Biografía de San Eulogio de Córdoba

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Biografía de San Eulogio escrita por Miguel Ángel Ortí Belmonte y publicada en el boletín nº 80 de la Real Academia de Córdoba en el año 1960

En los historiadores árabes, no hay una sola cita de las persecuciones contra los mozárabes, palabra que deriva de musta-arib (el que quiere hacerse árabe o sea arabizar). La razón es que esta página gloriosa de la historia cristiana de Córdoba, que llena de mártires el misal de la Iglesia de Córdoba, y son un ejemplo de lo que es la fe cristiana, no pasó de ser, en la historia de los árabes cordobeses, otra cosa que, el castigo de unos apóstatas o paganos que insultan al Profeta hasta en las puertas de sus mezquitas.

Cerca de siglo y medio había transcurrido desde la invasión árabe y en Córdoba como en otras ciudades del emirato los cristianos seguían con sus iglesias, monasterios y cultos, sin manifestaciones exteriores, pagando su tributo, la capitacium, con sus leyes, sus condes y su lengua latina. Pero la arabización había empezado, la lengua y las costumbres árabes iban penetrando en el seno de esta clase social y escritores cristianos como Alvaro de Córdoba, clamaban contra esta arabización de los cristianos. En el "Indiculo luminoso", dice respecto a la lengua latina que la iban olvidando "Compositionem et jam dixit verborum et preces omnium ejus membrorum quotidie pro eo eleganti facundia et venusti confecta eloquio nos hodie per eorum volumina et oculis legibus, et plerumque miramus Juvenes Christiani vultu decori, lingue disserti habitu gestuque compicuit, gentilicia eruditione praeclari, arabico eloquio sublimati, volumina Caldeorum havidissime tractant intensissime legunt ardentissime". Llegaron a olvidar el latín, hasta tener que traducir al árabe la Biblia y contra ellos se van a levantar en el emirato de Abderrahmán los árabes cordobeses.

Los insultos y menosprecios a la religión del Profeta, eran castigados por el Cadí, según el Corán, con la muerte, sin excepción para nadie, aun,- que fueran de las más elevadas clases sociales.

En Córdoba se fue formando entre los mozárabes un fuerte partido que clamaba contra la islamización y sus jefes fueron Eulogio y su amigo y biógrafo Álvaro de Córdoba, autor el primero de el Memoriale Sanctorum (el memorial de los santos) y el Documentum Martyriale (enseñanza de los mártires), y el Apologetico de los Mártires, y el segundo el Indiculus luminosus, la Vida de Eulogio y las Epístolas de Alvaro de Córdoba a Juan de Sevilla, al abad Esperaindeo y al judío Eleazar. Ambrosio de Morales fue el primero que dio conocer las obras de San Eulogio y Alvaro, reimpresas en 1608 por Francisco Escoto, y en el XVIII por el P. Flores en la España Sagrada. Recientemente todo el epistolario de Alvaro de Córdoba ha sido publicado por el P. Madoz, S. J., siguiendo el códice del archivo de la Santa Iglesia Catedral de Córdoba. Estas son las fuentes únicas que tenemos para conocer la vida de San Eulogio y el ambiente de lucha, proselitismo y misticismo, que se respiraba entre un grupo de mozárabes, que clamaban contra la islamización, luchando por conservar puro el espíritu y la fe de la religión de Cristo.

San Eulogio nació en Córdoba, de noble familia, descendiente de patricios romanos. Su biógrafo Alvaro dice: Igitur Beatus Martyr Eulogi nobile stirpe progenitus, Cordubae civitatis Patrice Senatorum traducet natus. Su abuelo se llamó también Eulogio, y su madre Isabel, según nos dice el mismo santo, sus hermanas Niola y Anulo que fue monja, sus hermanos Alvaro e Isidoro, comerciantes y José, empleado en el alcázar del Emir, del que fue separado cuando las persecuciones. El santo nos dice también en Apologético, que cuando oía al muecín llamar desde la torre de la mezquita a la oración, su abuelo hacía la señal de la cruz sobre la frente, y entonaba el salmo 82 "Dios mío quién puede ser como Tú, no calles ni enmudezcas pues sonó la voz de vuestros enemigos y los que te aborrecían han levantado la cabeza". San Eulogio recordando la piedad de su abuelo, cuando oía la voz del almuecin decía "Sálvanos Señor del mal sonido ahora y para siempre. Sean confundidos todo cuantos adoran la ficción y los que te glorian en sus simulacros". En su juventud entró al servicio de la Iglesia de San Zoilo, mártir cordobés de la época romana, y la tradición cordobesa dice que este santo sufrió el martirio en le mismo lugar donde está hoy su capilla, cerca de la parroquia de San Miguel.

En la iglesia de San Zoilo, hoy iglesia de San Andrés, hizo sus estudios, recibió las enseñanzas del abad Esperaindeo y conoció al joven Alvaro de Córdoba, de familia rica y ascendencia israelita, amante de las letras clásicas, como Eulogio, cuyo estudio alternaban los dos con las Sagradas Escrituras, componían poesías, llegando a escribir varios volúmenes, que según cuenta Alvaro rompieron en la edad madura para que no quedaran aquellos incorrectos ensayos de su juventud. Con Alvaro le unió una amistad de hermano en Cristo, como los primeros cristianos, de fe y de alma, que subsistió durante toda la vida. Alvaro escribió la Vida de San Eulogio "Vita Vel Passio Beatissimi Martyris Eulogii Pres byteri et Doctoris". Que Alvaro no sea una cosa distinta de Eulogio y que el amor no esté colocado en ninguna parte, sino en el corazón de Alvaro. Eulogio fue ordenado sacerdote en San Zoilo, empezando desde este momento su vida de apóstol y misionero. Su gran maestro, el abad Esperaindeo, formó su alma y le infiltró el espíritu de resistencia contra el fanatismo y la religión de los dominadores. "Gran lumbrera de nuestro siglo, escribirá de él San Eulogio, varón elocuentísimo, doctor insigne, anciano venerable y piadoso maestro mío". Cuando Esperaindeo sufrió el martirio, San Eulogio logró arrebatar su cuerpo y lo llevó a su iglesia de San Zoilo. Se apagó la voz del maestro pero continuó la del discípulo, llena de la misma o mayor fe para la lucha contra el Islam.

Eulogio era ya un teólogo, la Biblia y San Isidoro, el primer místico de nuestros escritores, con los Soliloquios y Exhortación a la Penitencia eran sus libros predilectos, le embargaba un ansia de saber, como lo prueba la biblioteca que llegó a tener, trescientos volúmenes, cifra fabuloso en aquellos tiempos. Su predicación era continua; en el Memorial de los Mártires escribe: "Y he aquí que tú te complaces en disponer mi lengua, como si fuese apta para ordenar los Sacramentos Celestiales. Me he atrevido a tocar las cosas más altas, yo, pobre y mezquino; he tratado a las cosas limpias, siendo la misma inmundicia y, cargado de iniquidad, he osado entrar en el Sancta Sancctorum. Pero no lo he hecho inflado por la soberbia, sino reconociendo mi humildad y abyección, con el íntimo anhelo de adquirir tus galardones y la intercesión de los santos. Tú lo sabes, Señor".

