armada. Dióse pregón, so pena de la vida, que ningún caballero saliese aquel día de su casa. Obedecióse el pregón y sacaron a nuestro Luna con tanto espacio que espantaba, y todo tenía su misterio, porque se esperaba correo de Granada a las doce, y así fué que, llegando a la hora a las doce y estándose reconciliando, llegó el correo de Granada con despacho que no hacía fuerza y que se volviese a la iglesia el preso. No se puede decir lo que aquí sucedió de alegría y de dolor; los unos por ver libre a su pariente, y los otros viendo que se quedaba sin castigo una muerte tan desdichada como la que había sucedido. Finalmente se volvió a la iglesia, como aquellos señores lo mandaron, y de la iglesia se salió una noche y se fué a Flandes. Con el buen natural que tenía y ejercicio de guerra que hay en aquellas provincias, se hizo tan famoso, que tenía la paz y la guerra en su mano.

Estando Luna tan adelante en Flandes, se estaba en Córdoba revolviendo el mundo, dando trazas los ofendidos para matar a don Rodrigo: agavilláronse el señor de Fernán Núñez, don Juan de Córdoba y los cuñados Mesas con don Alonso de Aguilar y don Alonso de Cervantes; finalmente, dando y tomando de la manera que habla de ser, se determinó que de parte de todos se inviase a llamar al capitán Luna, certificándose que él sólo era el que había de acabar y concluir aquel negocio. Avisáronle, y recibida la carta, respondió por la suya que mediada Cuaresma estaría en Córdoba.

Tratóse después adónde se haría aquel sacrificio, y al fin se resolvieron que se hiciese en casa del canónigo don Pedro Cortés, [pues] por ser eclesiástico y por haber conservado siempre amistad con don Rodrigo tendría todo mejor salida.

En este tiempo envió la Santidad de Clemente Octavo un jubileo plenísimo, que durase quince días, y la última semana que se ganaba en Córdoba era la semana de Lázaro. Tenía don Rodrigo un pariente que se llamaba don Andrés de la Cerda, grande amigo, aunque muy diferente a él en el trato.

Sucedió que el sábado de Lázaro, al poner el Sol, se hallaron juntos, y dijo don Andrés a don Rodrigo: Bien será que ganemos este jubileo, que no sabemos si veremos otro. Yo os lo he querido decir, dijo don Rodrigo, y así, os pido que miréis a dónde iremos a confesar. Vamos a los Descalzos, dijo Andrés, que está allí un grande oficial. Pues yo me levantaré de mañana, dijo don Rodrigo y nos iremos juntos; y agora dadme esa capa que traéis y tomad ésta que es conocida, y quiero ir hablar una palabra a fulana, y luego volveré. Dejad eso, dijo don Andrés, que habéis de confesar mañana; no se impedimento para ello esta ida. No será dijo don Rodrigo, que desde la puerta lo diré, y volver luego. Y con esto trocaron las capas, y fuése, quedándo el aguardando a la gradilla de la puerta.

Comenzaba ya [a] anochecer cuando se fué don Rodrigo; vivía la señora a quien iba hablar cuatro casas más abajo del canónigo don Pedro de Mesa. Estaba a este tiempo juntos todos los contrarios en casa de dicho canónigo, y estaba trazado que lo convidase [a] hacer colación, y que estándola haciendo, lo matasen.

Pusieron desde las cuatro de la tarde un negro para que, en viendo a don Rodrigo, avisase a su señor. Estuvo el negro todo este tiempo espiando a don Rodrigo, y luego que lo vido, avisó a su señor, el cual salió muy alegre y contento, y le dijo si quería hacer colación, que se lo suplicaba porque la tenía muy buena. Aceptó el convite, y entráronse mano a mano a una sala, y sentóse don Rodrigo a la cabecera de la mesa, quedando a las espaldas del desdichado una puerta de una sala adonde estaban todos los conjurados.

Comenzaron a hacer colación y tratar de cosas diversas; y salió Luna de la sala con un venablo, y le dió un tan grande golpe, que le partió toda la cabeza hasta los pechos. A este tan desaforado golpe dió el don Rodrigo una voz tan grande, que don Andrés la oyó, diciendo: ¡Ay, que me han muerto! Él, temeroso de que don Rodrigo hubiese muerto alguno y le achacasen que él le había ayudado, hizo testigos a los criados de casa cómo en aquella ocasión estaba con su mujer y hijos; y así cerró su puerta y se acostó.

Otra señora que vivía enfrente, a quien yo visité en la cárcel, me dijo que estando ella y su marido regando unas macetas, oyó la dicha voz, y oyéndolo, dijo el marido a la mujer: Los mancebitos de este tiempo, en viéndose con sangre, luego dicen jay, que me han muerto Y con vivir enfrente de la casa donde se hizo esta crueldad, no oyeron ni supieron otra cosa, y así lo juraron. Los matadores tomaron la sangre de su desventurado en un acetre o cubo, y fueron por toda la ciudad rociando y tiñiendo todas las esquinas y paredes para deslumbrar a la justicia; pero otros, que sentían mejor, dijeron que fué para quitar las manchas que había causado con su escandalosa vida.

Después de hecho esto, sacaron el desventurado cuerpo y lo pusieron de la parte de abajo del racionero, atravesado en la corriente de la calle del Baño, con sus guantes y su espada debajo del brazo y como que dormía; de suerte que viniendo dentro de poco tiempo don Pedro Zapata de fuera de Córdoba con más de veinte personas, que pasaron por encima de él, decían donaires, entendiendo que estaba borracho. Ansí estuvo toda la noche, hasta que la pobre mujer, que todo el día le había estado esperando, envió un recado a don Andrés de la Cerda si sabía de don Rodrigo.

Contóle todo lo que yo he dicho del trueque de la capa, y que nunca más le había visto. Envióle en casa de la mujer adonde le dijo que iba, y hallólo muerto como se ha dicho; fué tanto el dolor del criado y fueron tantas las voces que iba dando, que alborotó toda la ciudad. Trújose en casa de don Andrés, y de allí se llevó a enterrar, por no quitar la vida a la desdichada señora, que lo adoraba; y todo esto es lo que yo supe de la mujer de don Andrés, que se decía doña Beatriz Vique.

- Caso extraño el que habéis contado -dice Colodro- y digno de que se escriba para escarmiento de los hombres que viven con más libertad de la que la ley de Dios les permite. Y porque tengo deseo de saber el fin de tan extraña tragedia, os ruego me digáis cómo se vino a descubrir, siendo hecho este negocio con tanto secreto.

