Semana Santa de antaño en la Catedral

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Antiguo Monumento de la Catedral
Semana Santa de antaño en la Catedral


Independiente de las cambios litúrgicos que han evolucionado durante los siglos en la Iglesia Católica con motivo de diferentes Concilios, hay que distinguir dos costumbres que se mantuvieron en los cultos catedralicios, una fue el cántico sacro en los Oficios de Semana Santa que permaneció hasta las primeras décadas del siglo XX y la costumbre de adornar al Santísimo Sacramento en un majestuoso Monumento alzado en la Capilla de Villaviciosa perdurable hasta la década de los setenta del mismo siglo.

La primera actividad consistía escuchar las audiciones del arte religioso musical con la ejecución de composiciones singulares y maravillosas, en especial el canto de las “Lamentaciones” el Miércoles Santo, partitura tomada del profeta Jeremías; así como la interpretación de los salmos del “Miserere” el Jueves Santo, lleno de súplica y sufrimiento; como igualmente el de “Tinieblas” en el Viernes Santo, preludio anunciando el acabamiento y consumación definitiva de un viejo mundo antes de la llegada del Resucitado. Muchas de estas sublimes melodías estuvieron compuestas por el genial maestro de capilla de la Catedral, Juan Antonio Gómez Navarro.

Los fieles acudían a la llamada de la “matraca” como anuncio y reclamo para participar en los Oficios Divinos, y así observar las ceremonias elegantes, solemnes y graves; mientras se deleitaban escuchando con éxtasis el Canto Sacro Gregoriano, así como para adorar a Jesús Sacramentado en un grandioso monumento. Éste fue inaugurado en año 1578 cuya realización estuvo a cargo del insigne maestro carpintero y alcalde de oficio Lope de Liaño y Ramírez, siendo obispo el dominico cordobés Fray Martín de Córdoba y Mendoza, cuyo coste estuvo sufragado por el cabildo, firmando el contrato por parte eclesiástica el racionero de la Catedral, Pedro Vélez de Alvarado a la vez obrero de fábrica de la misma.

Durante un siglo se conservó el Monumento tal y como saliera del taller de Lope de Liaño, pues en 1678 rigiendo la diócesis fray Alfonso de Salizanes y Medina, se llevó en él una gran renovación suprimiéndose la parte escultural que fue sustituida por lienzos de Juan de Alfaro y Gámez discípulo de Antonio del Castillo restaurados posteriormente por el pintor Juan Ruiz; siendo nuevamente restaurado en 1758 Pedro Cebatera. A pesar de las restauraciones, el Monumento siguió siendo majestuoso y severo, digno de ser conservado durante posteriores siglos.

Así lo describía el investigador y académico Rafael Aguilar Priego en el año 1962:

“Consta de un gran basamento con lienzos que representaban ángeles portando instrumentos de la pasión. Descansa éste sobre otro cuadrangular con sendos tableros con escenas doradas alusivas a la muerte de Cristo, en tres de sus lados en la de la cara principal con gradas para subir al plano en que se coloca al Santísimo, y de él se elevaban cuatro columnas de orden coríntico estriadas que sostienen un entablamiento cuadricular con cuatro cornisas salientes que se apoyan en pilastras estriadas jónicas. A su vez sobre este conjunto se eleva un cuerpo cilíndrico en que descansa la cúpula que termina en un cupulino con ocho arcos y sus correspondientes arbotantes. En los ángulos entrantes que forman los frentes que avanzan, y por tanto, entre cada dos pilastras se elevaba una pirámide. Sobre todos los cuerpos se extiende una buena balaustrada, y su elevación es igual a la altura de la nave cuya bóveda llega a tocar, siendo susceptible de albergar mucha iluminación como treinta lámparas de plata y capacidad para doscientos cirios de cera”.

Encontrándose abandonado el Monumento en las atarazanas de la Catedral, fue desplazado en los años ochenta a localidad de Peñarroya para formar parte del altar mayor de la iglesia parroquial de Santa Bárbara.


Estas solemnidades litúrgicas, rebosante de cantos y rezos, celebradas en la Catedral en otros tiempos por Semana Santa llenaban de fieles el gran recinto de la Mezquita Catedral, hoy son más sobrios a consecuencia de la liturgia surgida del Concilio Vaticano II, también debido a la secularización de la sociedad y al mayor atractivo de los desfiles procesionales.

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