A los cristianos de Córdoba les decía: "Nosotros tenemos el deber de predicar; vosotros el deber de escuchar. No porque yo lleve una vida desordenada y me arrastre torpemente en el cieno, teneis derecho para despreciar la palabra de Dios. ¡No veis cómo también el plomo sirve a los emperadores del mundo para traer el agua a sus palacios! Y aquí, en la Iglesia, junto a los vasos de oro y plata, adornados de camafeos, turquesas y amatistas, hay también vasos de barro que no por eso debemos despreciar. No callaré; seré como un perro que nunca se cansa de defender los intereses de su señor y tanto más ladra y acomete, cuanto más le hieren y atormentan". Eulogio se pasaba las noches en oración en su iglesia de San Zoilo; según su biógrafo, cumplía el aforismo de su maestro: "Si quiere que tu oración llegue hasta Dios, ponla dos alas: el ayuno y la limosna".

Eulogio quiso peregrinar, recorrer los reinos cristianos, en donde la religión cristiana era la de sus reyes, y aunque intentaron disuadirlo, al fin emprendió por la España cristiana su viaje. Dos finalidades llevaba en el mismo, adquirir noticias de sus hermanos los comerciantes, para consolar a su madre y vivir la vida cristiana, libre de las ingerencias de los árabes.

Salió de Córdoba el año 848 en compañía de un diácono llamado Teodemundo, llegó a Cataluña, no pudiendo penetrar en Francia por la guerra que entonces tenía el conde de Barcelona, pasó a Navarra, en donde encontró las mismas dificultades; en Pamplona trató a su obispo Wiliesindo, que le hospedó cariñosamente, recorrió los monasterios y cenobios, entre ellos el de San Zacarías, cerca del río Arga, viviendo con los monjes su vida conventual; bajó hasta Zaragoza, donde tuvo noticias de sus hermanos que estaban en Maguncia, regresando a Córdoba, fortalecida su alma con esta peregrinación y con el ejemplo de lo que era un pueblo que luchaba por su fe y por su patria.

De su viaje traía códices latinos, la Ciudad de Dios, de San Agustín; la Eneida de Virgilio; las poesías de Juvenal y de Horacio; los Opúsculos de Porfirio; los Cantos Religiosos de Adhedelmo; las Fábulas en verso de Avieno; Himnos Religiosos y Tratados Dogmáticos. Estos últimos los puso a disposición de todos los cristianos, para que se aprovechasen de sus conocimientos, empezando una propaganda para restaurar el latín entre los mozárabes, convencido de que, mientras sobreviviera la lengua del Lacio, no desaparecería el cristianismo.

Entre los mozárabes cordobeses existían dos partidos, el de los antiguos vitizanos, acomodaticios, y la minoría rebelde al emir, la verdaderamente cristiana, en donde no sólo latía el espíritu cristiano, sino también de libertad. El moderno historiador de los mozárabes, señor Cagiga escribe "En el pensamiento de los españoles que convivían en la España musulmana, se fue formando un sentimiento nuevo, que no pudo brotar en todo el siglo, VIII, el sentimiento nacional el amor a la independencia, lo que hoy llamamos patriotismo".

Este patriotismo de San Eulogio fue eminentemente religioso y más que religioso, restaurador del verdadero sentimiento cristiano, que se iba debilitando en los mozárabes, su teología era práctica y enlazada con un fuerte amor a la patria, por esto su afán era siempre justamente con una restauración religiosa e integral, el despertar el sentimiento patriótico entre los sometidos; el elevarlos de siervos a señores.

Al regreso a Córdoba después de su viaje de peregrino, se formó al lado de San Eulogio un núcleo de cristianos con su mismo ideal de lucha y de misticismo frente al de los acomodaticios. Córdoba era la opulenta ciudad que Eulogio llama "florentissima civitas et regia"; ensalza el santo el esplendor alcanzado, la opulencia de su comercio, el brillo doctrinal de las escuelas árabes, pues aunque enemigo de lo árabe, admira con su fino espíritu su cultura, pero él lucha por restaurar la ciencia clásica, los poetas latinos. Frente a una propaganda de esta naturaleza, forzosamente tenía que venir el choque de las dos culturas, de las dos religiones antagónicas, y entre los árabes cordobeses se produce un movimiento contra las predicaciones de Eulogio que estallará en el año 850, y que será implacable, por parte de San Eulogio, irreductible y provocador, es un misticismo el que le embarga en sus predicaciones, y a los cristianos que le siguen. Nos hallamos, dice San Eulogio, como los israelitas, bajo el látigo de los egipcios.

La persecución empezó primero con humillaciones, aumento de contribuciones, injurias a los sacerdotes en las calles, hasta que estalló el conflicto buscado solapadamente por los árabes. En la basílica de San Acisclo, en las afueras de Córdoba, había un sacerdote llamado Perfecto, hombre virtuoso y lleno de erudición, le detuvieron en la calle pidiéndole su parecer acerca de Jesucristo y de Mahoma. Contestó éste: "Yo creo firmemente en la gloriosa divinidad de mi Señor Jesucristo, pero en cuanto a vuestro profeta no me atrevería a deciros la opinión en que le tienen los católicos, pues se que os mortificaría mucho"; pidiéronle que hablara sin temor y Perfecto requiriéndoles que guardaran secreto, les contestó en árabe: "En un pasaje del Evangelio se lee: "Muchos falsos profetas vendrán en mi nombre y harán grandes señales y prodigios para seducir, si es posible fuese, a los mismos escogidos". Entre estos impostores sobresale vuestro gran profeta, que engañado por el antiguo enemigo, seducido por las ficciones del demonio y dado a los sacrílegos maleficios, corrompió los corazones de muchos, enredándolos en lazos de eterna perdición".

Le dejaron marchar; pero al día siguiente, escribe San Eulogio, una multitud furiosa e irritada empezó a gritar cuando pasaba por la calle: He aquí el loco y temerario que delante de nosotros vomitó contra el Profeta, con quien Alah sea fauto y propicio, tantas blasfemias, cuantas no hubiese escuchado con paciencia ninguno de vosotros. Fue llevado ante el Cadí de la ciudad. He aquí dijeron al juez, un cristiano que ha maldecido a nuestro profeta y a sus sectarios; tú sabes mejor que nosotros la pena que merece tal delito. Perfecto tuvo miedo y negó; la sentencia, según el Corán, era de muerte; pero en la cárcel recobró el valor, preparándose a morir, en una oración continua.

El viernes 18 de abril del año 850 terminaba el ayuno que sigue al mes del Ramadán. Una inmensa muchedumbre ocupaba la orilla del Guadalquivir en el barrio de Saqunda, hoy el Campo de la Verdad, las embarcaciones surcaban el río; un apóstata, el eunuco Nazar, había preparado el espectáculo de la muerte del santo, ante la inmensa muchedumbre. Llevado al lugar de la ejecución, Perfecto en alta voz decía: Sí, yo maldije y maldigo ahora a vuestro Profeta; yo me ratifico en llamarle como le llamé antes, hombre endemoniado, hechicero, adúltero e impostor. Yo os hago saber que las profanaciones de vuestra secta son ficciones diabólicas, y que las penas del infierno os aguardan a todos vosotros, al par con vuestro maestro. Le fue cortada la cabeza y los mozárabes recogieron el cuerpo del mártir llevándolo a sepultar a la iglesia de San Acisclo. Hundiose una de las embarcaciones en el río, ahogándose dos; San Eulogio escribió: "Dios se ha acordado de su mártir. Nuestros crueles perseguidores enviaron a uno al cielo; el río se ha tragado a dos de ellos, para entregárselos al infierno".