- En todo lo que se hizo -dice Escusado- no hubo sino indicios que tuvo la justicia. Envióse a la Corte por pesquisidor; hizo extraordinarias diligencias; prendió a don Juan de Córdoba, a don Alonso de Aguilar y a don Alonso de Cervantes y un pariente de la moza. Estos fueron atormentados de cuatro jueces que vinieron; y el que más les condenó fué el negro que llamó a don Rodrigo, y al que vino de Flandes no lo conoció el negro.

Fué presa con ellos una ama del racionero, y puesta en el borrico, negó tan valerosamente, que quedaron admirados los jueces, aunque no persuadidos que dejaba de saber algo; diéronle siete tormentos en el discurso del pleito, quedó libre y manca de pies y manos, como lo dispone aquella ley, que el que sufriere siete tormentos lo queda. Los caballeros Cortés enviaron por ella en una litera, tratándola con su fidelidad merecida. El negro murió en la cárcel con la vida que le dieron para ello; desdijose del primer juramento. (La causa y juramento.) La causa y pleito del racionero la pidió Su Santidad para su Rota. Al fin se dió en fiado, y salió libre de toda esta maraña. Al fin, todos los caballeros quedaron mancos de los tormentos, pero con su honra.

Sucedió que una noche le enviaron de casa de don Gómez, su hermano, un pan, y dentro de él un billete sin firma, que decía: En casos semejantes, callar más callar, y morir callando. Diólo don Juan a uno de los guardas, y partiendo el pan, halló el billete, y dióle al juez; y fué tanto lo que se embraveció, que no le dejó a don Juan Gómez cosa que no le secuestrase, con otras mil miserias con que se ardía la ciudad, por ser estos señores los más principales de ella.

Finalmente, después de haber dado cinco jueces, y que no se hallaba la verdad del caso, el Rey don Felipe Segundo no quiso dar más jueces, sino mandó que se llevasen a la Corte los presos; fueron todos los referidos, y después de tomado acuerdo y consultado, los mandaron dar en fiado, poniendo silencio para siempre en ello. Fueron recibidos estos caballeros en Córdoba con las mayores demostraciones de alegría que se puede decir por ser quien eran y por haber padecido en sin culpa.

Murió dentro de poco tiempo don Martín de los Ríos, señor de Fernán Núñez, y dejó en su testamento seis mil ducados para que se restituyesen por orden de la Compañía, entendiéndose que fué satisfacción para los que habían padecido por su causa. Lo que más admiró al Rey y a los jueces fué el ánimo y valor de la ama del racionero, pues en siete tormentos que le dieron, no se le oyó decir otra cosa más que ella no tenía cuenta con los convidados, sino era aderezar la comida bien para su amo; espantó esto a todos, y dijeron que semejante valor no se había visto en España, y que si sucediera en tiempo de los romanos, le hicieran una estatua.

Los Cortés, que son cuatro hermanos, agradecidos de la lealtad de la criada, anduvieron a porfía sobre quién la había de llevar; que es justo premio de lo que merece un criado honrado. Finalmente, digo que don Rodrigo de Vargas fué más perjudicial en la muerte que había sido en la vida.

Ésta, pues, fué la muerte de este desventurado caballero, tan animoso y valiente, que parecía que no había de hallarse otro en el mundo, y lo fué Luna, a quien él dió la bofetada, que tanto ofendió a todos los presentes, pagándole la afrenta que le hizo tan a su gusto y tan a su salvo, que parece que tomó Dios a este hombre por instrumento para que don Rodrigo pagase los enormes pecados, con tanto escándalo cometidos en aquella ciudad.


XIV. Caso extraño que sacudió a don Pedro Cortés racionero de Córdoba, estando en Roma, con una abadesa de un convento

- Yo os quiero contar un caso extraño, que le sucedió a don Pedro de Cortés, este racionero de quien habemos hablado, el cual lo contó pocos días antes de la muerte de don Rodrigo en una conversación, y sucedió de esta manera:

Siendo maese de campo de la Santidad de Sixto Córdoba, siendo de Quinto un tío del racionero, don Pedro de Mesa, hermano de su padre, envió por él a edad de dieciocho años. El mozo era de muy buen talle y entendimiento, y con las espaldas del tío andaba con libertad de día y de noche, sin nota de nadie. Sucedió que una noche se detuvo en el cuerpo de guardia más que otras veces, y al tiempo de irse, el cabo de escuadra le dijo que era muy tarde, y que le quería ir [a] acompañar. El mozo no lo consintió, y así se despidió de él.

A la mitad de su camino encontró una mujer cobijada con una saya y otra blanca suelta; determinó de hablarla y saber dónde iba; y yendo con este pensamiento, mudó de parecer, juzgando que sería mejor dejarla y ver dónde iba; hízolo así, y la señora siguió su camino y llegó a un convento de frailes, y, hecha su seña, se asomó uno a la ventana y echó una escala, y subió la mujer a lo alto. Estuvo nuestro don Pedro con la misma competencia, si se iría o aguardaría; venciólo la curiosidad, y así, se determinó aguardar a ver en qué paraba aquel negocio. Aguardó desde las once de la noche hasta las cuatro de la mañana. A esta hora se asomó un fraile, y mirando a todas partes, y viendo que nadie parecía, echa la escala y baja a la señora.

Cerró su ventana, y fuése siguiéndola don Pedro, y a pocos lances apresuró el paso, y echóla mano diciéndole que se tuviese a la justicia y que fuese presa a la cárcel del Papa. Turbóse la pobre mujer, y toda aterrada le pidió por la sangre de Dios que no la llevase a la cárcel, que mirase lo que de su persona le pudiese servir, que allí la tenía, y fuera de esto, le daría todo el dinero que quisiese, por que era mujer principal y perdería mucho de su reputación, más de lo que podía pensar. En estas palabras y promesas entendió que era el había de regalar. Dióle el caballero larga, y ella lo hizo tan honradamente, que lo sustentó espléndidamente de vestido y comida todo el tiempo que estuvo en Roma.

Luego, pues, como estaba concertado, fué a ver al lance de más importancia que parecía, y así, resueltamente le respondió que por ningún gusto ni interés de esta vida dejaría de llevarla a la cárcel, para que Su Santidad la viese, porque había días que buscaba una ocasión como aquella para ganar la gracia del Papa, y que pues se le había venido a las manos, no la quería perder; y diciendo y haciendo, echóle mano, compeliéndola a que caminase.