Buscaron otra nueva víctima con el engaño que tan buen resultado les había dado con Perfecto. Un mercader cristiano llamado Juan, era envidiado por los de su profesión, cuando llegaba un musulmán a su tienda juraba por Mahoma diciendo: "Por vuestro Profeta que este es un género superior. Por Mahoma que no lo hallareis en otra parte". Un día le dijeron: "Tú siempre estás nombrando al Profeta y jurando por su nombre augusto, pero siendo como eres cristiano o lo hacer por ludibrio, o por engañar con un falso juramento a los que no saben tu creencia". Juan respondió: "Está bien; no volveré a pronunciar el nombre de vuestro Profeta, y maldito sea todo el que lo tome en su boca". Al oir esto se arrojaron sobre Juan y lo llevaron ante el juez, quien mandó darle cuatrocientos azotes y paseándolo en un asno por la ciudad, lo encerraron en la cárcel cargado de cadenas, donde lo había de encontrar meses después San Eulogio, con las huellas muy visibles de los azotes.

El enuco Nazar, cumpliéndose la profecía que Perfecto hizo en la cárcel, que moriría antes del año, murió trágicamente. De acuerdo con la sultana Tarub, quiso envenenar al Emir, intentándole dar un veneno, pero el médico que lo preparó, llamado Hairan, lo denunció a Abderramán, el cual cuando por la mañana Nazar le presentó el vaso, le dijo: "No estoy seguro de ello, pruébalo tú primero". A las pocas horas Nazar moría víctima de espantosos dolores. Todo el año 851 está lleno de muertes de mártires que llenan el calendario de la Iglesia de Córdoba; no podemos llegar a detalles, éstos fueron, Isaac, de noble linaje cordobés y monje del monasterio de Tábanos; Sancho de la Galia, paje en el alcázar; Pedro, sacerdote de Écija; Walabonso, monje del monasterio de Cuteclara y su hermana María; Sabiniano, natural de Froniano, pequeño lugar de la sierra de Córdoba, monje del monasterio armilatense de San Zoilo, en el Guadalmellato; Wistremundo, de Ecija, monje de San Zoilo; Habencio, monje del monasterio de San Cristóbal, en el Campo de la Verdad; Jeremías, cordobés fundador del monasterio de Tábanos, muriendo junto con el abad Martín; Sisenando, diácono; Paulo, pariente de San Eulogio, diácono de la iglesia de San Zoilo; Teodomiro, monje, natural de Carmona.

Once martirios en menos de once meses. En los monasterios cordobeses el júbilo era extraordinario, los cristianos tibios clamaban contra esta sangre vertida. "¿Qué aprovecha a nuestra fe la sangre que por ella se vierte cada día, sino obrando Dios milagro alguno en desagravio de los suyos y confusión de los enemigos, éstos se gozan impunemente en ver morir a los que sí aborrecen y denuestan a su Profeta?". Contra estas ideas se va a levantar San Eulogio con inspiración de Profeta, frente a los pobres de espíritu y de fe, empezando a escribir su Memoriale Sanctorum, obra que felizmente ha llegado a nosotros, en donde está reflejado su pensamiento santo, de apóstol de Cristo y pastor de almas. "Bien sabeis los errores gravísimos y groseros que, aconsejado por Satanás, predicó Mahoma, fundando una secta y herejía de las más terribles que han aparecido desde la Ascensión del Señor; secta que, separando muchas naciones de la iglesia católica, ha perdido innumerables almas. Despreciando las profecías, inflamando la doctrina de los Apóstoles y conculcando la verdad del Santo Evangelio, fingió y predicó tamaños absurdos como negar la di= vinidad de Nuestro Señor Jesucristo, a quien reconoce y sin embargo como el Verbo de Dios y como un Profeta; prometiendo un Paraíso todo henchido de gula y deleites carnales y enseñando otros errores y delirios no menos monstruosos que, como sabeis, fueron dignamente refutados en un opúsculo por mi sabio y elocuente maestro, el ilustre abad Esperaindeo, gran luminar de la iglesia en nuestros tiempos. Errores e impiedades, en fin tan varios y tan estupendos, que para refutarlos han tenido que escribir muchos comentarios y volúmenes algunos de nuestros filósofos y doctores Pero con más energía y valor salieron a refutarlos nuestros gloriosos confesores, dando testimonio de la verdad con sus propias vidas. Primeramente lo dio el santo sacerdote Perfecto, cuya fortaleza quitó a muchos el miedo de morir por la confesión de la verdad; siguióle el invencible confesor Juan, mostrándose ambos en los tormentos dignos por su fe y abnegación de la gloriosa palma del martirio. Mas si éstos fueron arrastrados a la pasión por la perfidia de los infieles, alentados con sus ejemplos otros muchos, ansiosos por ganar la misma corona, concurrieron en santo tropel a la palestra, denostando al enemigo de Dios y alabando al Divino Redentor, por cuya gracia y virtud nada temían en el mundo y todo lo esperaban en el cielo. ¡Ojalá que este libro contribuya a transmitir a la posteridad sus gloriosas hazañas para honra del cristianismo!".

"En vano infieles y cristianos han querido despreciar y ultrajar tan altos ejemplos; aquéllos por arrebatarnos una gloria tan legítima, y éstos por no creerse capaces de imitarlos; en vano unos y otros oponen contra la realidad y gloria de sus martirios repetidas objeciones. Alegres los paganos por ver vengadas con tantas muertes la injuria de su pretendido Profeta nos dicen: Si la fe por que morís es acepta a Dios, ¿cómo su omnipotencia no obra algún milagro que atemorice a vuestros enemigos e ilustre la verdad que proclamais? ¿Por qué os sacrificais sin provecho alguno vuestro, ni detrimento de nosotros? Mas no es de extrañar que así discurran los infieles; lo extraño y doloroso es que la mayor parte de los cristianos nos objetan del mismo modo, dudando de la verdad de unos martirios que no han sido confirmados por grandes maravillas. No hay por qué admirarse, ¡oh fieles! de la falta actual de milagros, pues ni el don de hacerlos se ha concedido a todos, ni son propios de todos los tiempos y circunstancias. Leemos en el Evangelio que el mismo Redentor hallándose entre sus compatriotas, no hizo allí los prodigios que obraba largamente en otras partes, y esto no por falta de poder, sino por la incredulidad de sus oyentes. Esto cabalmente sucede aquí, en medio de tantos infieles e incrédulos. En los primeros tiempos de la iglesia abundaban los milagros, porque entonces todas las gracias del cielo eran necesarias para arraigar sólidamente el naciente árbol del cristianismo; mas ahora, ¿qué mérito tendría el que creyesen, no por las palabras y promesas de Dios, sino por extraordinarios portentos? Como don gratuito de Dios, y que muchas veces en su misericordia le ha concedido a los malos, no hay que recomendar tanto el que los obre, como la santidad de su espíritu y doctrina, sus virtudes y caridad. Esta es la mayor recomendación de nuestros ínclitos mártires, en quienes brillaron todas las virtudes y principalmente la fe, raíz y fundamento de todas. Recibid, pues, como mayor argumento de santidad, la muerte que sufrieron por Dios, que no los mayores prodigios que pudieran obrar".

Permitidme carísimos hermanos y hermanas bienaventuradas, decía a los monjes y monjas de los monasterios cordobeses, que entre a tomar parte en vuestros júbilos. No seáis tan celosos que acaparéis para vosotros solos el patrimonio de estos mártires que pasaron los pruebas de los tormentos por todos los miembros de la Iglesia... Son vuestros y nuestros a la vez. Salieron de entre vosotros; pero todos nacimos en una misma fuente bautismal.

Todos en Cristo somos una misma cosa. En cuanto a mí, a varios de ellos los he empujado al combate, y, si yo no he combatido les dí las armas para luchar. Compartamos todos la alegría, celebremos todos jubilosamente, indiscretamente si quereis, la memoria deleitable de estos felices valores. Mezclemos nuestras voces y ofrezcamos con el mismo entusiasmo el sacrificio de nuestras alabanzas a ese Señor, que ha hecho nacer para nosotros los siglos felices de los tiempos pasados, por cuya gracia luchan y vencen los santos, van a la muerte y viven y se llenan de valor para despreciar varonilmente todos los suplicios que puede inventar la crueldad de los impíos.

Los árabes cordobeses no eran sanguinarios y se dolían de aquellos insultos al Profeta y de la muerte de los cristianos, con los cuales habían siempre convivido. Intervino el Emir por intermedio del Metropolitano de Sevilla, Recafredo, que antes había sido Obispo de Córdoba y de Egabro, quien presentándose en la Iglesia de Córdoba, dice Alvaro, dispuesto a terminar con aquellos fanáticos que perturbaban la Iglesia y la sociedad.

Aterrados por la cólera del tirano, escribía Eulogio, a su amigo Alvaro, todos cambiaron de parecer con una volubilidad inaudita y empezaron a maldecir a los mártires diciendo que tanto ellos como los que le favorecían eran reos de un gran crimen. El sultán, decían los partidarios del arzobispo, nos permite el libre ejercicio de nuestra religión; no hay persecución ninguna, no hay opresión que justifique vuestra actitud. ¿A qué viene, pues, ese celo indiscreto, que puede perdernos a todos? ¿Los que vosotros llamáis mártires, son unos suicidas, enemigos de sus hermanos y azotes de la Iglesia. Esos mártires son una cosa nueva e inusitada; no nacen de la verdadera virtud, sino de una soberbia refinada. Si esos revoltosos conociesen bien la Santa Biblia, no maldecirían a Mahoma; allí se lee que los maldicientes no poseerán el reino de Dios. Y en el Evangelio encontrarán estas palabras que contiene la esencia del cristianismo: "Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen". Con razón nos dicen los musulmanes "Si Dios hubiera inspirado a esos fanáticos la resolución de lanzarse a la muerte, habría hecho milagros para manifestar que Mahoma no es un profeta". ¡Y qué milagros ha hecho! Las reliquias de vuestros pretendidos mártires han sido quemadas, aventadas, arrojadas al río, o bien se corrompieron como se corrompen los demás cadáveres. A nadie aprovechan estos martirios que son una verdadera locura".

El Obispo de Córdoba, Saúl, vino en defensa de sus fieles, lo que fortaleció el alma de Eulogio, que seguía trabajando en el Memorial de los Santos, cuando fueron descubiertos, los más comprometidos con el Santo, en los primeros días del otoño del año 851 y encerrados en la cárcel pública, en donde se encontró con el Obispo Saúl y los abades de los monasterios cordobeses.

Pero como ocurre con los espíritus fuertes se aumentó su sed en la persecución, y todos cuantos les rodeaban recibían de Eulogio el consuelo a su aflictiva situación y el premio de las bienaventuranzas, como fin del calvario en la Tierra. Al ser detenido no destrozaron sus pergaminos, que la familia le llevó en su visita a la cárcel, y aquí continuó su obra, que envió a su carísimo hermano en el Señor Jesucristo, Alvaro. "Estoy dispuesto a publicarla; las generaciones futuras dirán si hago con él una campaña infame como dicen los detractores, o si es, más bien para mí un título de gloria. Pero antes, porque quiero quitar a mis adversarios todo motivo de murmurar y roer, te lo envío a tí hermano mío muy querido, árbitro seguro de mi pequeña ciencia, para que si le apruebas, aparezca en público, y si le repruebas, quede condenado a perpetuo silencio. Si calla, nadie se reirá de él, y si le mandas hablar, podrá desafiar impávido las iras de sus calumniadores, y aparecer triunfante entre los que han de recibirle con gratitud. Alvaro leyó el libro, lo aprobó y escribió a su amigo. Me has recordado, señor mío las grandezas de los antiguos; has arrojado un católico fulgor en medio de la noche; y has vuelto a abrir la fuente que brotaba de los ricos veneros del corazón de Jesús. El que ha inspirado a los mártires para la batalla ha inspirado también al gran doctor para alabarlos, cuando todos los maldicen. Tu fuerza es celestial; tu elocuencia divina y humana; y con ella como un arma invencible, te levantas, antes que nadie, a defender a la Iglesia, a enaltecer el martirio, a luchar las batallas del Señor... Has arrancado la luz del cielo y has dado a nuestros tiempos una gallarda muestra del bien decir, formando para los que hoy vivimos y para los que han de vivir después de nosotros, un ramillete de nectáreo perfume a fin de que nuestra edad sea celebrada en las edades futuras, y tu nombre recordado hasta los últimos confines de la Tierra. Haces mal en humillarte, como te humillas; y otra vez, antes de llegar a ese desprecio de tus cosas, ten cuidado de no herir los derechos de la verdad. Pero, ya que te has sometido a mi parecer, escucha pacientemente mi sentencia, y es que para remedio de muchos entregues a una vida eterna ese códice, que brilla con fulgor de estrellas. En él nos has dado un magnífico poema para que encantado por sus melodías, huya de entre nosotros el miedo a la muerte; para que desaparezca ese inveterado estupor del alma, ese frío que hiela nuestros corazones, para que arda aquel calor vital, aquel divino fuego que Cristo vino a traer a la Tierra y vivan los cuerpos muertos, y vivan los carbones extinguidos, y vuelva a relampaguear la luz, matada por los engaños muslímicos.

¡Qué alegría, qué gloria para tí, que no sólo desatas tu lengua en alabanza de los confesores, sino que por la gracia de tu boca participas de sus tormentos y sembrando la palabra del Reino detrás de los cerrojos, en una habitación estrecha, amontonas más venturosos triunfos!

Digno es de las alabanzas de todos los siglos el que con la espada al cuello no ata su lengua y cuando todos callan, él habla por todos. Brilla, brilla con una luz más alta cada día. Tuyos son los premios, tuya es la corona más noble.