Entonces la pobre señora se echó a sus pies, pidiéndole por las entrañas de Dios que no usase tanta crueldad, que le hacía saber que era una pobre monja abadesa de un convento adonde estaban hijas de la gente más noble de Roma, y que redundaría la afrenta suya en todas ellas; al fin dijo esto y otras cosas con tanta ternura y lágrimas, prometiéndole que no perdería la merced que la hiciese, que bastara a ablandar una fiera. Don Pedro, movido a piedad, le dió palabra de hacer lo que le pedía, pero que había de ser con condición que no había de volver más al convento. Todo se lo prometió, y le pidió que fuesen aprisa, porque venía el alba. Quitóse don Pedro un bohemio, y echósele encima, y llegaron al pie de la torre de las campanas del convento; y echándole de lo alto una escala de más de cuarenta pasos, subió por ella bien ligera, y luego que llegó arriba, la dejó caer. Tomóla don Pedro, y con la daga la hizo pedazos, y con ella un hoyo donde la enterró, y con esto se fué.

Pasados dos o tres días, fué don Pedro a visitar a la señora abadesa, que así se lo pidió ella muy encarecidamente; fué muy bien aderezado y acompañado como quien era. Fué muy bien recibido de la señora, agradeciéndole la señalada merced que le había hecho; trato con el don Pedro que fuese a hablar al fraile, que a la sazón era provincial; hízole a despedida un gran regalo y con él le dió un bolsillo de doblones, y que aquello eran para guantes, y que le diese licencia porque lo había de regalar. Dióle el caballero larga, y ella lo hizo tan honradamente, que lo sustentó espléndidamente de vestido y comida todo el tiempo que estuvo en Roma.

Luego, pues, como estaba concertado, fué a ver al reverendo, y después de larga plática le descubrió todo lo que había pasado. Negó el hecho al principio, pero viendo prendas que él había dado a la monja en poder del don Pedro, confesó echándole los brazos encima, agradeciéndole la merced que le había hecho, y que le daba palabra como religioso, que ya estaba cansado y recelándose cada día de semejante tribulación. Al fin, en reconocimiento de lo hecho, comenzó a contribuirle de manera que entre los dos deudores le sustentaban en Roma con un caballo y criados, como a un señor. Y pasó esto tan adelante, que, receloso el tío de que esto saliese de otra parte, le apretó los cordeles, y al fin le contó la historia, con que se alegró mucho. Dada, pues, la prebenda de racionero que tiene, se despidió de los dos, los cuales acudieron de nuevo para el camino; y después que llegó a Córdoba, agradecido el señor don Pedro, les hizo grandes regalos y presentes, enviando en retorno muy cumplido, y duró esto muchos años, como lo ha dicho el señor don Pedro de Mesa muchas veces.

XV. Acuéntase un caso de otra monja, que le sucedió a otro caballero de Córdoba, harto extraño

- Yo os contaré otro caso de otra monja -dice Colodro- no menos extraño que el pasado; que si yo lo acierto a contar como a mí se me refirió, no os ha de causar menos admiración que a mí el vuestro.

Un caballero de Córdoba de la casa de los Aguayos, seguía la Corte y apreciábase de valiente, y lo era mucho. Los grandes y títulos de la Corte, que como mozos trataban de sus vanidades, le solían llamar para que les guardase las espaldas; y entre otros le llamó uno que tenía dada palabra de entrar en un convento de monjas. Gustó de ello, pareciéndole era buena ocasión para señalarse y aumentar su nombre y fama. Díjole el caballero al que le había llamado que le dijese la ocasión a que iban, para que según eso llevase las armas; respondió que bastaba la espada y rodela, porque habían de ir solos.

Llegada la hora de las once, partieron a su empresa, y díjole cómo tenía una monja, a quien había servido muchos años, y como el amor había ido creciendo de tal manera, que estaban los dos convenidos el que entrase con unas llaves que ella le había dado para ello, y así le suplicaba que le aguardase hasta las cuatro de la mañana, que él saldría. El señor don Pedro, que así se llamaba, prometió todo lo que pidió, y mucho más, porque deseaba mucho servir su excelencia.

Con esto llegaron a la puerta de la iglesia, que era donde se había de hacer la seña para la entrada. Estuvieron dando y tomando sobre el caso hasta que llegó la hora aplazada; y espiando y mirando pasó el término que se había puesto, y barajando sobre el caso, y qué sería la ocasión y tardanza. Sucedió que algunas monjas sus vecinas, la vieron a la señora aquella tarde y noche tan negociada, que juzgaron no era sin causa. Dieron aviso a la priora de lo que pasaba, y ella, de oficio con otras monjas, se entró por la celda de aquélla; se quedó helada, comenzóse a turbar, y así, con estos indicios echóla mano y llevóla presa a otro aposento, y haciéndola escrutinio, la hallaron las llaves falsas que tenía con esto la dejaron, entendiendo que la afrenta y prisión que habla recibido la atormentara y afligiera mucho; pero nada de esto fué bastante para que dejase de emprender una de las cosas más hazañosas que hombre ni mujer jamás han hecho.

Pues como la pobre monja vió que era descubierta y que no podía dar aviso a los que la esperaban, por no caer en falta y que los otros se fuesen corridos y burlados, determinó de romper un zaquizamí que tenía el aposento y luego el tejado; y así, desnudándose, fué de tejado en tejado hasta el de la iglesia debajo del cual los dos estaban esperando desesperados. Y viendo la señora que el tejado era tan derecho que un gato no se podía tener en él, determinó sin miedo de ningún peligro de ir como una culebra por el tejado adelante por el álabe de las últimas tejas, y llegando de aquella manera adonde estaban los caballeros, sacando la cabeza, les habló y dijo que se fuesen, porque aquella noche no había lugar, porque había sido descubierta; y volvióse arrastrando como había venido, con admiración de los dos caballeros, viendo que una mujer flaca se pusiese en un trance tan peligroso, sujeta a despeñarse y hacerse mil pedazos, y, como después lo dijeron, viendo de día el tejado, que era imposible que persona humana pudiese ir por él, si no era ayudada de algún demonio.