En el Documento Martirial, escrito en la prisión, traza un cuadro del estado de la cristiandad mozárabe. "La cristiandad española, en otro tiempo tan floreciente bajo la dominación de los godos, ha caído por los altos juicios de Dios en poder de los sectarios del nefando Profeta, arrebatadas por la hermosura de sus iglesias y la alta dignidad de sus sacerdotes. Por nuestros pecados ha pasado nuestra herencia a manos ajenas y nuestra casa a gente extranjera. Nuestras aguas las bebemos por el dinero y tenemos que comprar nuestras propias maderas. No hay ya quien nos redima de las manos de los infieles, que oprimiendo nuestros cuellos con un yugo gravísimo, procuran exterminar en los ámbitos de su imperio todo el linaje cristiano. Ya no nos permiten ejercer nuestra religión sino a medida de su capricho; ya nos agobian con una servidumbre tan dura como la del Faraón; ya nos sacan a pura fuerza un tributo insufrible; ya imponen un nuevo censo sobre los servicios más miserables; ya privándonos de todas nuestras cosas, procuran destruirnos cruelmente; ya en fin, fatigando a la Iglesia Católica con varios géneros de opresiones y persiguiendo de diversas maneras a la grey del Señor, creen que con nuestros daños prestan a su Dios un grato servicio ¡Cuánto más glorificaríamos nosotros al Señor si, desechando nuestra desidia, incitados por el ejemplo de nuestros mártires les imitásemos esforzadamente, no sufriendo más el yugo de esa nación impía! Pero nosotros, míseros, nos recreamos en sus iniquidades, incurriendo en la censura del salmista, cuando dice: "Mezcláronse con las gentes y aprendieron sus obras y adoraron sus ídolos". ¡Ay de nosotros que tenemos por delicia el vivir bajo la dominación gentilicia, y no rehusamos estrechar vínculos con los infieles, y por el contínuo trato participamos con frecuencia de sus profanaciones!

Llenos están los calabozos de catervas de clérigos. Las iglesias se miran privadas del sagrado oficio de sus prelados y sacerdotes; los tabernáculos divinos ponen horror con su desaliño y soledad, la araña extiende sus telas por el templo; reina en su recinto el silencio más profundo. Confusos están los sacerdotes y ministros del altar, porque las piedras del santuario se ven esparcidas por las plazas, ya no se entonan los cánticos divinos en la pública reunión de los fieles, el santo murmullo de los salmos se pierde en lo más escondido de las prisiones; ni resuena en e' coro la voz del salmista, ni la del lector en el púlpito; ni el diácono evangeliza al pueblo, ni el sacerdote echa el incienso en los altares. Herido el pastor, logró el lobo dispersar el rebaño católico, y quedó privado de todo ministerio sagrado.

Un acontecimiento en la vida del santo iba a tener en la prisión: el encuentro con las vírgenes Flora y María. Flora, hija de padre musulmán y madre cristiana, que la educó en la religión de Cristo, tenía que ocultar sus creencias, especialmente por su hermano que la expiaba de contínuo, hasta que un día tomó la resolución de huir de su casa en compañía de su hermana Baldegotona, que tenía las mismas creencias, refugiándose en casa de unos cristianos. Su hermano, mahometano ardiente, la buscó por los monasterios y casas de cristianos, dando lugar a que muchos fueran llevados a la Cárcel. Noticiosa de ello, Flora se presentó en su casa, y no consiguiendo su hermano ni con halagos ni con amenazas que renunciara a su fe, la llevó ante el Cadí, diciendo: ¡He aquí respetable Cadí a mi hermana menor, que habiendo observado hasta ahora nuestra santa ley, se ha dejado embaucar por los cristianos, hasta el punto de renegar de nuestro Profeta y dejarse persuadir de que Cristo es Dios. Flora contestó valientemente: "Ni este hombre en rigor es mi hermano, ni dice la verdad, cuando asegura que yo he practicado jamás el culto mahometano. Desde mi niñez he conocido a Jesucristo, me he educado en sus doctrinas le he adorado por mi Dios y me he ofrecido perpetuamente para esposa suya".

Por la ley del Corán, la pena que merecía era la muerte, pero el juez musulmán, creyendo que su hermano lo que quería era acobardarla, ordenó que le azotaron los sayones la cabeza, que con los látigos le arrancaron la cabellera y parte del cuero cabelludo, entregándola luego al hermano para que las mujeres de su casa la curasen y adoctrinasen en la religión del Islam. Medio curada, huyó otra vez de la casa de su hermano, yendo a Tucci (Martos), con su hermana Baldegotona, donde la conoció San Eulogio, entrevista que dio lugar a una compenetración del santo con la virgen, amor místico de hija espiritual.

La primera entrevista nunca la olvidó San Eulogio, escribiendo en el Documento martirial "Yo contemplé ¡oh santa hermana mía! cuando andabas perseguida, la coronilla de tu venerable cabeza, donde los crueles azotes habían arrancado tu hermosa cabellera; tú te dignastes mostrármela, mirándome en tu pureza como tu Padre Espiritual. Yo palpé con mi manos aquellas santas cicatrices, donde hubiera querido poner respetuosamente mis labios; y después que me aparté de tí, suspiré profundamente por mucho tiempo. Yo escuché de tu boca con la gracia celestial que Dios puso en tus palabras, la relación de los grandes dolores y riesgos que habías pasado ya, y de tu maravillosa fuga durante el silencio nocturno semejándote al Apóstol San Pedro cuando el Angel le sacó de prisiones". En el Memorial escribió: "Y yo pecador; yo rico en culpas, que gocé de su santa amistad desde los principios de su martirio, yo merecí tocar con entrambas manos las cicatrices de aquella venerable y delicada cabeza, despojada de sus virginales cabellos por la furia de los azotes".

Al regreso a Córdoba conoció en la basílica de San Acisclo a María, hija de un cristiano de Niebla y de una musulmana, que se convirtió al cristianismo. Compenetradas las dos en el mismo propósito de ir a buscar el martirio, se presentaron al Juez confesando su fe e injuriando al Profeta, el cual mandó prenderlas y juntarlas con las mujeres de mala vida, amenazando con venderlas como esclavas para la prostitución. Recafredo el metropolitano sevillano había prometido al Emir que no habría más mártires y empezó su trabajo para que Flora se retractara. El Juez se conformaba con una simple retractación declarando que no había maldecido al Profeta; en esta situación de espíritu, las fuerzas de Flora empezaron a vacilar y el mismo santo a temer y temblar por la querida niña, y cogió la pluma escribiendo a Flora una de sus más hermosas cartas, alentándola: "Ya voy a llegar al puerto del silencio; ya he puesto en vuestras manos las armas para luchar, y ahora, oh hermana mía santísima ¡oh Flora!, florida en méritos de virtudes; ahora quiero hablar un poco contigo para que recogiendo alegremente las palabras de la intimidad, las pongas como la última recomendación de un padre piadoso en tu mente santificada y la guardes en el sagrario de tu corazón. Escucha pues oh hija, atiende e inclina tu oído, olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre, porque el rey ha deseado tu hermosura. Tu vocación no es como la vocación de los otros. Nacida de un padre que era un lobo y de una madre que era una oveja, floreces como el lirio entre las espinas".

"La gloria del martirio empezó a rodearte hace tiempo por la gracia de Dios; la fama envidiable de tu nombre se ha extendido por toda la tierra y gracias a tí, tuvieron muchos noticias de nuestros gloriosos combates. Yo recuerdo con emoción aquel tiempo de tu martirio, cuando te dignaste enseñarme la nuca desgarrada por los azotes y privada de la bella y abundante cabellera que antes la cubría; porque me considerabas como tu padre espiritual, y me creías casto y puro como tú. Suavemente puse mis manos sobre tus llagas, y hubiera querido curarlas oprimiéndolas con mis labios; pero no me atreví... Al dejarte yo no podía olvidar estos momentos, meditaba en ellos sin cesar y suspiraba... Todas estas cosas te las recuerdo, sierva de Cristo, hermana mía y señora mía Flora para que pensando en ellas, no acabes pisoteando tantos tesoros de gloria. Apresúrate a la corona, corre al premio, es el instante propicio para arrebatarle. Pelea el buen combate, hermana mía, virgen bienaventurada y. por grande que sea el tormento, no cedas. Las llagas son gajes de la eterna felicidad. Si mueres todo está a salvo. Esta muerte, oh hermana Flora, nos da la vida, nos reune al coro de santos y confiere el estado de la perennidad a los que perseveran en la lucha, fiel y varonilmente.".