Viendo estas cosas el caballero, le disuadió al amigo se apartase de aquella ocasión tan peligrosa. Contóle algunos casos que han sucedido en esta materia, y en particular el que sucedió en Lorca a un caballero, que subiendo a lo alto de una pared de un convento, sin ver quién, lo arrojaron abajo, y lo fué siguiendo un ferocísimo perro hasta que llegó el caballero a su casa, habiéndole dado mil bocados, de que murió malamente. Y al fin le contó el rigor que el Rey don Felipe Segundo usaba castigando semejantes delitos, no mirando nobleza ni hazañas pasadas, sino sólo hacer la causa de Dios, el cual sentía más estos pecados que hácense en vírgenes consagradas a él. Todo lo cual fué causa para que [de] todo punto se apartase de este enredo, aunque fué muchas veces importunado de billetes y recados de la señora.

XVI. Síguese otro caso que le sucedió con otra monja a un caballero de Córdoba

- Vuestra historia -dice Escusado- me ha traído a la memoria otro caso que le sucedió a don Luis Gómez de Córdoba, al cual se siguieron hartos trabajos. Este caballero estaba casado con doña María de Argote, muy noble en la nobleza, muy rica, moza y hermosa, Tenía ya de ella don Luis tres hijos; de los más bizarros caballeros que había en la ciudad. Puso, pues, los ojos en una señora que estaba en Santa María de las Dueñas sin profesar; dió en regalarla junto con sus amigas, que tenía hartas.

Pasó tan adelante la amistad, que le dijo don Luis que no profesase, que él le daba palabra de matar a su mujer, y casarse con ella. La pobre moza se creyó de esto y fué suspendiendo la profesión más de ocho años. Perdióle tanto a Dios la vergüenza, que al fin se le concedió licencia para entrar en el convento, y el instrumento por donde esto se hizo fué un cajón bajo la sacristía, por donde todas las veces que quería entraba y salía.

Al fin, esto se vino a saber; puso remedio en ello, y la malicia del caballero y la codicia de ocho monjas, que eran las que entraban a la parte, dieron en una de las mayores libertades que se pueden imaginar; y fué que estas monjas envolvían la señora en unas sábanas y la dejaban caer en una casa de una mujer que las monjas llamaban madre, que también estaba cohechada, y allí se estaba el don Luis con ella hasta que le parecía, y luego la volvían a subir. Vinose esto a descubrir, y viendo tan gran maldad que ya no se podía disimular, dióse cuenta al Obispo, y como no era profesa, inviáronla a casa de su padre, y en las monjas hízose un severo castigo. Llevada, pues, a casa de su padre, la señora parió una hija dentro de pocos días, linda criatura por extremo.

Dentro, pues, de pocos días que parió, le dió en sus partes vergonzosas fuego de San Antón, con tanta admiración de los médicos de aquella ciudad, que decían ser castigo debido a la mano de Dios. Avisáronle como se moría, y muy conforme con la voluntad de Dios, invió por dos Padres de la Compañía con quien se confesó de todos sus pecados, con tanto dolor y arrepentimiento, que los Padres quedaron satisfechos que Dios se los había perdonado.

Quedó la ciudad pasmada, viendo el castigo que había tomado de contado, sin quererlo suspender más tiempo. No se trataba otra cosa en la ciudad sino el fin que había de tener don Luis, y no se engañaron, pues aunque se dilató algún tiempo, al fin lo pagó con una muerte harto trabajosa.

En Córdoba se usa encerrar el ganado que se ha de matar todas las tardes de los viernes, y para esto se junta toda la ciudad, por ser de mucho entretenimiento. Un día de éstos se fué don Luis a pie, entróse en una casa para ver desde allí los toros, que se sacan a lidiar con cuerdas. Sucedió que vino el toro cerca de la casa donde estaba don Luis, entró la gente de tropel, y, poderse valer, cayó de espaldas, y sin hablar más palabra, lo llevaron muerto a su casa, con grande admiración de los presentes, y no sin recelo que había sido castigo y pena de sus culpas morir tan de repente sin confesión ni otra diligencia de cristiano.

- Yo quedo suspenso remitiendo a Dios y a sus ocultos juicios semejantes desgracias - dice Colodro pero deseo que me digáis el castigo que la justicia hizo en este caso tan grave.

- No ha sido descuido -dice Escusado- el callarlo todo junto.

Era cuando esto sucedió corregidor de Córdoba don Pedro Zapata, sobrino de don Francisco Zapata, presidente, y después de hechas las diligencias, dió aviso por razón de oficio a la Majestad del Rey don Felipe Segundo; hizo el sentimiento que era razón. Mandó luego que recibió la carta juntar el Acuerdo, y se sentó por presidente de él. Estábanse mirando unos a otros, considerando qué podría sucedido de tanta importancia que fuese forzoso juntar todos allí con el Rey.

Al fin tomó el Rey la mano, y con la fuerza de razones que el caso podía, refirió lo que le habían avisado de Córdoba, y que estaba determinado que se hiciese un castigo notable dentro de los términos de justicia, y que sería un gran servicio a Dios, y que Su Majestad que daría bien servido. Oídas las razones del Rey, casi todos se ofrecieron de servirle. Visto el celo que todos mostraban, dióle el cargo de ello a un alcalde de Corte, encargándole mucho le sirviese en aquel negocio como él lo esperaba. Partió el alcalde a grandes jornadas, y por secreto que esto se hizo, y por haberlo encargado, no faltó un pariente que avisó a su suegro don Diego de Argote, que había acabado de ser corregidor en Murcia, y había prendido al Marqués de Mondéjar en Cartagena, y le había traído preso al castillo de Chinchilla, con el cual hecho sirvió mucho al Rey y a toda la Corte, Diéronle aviso de lo que peal, y la indignación de Su Majestad, y que era remediarlo con mucha presteza. Aviso a su yerno al instante, de suerte que cuando llegó el alcalde, estaba ya negociado de esta suerte.

Fuése don Luís al convento de Santa Maria de la Dueñas, trató con el abadesa que ya estaba todo aquello pasado y que no tenía remedio, y así el corte que se fué untar muy bien al abadesa la mano, dándole dos mil ducados, otros cuatro mil dió a las monjas, con que todas partieron mano de la querella que estaba dada. Al padre de la moza se le dieron cuatro mil ducados, con que hizo lo mismo. Hecha esta buena diligencia, tomó toda su vajilla con todo lo mejor que en casa tenía, y ausentése

Llegó el alcalde de Corte y comenzó hacer su diligencia, comenzando por el convento, y fuéronse excusando todas, diciendo que aquella señora no era monja, y así no tenían ellas que pedir nada, y que si de oficio quisiese Su Majestad tratar el caso, muy en hora buena, pero que se persuadiese que ellas no tratarían de él.

Quedó el juez suspenso con esta respuesta, y así invió a llamar al padre de la moza y le dijo cómo Sa Majestad le había inviado a satisfacerle la deshonra que se le había hecho a él y a su hija, y que querellase de don Luis, que él le satisfaría. El padre le agradeció la merced que Su Majestad le hacía, y que estaba resuelto a no tratar de nada, porque le parecía que le estaba mejor, supuesto que ya estaba su hija muerta. Admirado el Alcalde de no haber podido entrar por parte ninguna, se volvió a la Corte, dando cuenta a Su de lo que pasaba, y que habiendo sido verdad, no había parte que pidiese ni testigos que jurasen, y que por esto no se atrevió a pasar adelante. Admiró a todos la prevención, y así se quedó este negocio tan fco sin castigo de la justicia de la tierra.

XVIII. Historia de María Magdalena de la Cruz, monja de Santa Isabel de los Angeles de Córdoba, fingiéndose santa, y como engañó a toda España.

-Por no salir...-dice Colodro-, os tengo de con tar la historia famosa de Magdalena de la Cruz, que a mi ver es una de las más extrañas que han sucedido en España, y fué de esta manera:

En Córdoba está un convento de monjas que se llama Santa Isabel de los Ángeles; en él estaba una monja que se llamaba Magdalena de la Cruz, de gente muy principal, porque todas las señoras de aquel convento lo son. En sus principios fué muy sierva de Dios, y a los medios, llevada de la vanidad, y por hacerse famosa, como lo fué, determinó tratar con el demonio, y con su ayuda hacer cosas tan imposibles que admirase a quien las oyese.

Entre sus frailes (a quien era sujeta) y las monjas de su convento fué tenida por santa; alababan su obediencia, su penitencia, su oración continua y, al fin, su gran santidad, de que ordinariamente se trataba. Y fué de suerte que llegó a orejas del Rey. Y la inviaban las mantillas de sus hijos para que las bendijese. Todas las cosas de tomo que sucedían se las consultaban; todos los grandes de España la visitaban y tenían su carta por una grande reliquia, tanto, que, sin haber tasa en su fama, iba como espuma creciendo.

Sucedió que un día señalado se le quebró la pierna; era cerca de la fiesta del día del Señor, y haciendo la colación de Santa Marina, que cae enfrente del monasterio, la otava, pasaba la procesión por la calle; las demás monjas la miraban desde el mirador, que lo tienen muy bueno. Vínole deseo a Magdalena de la Cruz ver la custodia; signifícalo con palabras muy tiernas y con vehemente deseo de ver a Dios, y estando impidida por tener la pierna quebrada, se abrió la pared del aposento, que caía por donde pasaba la custodia, y le adoró con extraño consuelo suyo y admiración de las monjas que estaban con ella, viendo un tan notable favor y merced como el que Dios le había hecho. Volvióse luego a cerrar la pared, y la cura de la pierna no tenía mejoría; y a los médicos les parecía que no tenía remedio, y que sin falta le costaría la vida. Estando, pues, tan desesperados de su salud, de repente se halló sana, y se levantó y anduvo por casa muy buena; con este milagro se aumentó mucho su fama, por ser cosa tan milagrosa.

Fuera de esto sucedió que, viniendo un día a comulgar, estando el sacerdote en el altar mostrando al Señor antes de venir a dárselo a las monjas, se vino de las manos del sacerdote a la boca de Magdalena de la Cruz; ésta y otras muchas veces, con espanto de infinitas gentes que lo velan. Así que no quedó regalo de los que los santos pasados recibieron de mano de Dios que ella no lo recibiese. A nuestro parecer, y en lo que tocaba a las demás virtudes, era exceso; de suerte que todas tenían en ella un vivo retrato de perfección.

Estando, pues, en este estado, sus mismas monjas la ojeaban de noche, y algunas vieron cómo estaba con ella un mancebo que le reñía de cosas que hacía, con que le daba a él pena. Este era el demonio, que en esta forma tenía parte con ella. El escándalo que de haberla visto con el mancebo resultó, bien se deja entender, y al fin, después de haberlo tratado entre sí, determinaron de avisar a los señores inquisidores.

Lleváronla presa, y, tomada su confesión, confesó de plano haber tenido pacto con el demonio, y que por su orden había hecho todo cuanto se decía de ella. No fué menos espanto la prisión de Magdalena de la Cruz que lo había sido su santidad; finalmente, fué un pasmo para todo el mundo, y deseaban todos saber el fin que aquel negocio había de tener. La pobre monja pidió perdón a Dios y [a] aquellos señores, con tanto dolor y arrepentimiento de sus pecados, que aceptando su penitencia, y considerando que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, usaron de su acostumbrada piedad y clemencia; sacáronla en un auto en hábito penitente con una soga a la garganta, y en su mano una vela.

La gente de todas partes que concurrió a este auto no se puede decir con palabras; al fin leyóse su confesión y todos sus pecados, que fueron enormes y feos, y puso admiración a los presentes, viendo que una mujer de corto entendimiento supiese fingir tantos embustes y marañas trayendo con ellos engañada toda España. Finalmente la condenaron en destierro de su convento y de la ciudad de Córdoba para otro de Andújar, adonde estuviese reclusa toda su vida, sirviendo en la cocina sin velo ni voto, y que no comulgase sino en las Pascua del año, y si reincidiese, pena de muerte. Fué llevada a convento de la ciudad de Andújar, y allí acabó su vida llorando siempre su pecado, con gran satisfacción de las monjas que la tenían a cargo.

XVIII. Síguese otra historia de otro diablo de otra beata

- Estoy alegre - dice Escusado de haber oído historia de Magdalena de la Cruz, que la había oído nombrar muchas veces, y no sabía por qué causa tan famosa; y es cierto que he reparado que han dado tres mujeres en qué entender estos años pasados; la una es esta que acabáis de contar; la otra es una beata de la ciudad de Jaén, que se decía María Romera, que tuvo unos dares y tomares con Gaspar Lucas, un prior de San Bartolomé de la mesma ciudad, y no irá fuera desta materia, pues la penitenciaron en Córdoba, y yo la vi sacar a ella y a Gaspar Lucas en un auto público y de esta manera.