El 13 de noviembre comparecían por última vez ante el Juez las dos amigas. Flora y María murieron degolladas el 24 de noviembre, fecha que la Iglesia conmemora su muerte. Al tener noticias en la prisión de la muerte gloriosa de las dos vírgenes, entonaron los presos el oficio de las Vírgenes, y dice San Eulogio que terminó con el sacrificio de la misa en honor y gloria de las nuevas santas.

El santo había escrito después de su última entrevista con la santa: "Creía ver un ángel. Una claridad celestial la rodeaba; su rostro resplandecía de gozo. Parecía gustar ya las alegrías de la celeste patria. Con la sonrisa en los labios me contó lo que el Cadí le había preguntado y lo que ella le respondió. Cuando hube escuchado este relato de aquella boca tan dulce como la miel, procuré confirmarla en su resolución, mostrándole la corona que le esperaba. Yo la adoré, me prosterné delante de su rostro angelical, me encomendé a sus oraciones y, reanimado por sus palabras, volví menos triste a mi oscuro calabozo"

Desde la cárcel escribió la siguiente carta: "Eulogio, siervo de Cristo, mi carísima hermana en Nuestro Señor Jesucristo, Baldegotona. Salud. Te hago saber, hermana, que nuestra señora y patrona amantísima, tu hermana Flora consumó su martirio a la hora nona, juntamente con su compañera la bienaventurada María, religiosa de Coteclara, perseverando hasta la muerte en su santa confesión. Por eso, hermana carísima, te ruego y mando que fortalezcas tu alma con la riqueza de la consolación, como de quien está segura de que nuestras mártires gozan ya de la gloria entre los coros de las Vírgenes, cantando el cántico nuevo de la patria, con las palmas de la victoria en las manos. En cuanto a tí muy amada, trata de adornar tu vida con las santas costumbres, para que puedas agradar a Dios y reinar con Cristo para siempre en compañía de las Vírgenes bienaventuradas. Te envío como recuerdo el cinturón que tu santa hermana usó en la cárcel. Adiós, hermana carísima; reza por mí".

A los cinco días fueron soltados todos los presos, con la condición de que no se alejaran de la ciudad, y empieza el nuevo año del 852 con más mártires; estos son: Gumersindo, sacerdote de la Iglesia de los Tres Santos, oriundo de Toledo; Siervo de Dios, monje de la Iglesia de los Tres Santos, cuyos cuerpos fueron enterrados en la iglesia de San Cristóbal, en el Campo de la Verdad; Aurelio, cordobés, hijo de matrimonio mixto noble y muy rico. La impresión que le produjo los azotes al confesor Juan, cuando subido en un asno lo paseaban por la ciudad, le hizo buscar el martirio juntamente con su esposa, Sabigoto, hija de musulmanes, amiga de Flora y María. Entregó sus hijas a la abadesa del monasterio Tabanense, murieron los dos el mismo día. Ella fue enterrada en los Tres Santos y él en el Monasterio de Peña Melaria; Félix, cordobés, pariente de Aurelio, y su mujer Liliosa, el primero enterrado en San Cristóbal, y su mujer en el Monasterio de San Ginés; Giorgio, diácono nacido en Palestina, y habiendo llegado a Córdoba pidiendo limosnas para los Santos Lugares, conoció a Sabigoto, quien le arrastró al martirio, fue enterrado en Peña Melaria; Cristóbal, cordobés, pero de linaje árabe, pariente y discípulo de San Eulogio, monje del monasterio de San Martín de Rojana; Leovigildo, natural de Iliberi (Elvira), monje de San Justo y Pastor en la sierra de Córdoba, fue sepultado con Cristóbal en la iglesia de San Zoilo; Emila y Jeremías, de noble familia cordobesa, el primero diácono, enseñaban letras a los cristianos en la iglesia de San Cipriano; Rogelio, natural de Parapanda (Elvira), el cual junto con su amigo Siervo a Dios entró en la Mezquita confesando en ella a Jesucristo, siendo acometidos por los moros en oración; les fueron cortados primero los pies y las manos y después degollados.

El emir Abderramán quería acabar con aquella rebelión pacífica, que ensombrecía su reinado, para lo cual convocó un Concilio ordenando a todos los Obispos de su reino que se presentaran en Córdoba; era creerse con el mismo derecho que los emperadores romanos. Celebróse el Concilio en el verano del año 852, pero no han llegado a nosotros sus actas y ni aún sabemos la fecha exacta. Presidió las sesiones el Metropolitano de Sevilla, Recafredo, hostil como hemos visto a San Eulogio y sus amigos. El Emir envió de representante a un cristiano de toda su devoción llamado Gómez, que después apostató. Gómez expuso al Concilio lo que ocurría, censurando a los cristianos que insultaban en público a la religión del Estado, dando origen a una verdadera persecución contra la Iglesia cristiana, y que estos sacrificios voluntarios no eran verdaderos martirios, ni los que morían podían ser venerados como mártires y santos y pidió a los Obispos que dieran un decreto prohibiendo buscar la muerte bajo pena de anatema. Acusó a San Eulogio como instigador de los mártires voluntarios, y pidió que se tomaran medidas contra Eulogio y sus amigos; terminaba Gómez su discurso diciendo: "Nuestro amado monarca, tratando de evitar tantos males, ha visto que sólo vosotros podeis poner un remedio, y confía en vuestro celo y altísima prudencia que le pondreis. El único es, que promulgueis un decreto, confirmando con vuestra autoridad sinodal, anatematizando a esos fanáticos, que han buscado la muerte como a suicidas y enemigos del orden público, y prohibiendo a los demás que los defiendan, bajo pena de excomunión". Sólo el Obispo de Córdoba, Saul, habló con calor en defensa de San Eulogio y de los mártires. Gómez llamó a Eulogio malvado y cruel, y el Santo escribía después: "Grandes fueron las injurias que con su lengua viperina lanzó contra mí delante del Concilio de los Obispos". La situación de los Obispos era muy delicada; las palabras de Gómez eran una orden del Emir; no tenían libertad para opinar, y en esta situación resolvieron dar un decreto ambiguo en que decían: "Lo pasado, pasado. No desaprobamos la conducta de los que han buscado el martirio estos últimos años; pueden darles culto si, les place, los que quieran haber muerto como ellos; pero prohibimos a los cristianos que se presenten en adelante a sufrir esta muerte sagrada".

En aquella sentencia, escribe Eulogio, no se impugno en manera al= guna la gloria de los mártires, y aún se traslucía algún elogio para los que luchasen en lo sucesivo por la fe, pero formulada en términos artificiosos, no podían ser bien comprendidas de todos. Pero sin embargo, no creemos exento de culpa aquel decreto simulado, p orque significando una cosa, parecía otra; parecía dictado para contener al pueblo en su afición al martirio.