Esta mujer era beata, hechura de este prior beato, que, en opinión del Obispo don Francisco Sarmiento, si él le dijera que a medio día era de noche, lo creyera, según la opinión que tenía de santo. Éste, pues, fué como los alumbrados de Extremadura, que a los principios fueron siervos de Dios, pero después se malearon, como lo vimos en nuestros tiempos sacar en auto público y echar a galeras. Sucedió, pues, que entre otras muchas beatas que confesaba este alumbrado, era una esta María Romera, preferida a las demás, y así el Gaspar Lucas se preciaba del grande aprovecha miento de esta hija; era la oración que tenía sin cuento, porque estaba cuatro y cinco días sin comer ni beber ni acudir a otras necesidades naturales, y al parecer de todos se levantaba en el aire. Fué de suerte que por el Obispo y comisario de la Inquisición se hiciesen grandes diligencias; hincábanle alfileres de a blanca hasta la mitad, sin hacer sentimiento alguno, aunque lo sentía muy bien, como después lo confesó; dábasele humo a narices en mucha abundancia y tormento suyo, y no obstante esto, permanecía en su arrobamiento.

Supe yo de dos Padres de la Compañía, que se hallaron en aquella ocasión en Jaén, y la fueron a ver por cosa rara, y decían que si no era viéndola, no se podía creer, porque verdaderamente ponía espanto ver el modo de estar tan penoso, que ningunas fuerzas humanas lo pudieran sufrir, no cuatro ni cinco días, como habemos dicho, pero ni aun un día. Uno de estos Padres era compasivo y fácil en creer; el otro era tenaz, y dudó que fuese aquello bueno, y estuvo a la mira de que había de para, y... (sic) no se engañó, porque presto se descubrió la maldad.

Sucedió, pues, que el hermano beato Gaspar Lucas le llevaba el Santísimo Sacramento en el pecho sin lumbre y casi sin acompañamiento, y cuando llegaba a la casa, quedábase la gente fuera, y la comulgaba; y de camino la consolaba con ayuntamiento carnal y otras mil torpezas y deshonestidades de que pasaban, que decirlas ofenden las orejas castas. Al fin la hermana beata, siempre que venía Gaspar Lucas, despertaba de su arrobamiento, y no de otra manera, como se ha dicho.

»Causaron estas cosas mucho ruido en España; tanto, que en toda ella no se decía otra cosa. Las beatas, sus contemporáneas, viendo que de ellas no se hacía caso, y envidiosas de qué se haría de María Romera, supieron hacer tan bien la cama a sus bellaquerías y a las de su beato, que dando pruebas de ellas y testimonios verdaderos, los prendió la Inquisición, y apretándoles los cordeles, confesaron sus pecados con muchas lágrimas, de las cuales se movieron a su acostumbrada piedad, y después de tres horas de reloj, que duró el relatar sus culpas, con empacho y vergüenza de los que las sabían, reclusaron a Gaspar por diez años en un convento de la Merced, y a María Romera por toda su vida que sirviese en el Hospital de San Juan de Dios en Granada, donde yo la vi con mucho exemplo de toda la ciudad. Al fin murió como una santa, y sé cierto la perdonó Dios y está gozando de él.

XIX. Síguese la historia de la famosa monja

Había en Portugal un convento de monjas, en el que vivia una verdadera sierva de Dios, cipios en tanto grado que se dice de ella que era tanto el miramiento que tenía a su ángel, que no se atrevia acostar sino con un lienzo encima del cuerpo. Tenía particular devoción con el Santísimo Sacramento; visi. tábalo muy a menudo y en particular después de maitines, quedándose hasta la mañana puesta de rodillas en el coro. Ofa todas las misas que se decían con mucha devoción; finalmente, era dechado en el convento de todas las virtudes y santidad.

Dejóse llevar de la vanidad, y para hacerse más famosa, se hizo unas llagas en el costado con un alfiler, con intenso dolor suyo. Publicóse su santidad y sus llagas con tanta aceptación de sus monjas y de toda Españía, que de toda ella acudían como a un santuario, pidiéndola todos la estampa de las llagas; ella las daba, y todos hacían cuenta que llevaban una gran reliquia; y entre los demás que acudieron fué el Duque de Béjar (que también es cordobés y ganador de ella) a pedirle consejo sobre su hijo don Juan, que era el mayorazgo, si sería gloria de Dios meterse fraile o no.

Ella, oídas las razones del Duque, le aconsejó que lo hiciese, y así tomó el hábito de los Dominicos y se llamó Fray Francisco de la Cruz. Pasó tan adelante este aplauso de santidad, que haciéndose aquella ya feliz jornada para Ingalaterra, donde fué por capitán el Duque de Medina, se llevó el estandarte real a la señora para que le echase la bendición, que es, a mi ver, todo lo que se puede decir en razón de estimar a una persona por santa. Lo que más calificó la fama de esta mujer fué el confesarla el Padre Fray Luis de Granada, religioso tan santo y de tantas letras; pues lo uno y lo otro llegó a los pies del Sumo Pontífice, de quien recibió el Padre Fray Luis de Granada cartas de mucha consolación, agradeciéndole el mucho fruto que hacía con su doctrina. Con el arrimo, pues, de este santo varón campeaba inás la santidad de esta monja, viendo que la abonaba un hombre de tantas letras y santidad; todas estas cosas tenían suspensa a España, aguardando en qué había de parar.

Ofrecióse, pues, en Portugal una ocasión que, por su gravedad, se habían juntado a determinarla los mejores sujetos de Castilla y Portugal, los cuales, por su mucha dificultad, no acababan de concluirla. Avisáronle a la Majestad de Felipe Segundo que en Córdoba estaba el Padre Fray Alberto de Aguayo, fraile Dominico y hombre de tantas letras y santidad, que se dudaba hubiera otro en España que le igualase. Satisfecho de todo esto el Rey, le mandó fuese a Portugal, y le encargó muy en particular aquel negocio. Él fué allá, y en pocos días se dió tan buena maña, que lo que tantos y tales no habían sabido determinar, él lo concluyó con admiración de todos los de Portugal y de el Rey de España; el cual, teniéndose por bien servido, le hizo obispo de Astorga, con grandes esperanzas que le dió para en adelante.