El decreto del Concilio no impidió la presentación para el martirio. y la sangre cristiana sigue corriendo por Córdoba; el Emir dio facultad a cualquiera para matar al que hablase mal del Profeta, y esto da lugar a la emigración de los monjes cordobeses que fundaron tantos monasterios en el reino de León y Castilla y que el gran arqueólogo Gómez Moreno ha estudiado en su obra "Arquitectura Mozárabe". La muerte de Abderramán II y la sucesión de Mohamed agrava más la persecución; todos los cristianos que estaban en el ejército fueron despedidos, los templos y monasterios edificados, demolidos, y todas las ampliaciones hechas en los antiguos y San Eulogio escribe: "En esta consternación, muchos cristianos inútiles para el granero del Señor y merecedores como paja del incendio inextinguible, rehusando huir o sufrir con nosotros y hasta ocultarse, abandonan la piedad, prevarican en la fe, abjuran la religión y reniegan de Jesucristo. Estos desventurados se entregan a la impiedad, somete el cuello a los demonios, blasfeman, denuestan y revuelven a los cristianos. En fin, muchos que antes con sano sentido celebraban los triunfos de los mártires, ensalzaban su constancia, loaban sus trofeos, ponderaban sus combates, así sacerdotes como legos, mudan de parecer, juzgan indiscretos a los mismos que antes predicaban dichosísimos, y esto por no querer sufrir con sus hermanos atribulados y comprar con su sangre los bienes del cielo; por atender más a las conveniencias de su tranquilidad y reposo en este mundo que al bien de la iglesia, zozobrante entre los escollos de la persecución".

Los mártires en el año 853 fueron: Fandila, de Guadix, sacerdote del monasterio de San Salvador de la Peña Melaria; Anastasio, sacerdote de San Acisclo; Félix, de Alcalá de Henares, monje; Digna, monja, del monasterio Tabanense; Benilda, de Córdoba; Columba, cordobesa rica y noble, monja de Tábanos, pero al destruirse el monasterio se vino a Córdoba a vivir al lado de la iglesia de San Cipriano; Pomposa, monja del de Peña Melaria.

En el año 854: Abundio, sacerdote, natural de Ananelos, pueblo de la Sierra Cordobesa;

el año 855: Amador, de Martos, sacerdote; Pedro, monje, fue enterrado en Peña Melaria; Ludovico, pariente de San Eulogio; Witesindo, natural de Cabra.

Año del 856: Elías, anciano sacerdote de la Lusitania; Paulo e Isidoro; Argimiro, de ilustre familia, natural de Cabra; Aurea, de ilustre linaje árabe, monja en el monasterio de Cuteclara.

Año del 857: Ruderico, sacerdote también de Cabra; Salomón, cuyo linaje se desconoce. Cuando la cabeza de Rodrigo cayó al suelo y la de Salomón quedó colgando del tronco, un hombre llegó al pie de los cadáveres de los mártires, era Eulogio; él nos dice: "Entretanto yo, Eulogio el pecador, que ya había resuelto escribir las hazañas de estos santos de Dios, habiéndose extendido por toda la ciudad el rumor de su martirio, inspirado por una audacio divina corrí, después de ofrecer el sacrificio de la misa, a ver sus sagrados despojos, y no temí acercarme a ellos, más que nadie de los que allí estaban. Y ví tan frescos y hermosos aquellos cadáveres mutilados, que si alguien les hubiera preguntado alguna cosa, hubiérase dicho que iban a romper a hablar. Y es testigo de que no miento, mi dulce Redentor, el que ha de juzgar lo que ahora escribo".

Con motivo de la muerte de estos dos mártires, escribió San Eulogio su último libro titulado "El Apologético de los Mártires", que es una nueva defensa del martirio y decía: "¡Que importa el género de muerte con que mueren los santos, cuando vemos que está escrito: el justo, cualquiera que sea la muerte que le llevara encontrará el consuelo! ¡No es una misma cosa, es decir, el celo de Dios y el amor del reino, la que corona al que expira entre los tormentos más atroces, y al que entrega su cabeza tranquilamente al verdugol ¡Acaso no cumplen todos los preceptos de Cristo, despreciando, igualmente el encanto de los placeres y renunciando al amor de los padres, de los hijos, de las esposas y de todas las cosas amables que hay en la vida! ¡Y qué suplicio hay más terrible que la muertel ¡Que cosa más espantosa que ver encima de la cabeza la espada dispuesta a caer para cortar nuestra existencial No al que resista largo tiempo se promete la corona, sino al vencedor. No es la muerte más o menos rápida la que hace a los mártires sino la causa por que mueren, si mueren por la fe, si pierden sus almas por Cristo, que es el que da la corona.

La última página del Apologético es un recuerdo a los mártires Rodrigo y Salomón, que le precedieron en su martirio, es un canto lleno de misticismo. "Ya salí al encuentro de vuestros enemigos; ya canté vuestras victorias venerables, patronos míos, testigos insignes de Cristo, luchadores egregios, magníficos vencedores, poderosos defensores del pueblo cristiano; ya canté vuestras victorias para expiación de mis pecados, y provecho de todos los que caminan hacia el reino. No, no habeis de mirar mal, lo que con verdad he dicho de vosotros; seguro estoy de que ha de ser agradable a vuestros ojos y a los ojos de Cristo y así os ruego, yo, el pecador Eulogio, pobre en méritos, pequeño en santidad, y grande en pecados, que me ayudeis con vuestra intercesión entre los escándalos pavorosos del mundo y me libreis de los suplicios del infierno que he rnerecido por mis culpas".

De este período de su vida es el retrato que del santo nos hace su biógrafo y amigo Alvaro: "Era un varón que sobresalía en todo linaje de obras y merecimientos, que a todos socorría en proporción de sus necesidades, y que aventajando a todos en ciencia se tenía por el menor entre los menores. Su rostro era claro y venerable; su palabra, elocuente; sus obras, luminosas y ejemplares. Escritor elegante y sapientísimo, él alentaba a los mártires, y él componía sus elogios. ¡Que lengua bastaría para celebrar dignamente el fuego de su ingenio, la elocuencia de sus palabras, el fulgor de su ciencia y la dulzura de su trato! ¡Que libros dejó de consultar; que escrito de filósofos, de herejes, ni de gentiles se le ocultaron! ¡Donde hubo obras en verso o en prosa, historia, himnos y tratados peregrinos que se escondiesen a su investigación! Su afán por aprender, su solicitud por instruirse eran infatigables; pero con tan bueno y generoso ingenio que no quería saber nada para sí; sólo comunicándolo a los demás, renovando con la obra los hechos insignes de los antiguos varones, supo reunirse en sí la severidad de San Gerónimo, la modestia de San Agustín, la suavidad de San Ambrosio, la paciencia de San Gregorio, ora por corregir yerros, ora para atemperarse a los menores, ora para calmar a los mayores, ora, en fin, para sufrir las adversidades.

En este mismo año 858, llegaron a Córdoba dos monjes del monasterio de San Germán de los Prados, cercano a París; venían a España para llevar a su monasterio el cuerpo de San Vicente, el santo valenciano, pero noticiosos de que no estaba ya en su ciudad, se dirigieron a Córdoba con cartas de presentación, con objeto de que les entregaran cuerpos de mártires cordobeses. Al llegar a Córdoba fueron a la iglesia de San Cipriano a donde acudió toda la cristiandad mozárabe a saludarlos, y entre ellos un mozárabe llamado Leovigildo, persona principal.