Acabado, pues, su negocio, le rogó al Padre Luis de Granada le diese cuenta de su hija. El padre Fray Luis tomó la mano y le habló muy largamente de su santidad y de sus virtudes, y últimamente le dijo que no hallaba en sus confesiones materia de pecado para absolverla. Entonces dijo el Padre Alberto: «O San Juan Evangelista miente, o esa mujer no dice verdad; lo más cierto es, Padre, que esa monja es falsa y embustera. Al fin, en este tiempo se fueron descubriendo sus marañas, las cuales, y lo que dijo fray Alberto, fué ocasión para que se diese cuenta a los señores Inquisidores, los cuales procedieron contra ella; y como dice la Escriptura que el pecado engendra temores, luego la pobre confesó de plano, diciendo que todo cuanto hacía eran embustes y falsedades, y luego de su orden se recogieron todos los pañitos de las llagas que había dado, y la sacaron en un auto público, a que se juntó toda Castilla y Portugal, para ver una mujer que con tanto artificio había engañado todo el reino; al fin la penitenciaron, aunque no con mucho rigor, por no haber tenido pacto con el demonio, que fué el todo para no haber en ella un castigo ejemplar.


XX.Aquí se cuenta un caso extraño que sucedió en Córdoba a un ermitaño

-Yo quiero-dice Escusado-, ya que nos habemos metido con Inquisidores, contar un caso que me contó un siervo de Dios que lo vió él mismo, y es en esta forma:

Reinando en Ingalaterra aquella fiera vestida de Enrique Octavo[1], al cual, dejándolo Dios de su mano por sus ocultos juicios, quitada la obediencia, se la quitó a Dios, y como el otro apóstata Juliano comenzó a despojar las iglesias de las cosas sagradas, que en ellas había, como lo escribe el Padre Rivadeneira en el libro de la Cisma de Ingalaterra, y no se libraron de la injuria de aquel tirano los prebendados, a quien siguió la misma fortuna; y entre los demás fué uno que en letras y autoridad era el principal, pues por ellas y su autoridad se había llevado la cátedra magistral de aquella ciudad.

Era ultra de esto muy noble aparentado y rico, y por no venir a las manos del Rey, que lo deseó sobremanera, se salió de su tierra disfrazado, y con gran pobreza visitó la santa ciudad de Roma con grande consuelo de su alma, y después de algunos días se determinó pasar a España y vivir en ella lo que Dios le diere de vida debajo del amparo de la católica profesión y religión que en ella se profesa.

Pisolo por la obra, y desembarcando en España, comenzó a visitar las imágenes más ilustres y famosas de Nuestra Señora la Virgen María. Al fin, de lance en lance, vino a la noble y leal ciudad de Córdoba, traído de la fama de muchos mártires que hay en aquella ilustrísima ciudad, y mirando los sitios de ella, halla el de Albaida, que es uno de los más espaciosos y apacibles sitios que hay en España; es mayorazgo de los Hoces; este sitio está al Mediodía. En lo alto de él está el religiosísimo convento de San Jerónimo, y a un lado tienen los Padres de la Compañía una hermosa y apacible heredad, que se llama San José; descúbrese desde ella toda la ciudad, río y campiña, con todo lo demás que se puede desear a la vida humana.

En medio de este gran sitio está el famoso convento de Arrizafa, de frailes descalzos de San Francisco, donde tomó el hábito el santo Fray Diego. Sin todas estas cosas que habemos dicho, hay dos docenas de ermitas, donde grandes siervos de Dios están en vida áspera y penitente, sin tratar con persona humana, y esto con licencia del señor de la hacienda y del señor Obispo; dales su dueño licencia para que tomen para su sustento el algarroba, la [a]ceituna, el higo, la bellota, el almendra, todo con mucha largueza. Está poblado este gran sitio de todos los árboles que se conocen en España; tiene infinitos arroyos y fuentes de aguas muy caudalosas; finalmente, a quien bien siente de la amenidad, frescura y abundancia de este sitio dicen que es un pedazo de Paraíso.

Llevado, pues, este siervo de Dios de todo esto, en compañía de aquellos santos se determinó hacer su asiento, procediendo con mucha edificación de todos, aunque en el trato muy apartado de ellos, por ser inglés y por su austeridad comenzaron a traerle entre ojos. Sucedió, pues, que viniendo un día al Arrizafa a oir misa con aquellos santos ermitaños, uno de aquellos Padres tomó una caña e hizo una cruz, púsola en un cerro, sujeta a que una bestia la olease y el aire la derribase.

Dijole este siervo de Dios, con más conocimiento y estima de la cruz que el que la ponía, había de estar en parte más levantada, y no allí; que bastaban seis o siete humilladeros de piedra, y otras cosas a este modo. Pues con esto que le oyeron decir de la cruz, y con tenerle entre ojos por el poco trato que con ellos tenía, denunciaronle a la Inquisición, y por la dicha fué preso; y tomada su confesión, dijo el nombre suyo y el de sus padres, y su tierra, y la causa por que había venido. Hízose diligencia por parte de los señores Inquisidores, en que gastaron dos años, los cuales el santo varón llevó con mucha paciencia y satisfacción de aquellos señores.

Finalmente, sabida la verdad, de parecer de todos, la noche antes que le hubiesen de sacar de la cárcel se le dió recado para escribir, y le pidieron dijese algo de la santa cruz; él se excusó que no sabía; al fin lo hizo, y fué tal lo que escribió en verso y en prosa, que dejó suspensos y admirados a los señores Inquisidores, y satisfechos de sus muchas letras y santidad. Sacáronle de la cárcel, diciéndole que su pleito se había mirado y no se había hallado cosa contra la ley de Dios; y así le ofrecieron su amistad y que le tiene infinitos arroyos y fuentes de aguas muy caudalosas; finalmente, a quien bien siente de la amenidad, frescura y abundancia de este sitio dicen que es un pedazo de Paraíso.

Llevado, pues, este siervo de Dios de todo esto, en compañía de aquellos santos se determinó hacer su asiento, procediendo con mucha edificación de todos, aunque en el trato muy apartado de ellos, por ser inglés y por su austeridad comenzaron a traerle entre ojos. Sucedió, pues, que viniendo un día al Arrizafa a oir misa con aquellos santos ermitaños, uno de aquellos Padres tomó una caña e hizo una cruz, púsola en un cerro, sujeta a que una bestia la olease y el aire la derribase.

Dada la licencia, volvió a sus ejercicios pasados, y viéndose ya viejo, comenzó aumentar la penitencia, y una muy particular era un cilicio que le llegaba hasta los muslos, y éste le daba de mes a mes a un siervo de Dios, que estaba en el castillo de Albaida sirviendo a Dios; éste me aseguró a mí que sacudiéndolo en un arroyo, era tanto el ganado que cafa, que cubría parte de él, y ayudábase de este ermitaño en esto por no salir de la celda. Fué visitado todo el tiempo que vivió de los señores Inquisidores y tenido por santo; los cuales, cuando murió, le hicieron un solemnísimo entierro, con que se acabó el conocer su santidad.

XXI. SÍGUESE OTRO CASO HARTO EXTRAÑO QUE LE SUCEDIÓ A DON ALONSO DE AGUILAR

-El caso que habéis contado -dice Colodro- es de edificación, y me he holgado haberle oído, y porque no salgamos de la materia, os tengo de contar otro que le sucedió a don Alonso de Aguilar, que no os ha de causar menos admiración, y es en esta forma:

En la famosa casa de Priego hubo uno de los hijos de aquellos señores, el cual tomó el hábito de San Juan; éste, por su antigüedad, vino bailio; seguía la guerra con la afición que sus antepasados; fué con el Emperador a Argel, y se dice de él que el día que saltaron en tierra, como salieron los moros a defenderla, fué tanto el estrago que hizo en ellos, que casi fué bastante para encerrarlos en [fol. 67) la ciudad, como lo hizo, y cerradas las puertas, se puso de puntillas sobre los estribos, y sacó un puñal de la cinta y lo hinos en la puerta, pasando con él una plancha de hierro y un cuero de vaca con que estaba forrado, diciendo que aquel pafal sería testigo como le hablan huído y cerrado las puertas como cobardes. También se halló con el Emperador en Túnez, y se aficionó a una hermana del Rey, la cual trajo a Córdoba, y en el baptismo se llamó doña Maria de Herrera. Estaba señalada en los brazos, como suelen las moras; casóse con esta señora, y tuvo en ella un hijo que se llamó como su padre, don Alonso de Aguilar, y no fué menos esforzado que sus antecesores.

Siendo mancebo ya para casarse, hubo grande competencia sobre quién se había de casar con él, por su mucha nobleza, riqueza y valor de su persona. Al fin, una señora muy principal, deseando casar a don Alonso con una hija suya, determinó hablar unas grandes hechiceras de Montilla, llamadas las Camachas; encargóles el negocio, prometiéndoles, si salían con su pretensión, pagárselo muy bien; ellas se lo prometieron, y dando y tomando sobre el caso, se resolvieron en convidar a don Alonso para un jardín suyo, y que estuviese allí la señora. Las ma- [fol. 63 vto.] las hembras no la avisaron en qué forma había de entrar don Alonso, y con este descuido viólo entrar en forma de un hermoso caballo. Cuando ella lo vió, espantada, comenzó a dar gritos, y quedóse amortecida; volvió con algunos remedios que le hicieron, y comenzó a quejarse de las malas mujeres y a publicar y descubrir lo que estaba secreto. Vino luego el caso a noticia de los señores Inquisidores, y hecha su diligencia, prendieron a don Alonso y a las hechiceras. Estuvo don Alonso mucho tiempo en una cárcel estrecha, y al fin lo soltaron, por haber hallado que don Alonso estaba inocente de todo el caso, pero no obstante esto, le mandaron que burlando ni de veras entrase en casa de las Camachas.

Sucedió, pues, que haciéndose en Montilla unas fiestas, fueron muchos caballeros de Córdoba a ellas, y, rogado de todos, fué don Alonso. Los cuales fueron a visitar a las Camachas, y ellas les rogaron que, acabadas las fiestas, llevasen a don Alonso una noche a su casa, porque era cosa que le importaba mucho. Los caballeros se lo prometieron, y así, por engaños lo llevaron una noche. Estuvo el pobre caballero harto inquieto y sobresaltado; parecía que el corazón le decía lo que le había de suceder de [fol. 64] aquella visita. Vino, al fin, a noticia de aquellos señores, los cuales le volvieron a prender de nuevo; sospechose que por la reincidencia saldría mal de aquel negocio. Fué Dios servido que las Camachas se desdijeron de lo que habían dicho contra él, y con esto dieron orden los Inquisidores que un día señalado le soltasen de la cárcel. Supieron esto algunos oficiales, y avisaron de ello a don Gómez de Córdoba, como a tan deudo, el cual lleno de gusto y contento, dió mil ducados de albericias, y para el día señalado se fué con quinientos caballeros, todos a caballo, para llevar hasta su casa a don Alonso.

Visto por los Inquisidores, mandaron llamar a don Gómez, y le preguntaron que a qué venía con aquellos caballeros; y respondió que sabía que salía libre don Alonso, y que él y aquellos caballeros le venían acompañar. Apretáronle los cordeles que dijese de quién lo había sabido, y respondió que del secretario Balabarca y del portero de la Inquisición. Tomóse este dicho jurídicamente, procedióse contra el secretario y portero y fueron sentenciados a doscientos azotes y diez años de galeras, porque descubrieron el secreto de la Inquisición.

Esto hecho, sacaron [fol. 64 vto.] a don Alonso de Aguilar de la cárcel, con extraño contento de la Corte.

En esta sazón iba el Rey don Sebastián a la guerra de Africa, y dándole el Rey don Felipe, su tio, tres mil hombres de ayuda, hizo capitán a don Alonso de Aguilar y a don Luis de Godoy. Entrando, pues, el Rey don Sebastián (1) por Africa, y queriendo pasar un rio, le dijo don Alonso al Rey que no lo pasase, porque se había de perder. A esta razón, con algún enfado, le dijo el Rey: Y vos sois de la casa de Aguilar? Pues vamos, respondió don Alonso, que presto lo veremos Y así fué que don Alonso fué el primero que pasó el rio, y aquel día murió peleando, haciendo hechos dignos de quien era. Este fin tuvo el gran don Alonso de Aguilar, después de haber estado dos veces preso, sin haber podido averiguar nada.

XXII. SÍGUESE LA CONVERSIÓN DE UN CABALLERO DE CÓRDOBA, NUNCA VISTA.

-En Córdoba hay un apellido de caballeros que se llaman Cárcamos, linaje tan ilustre, que tienen por cabeza de duques y marqueses, y en Córdoba lo es don Alonso de Cárcamo. Éste tuvo un tío, hermano de su padre; era el segundo de sus hermanos, y, como mozo, se entretenía en gustos [fol. 65] y pasatiempos paseando de noche con otros maleantes. Sucedió que una noche anduvo hasta la una, poco menos, por la ciudad, sin encontrar con ninguno de los amigos ni topar con quien entretenerse. Hallóse junto a la puerta Monsario (sic). que cae cerca del convento de la Merced, y por dicha concavidad que hacía la puerta, salió al campo, y a


</div>

  1. reinó entre 1509 y 1547

Principales editores del artículo

Valora este artículo

0.0/5 (0 votos)