Manifestaron sus deseos y Leovigildo se hizo intérprete de ellas cerca de Samson, Abad de Peña Melaria, hobre de grandes virtudes y escritor, autor de un libro contra la herejía del obispo Hostigesis. Se conserva como joya arqueológica en nuestro Museo Provincial, una campana con el nombre del abad Samson. Pedían los cuerpos de Jorge y Aurelio. Los monjes se oponían por cariño a las reliquias, teniendo que intervenir el obispo Saul, el que entregó con toda solemnidad en el monasterio, en medio de cantos, himnos y letanías el cuerpo de San Jorge, el cuerpo sin cabeza de San Aurelio y la cabeza de Santa Sabigotona, que llegaron felizmente al monasterio de San Germán.

Cuando estuvo en la prisión San Eulogio entregó también al Conde de Navarra, Galindo, reliquias de San Acisclo y de mártires cordobeses; este culto a los mártires, por los que tanto había luchado San Eulogio, le llenaría de alegría y a los mozárabes cordobeses, porque era el triunfo en la cristiandad de sus gloriosos mártires.

La fama de las virtudes de Eulogio, de sus luchas por la fe de Cristo y por los cristianos, había transcendido a toda España, y en este mismo año en que murió el Metropolitano de Toledo, Wistremiro, los obispos de la Carpetana eligieron para ocupar el Arzobispado de Toledo a San Eulogio; por parte del Emir se pusieron dificultades para su consagración, por lo que los prelados, que se prometían allanar estas dificultades, acordaron que no se eligiera otro Metropolitano mientras viviese San Eulogio.

Vivía entonces en Córdoba una joven llamada Leocricia. "Florecía —escribe San Eulogio— en entrañas de lobos (de padres musulmanes), era una rosa cuya nectáreo perfume se derramaba por todas las iglesias. Convertida al cristianismo por una religiosa de su propia familia llamada Li- liosa, era castigada sin cesar por los padres, al tener noticias de su aposta- tasia". Acudió a San Eulogio en busca de consejo, quien le ordenó la fuga, al mismo tiempo que le buscaba casa donde se refugiara, pero esto era difícil, por la vigilancia que tenía, pero fingió una vuelta al islamismo, al mismo tiempo que se engalanaba y perfumaba. Aprovechando la boda de una parienta, huyó de la casa paterna. Mudaba contínuamente de casa. Una noche se presentó en casa del santo, pero la persona que había de acompañarla por las calles, no llegó, presentándose en su lugar la policía, que rodeó la casa de San Eulogio y detuvo a la joven. Compareció el santo ante la presencia del juez, que le preguntó por qué tenía en su casa a la joven Leocricia, contestándole: "Debieras saber, oh Juez, que nosotros tenemos la obligación de predicar y de ilustrar con la luz de nuestra creencia a cuantos lo solicitan, sin que podamos negar lo que es santo a los que buscan las sendas de la vida. Esto incumbe a los sacerdotes; esto exige la religión verdadera; esto nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo; que a todo el que quisiere beber las aguas de la fe, saciemos su sed con la doble bebida. Esta virgen me buscó para que la instruyese en la reglas de la religión católica, y así lo hice; pues no era razón desechar a quien venía con tan piadosos deseos, ni dejar de fomentar su santo afecto, descuidando la misión que Dios me ha encargado. Por lo cual yo la alumbré y enseñé como supe, mostrándole que la fe en Cristo Dios es el camino para el reino celestial, como yo te lo mostraría de buena gana ¡oh Juez! si tu= vieses a bien consultarme sobre ello".

El Juez mandó traer las varas, en un ataque de ira. "¿Qué pretendes con ellas?", dijo San Eulogio. "Sacarte el alma a fuerza de golpes". "Mejor será, replicó el Santo, que prepares y afiles el alfanje, con el cual podrás separar del cuerpo el alma, volviéndola a su Criador, pero no pienses destrozarme los miembros a fuerza de golpes.

Era el Metropolitano de Toledo al que se juzgaba, y el Juez ordenó llevarlo al Alcázar, para que compareciera ante los Consejeros del Emir, Uno de ellos que le conocía, quiso intervenir diciéndole: "Yo no extraño que los simples e idiotas se arrojen sin necesidad a una muerte miserable; pero tú, que eres sabio y discreto; tú que gozas de la general estimación, ¿cómo sigues su ejemplo? Oyeme, te ruego: no te precipites a la muerte. Cede ahora a la necesidad; pronuncia una palabra retractando lo que has dicho ante el Juez, y después profesarás lo que quieras, pues te prometemos mis colegas y yo que no serás perseguido por ello". "¡Oh si tú supieras cuántos son los bienes aparejados para los que profesan mi fe! ¡Oh si yo pudiera infundir en tu pecho lo que encierra el mío, entonces ya no procurarías apartarme de mis propósitos y hasta pensarías gustoso en separarte de los honores mundanos que disfrutas". Quiso hablarles de las verdades del Evangelio, pero no lo quisieron oir, y condenado a muerte fue sacado de la sala y llevado a ejecutar. Un eunuco le dio una bofetada y el Santo le presentó la otra mejilla, diciéndole que la igualara. Empujado fue llevado al lugar de la ejecución. El Santo se arrodilló, extendió las manos al cielo, hizo el signo de la cruz, oró mentalmente, dobló el cuello, y la espada cayó cortándole la cabeza. Era la hora nona del sábado 11 de marzo del año 859 de la Era de Jesucristo y 897 de la Era Hispana.

Su cadáver fue arrojado al Guadalquivir y una blanca paloma se posó sobre el cadáver, sin conseguir los musulmanes herirla ni que huyera. Un soldado vio por la noche sacerdotes vestidos de blanco que entonaban salmos. La cabeza fue recogida al día siguiente y su cuerpo al tercer día, recibiendo sepultura en la iglesia de San Zoilo. A los cuatro días fue ejecutada la joven Leocricia, arrojado su cadáver al río fue también recogido y sepultado en la basílica de San Ginés, en el lugar de Tercios.

Terminamos con esta biografía de San Eulogio de Córdoba, en la que hemos seguido la única fuente que hay, la de Alvaro de Córdoba, con el final de la misma: "Yo, mi dulce Eulogio, he ilustrado, según mis fuerzas, la memoria de tu nombre; he narrado tus hechos generosos, expuesto tu doctrina y cantado tu hermosísimo combate para que tu nombre deleitable brille con perpetuo resplandor, lo mismo en el cielo que en la tierra. Tus sermones, aunque muy varios, tenían vigor y eran evidentes. He construido a tu gloria un monumento más duradero que el bronce, que no podrán destruir las tempestades, ni abrasar los ímpetus de las llamas. He levantado a tu nombre una estatua de oro puro y piedras preciosas, que la envidia de todos los tiranos será incapaz de derribar. He dispuesto la fábrica de tu grandeza y lanzado a la altura la torre de tu morada. A fin de que seas como un vistoso faro para todos los peregrinos de la vida. He adornado el título de tu hermosura con incrustaciones, donde brilla el oro del topacio con la blancura de la nieve, para que vean tu fulgor los últimos confines de la Tierra. He derramado sobre tus santas cenizas blancas flores que el Sol del estío no puede marchitar. He ungido tu cuerpo precioso con el nardo aromático del Evangelio, para que el olor suavísimo de tu santidad trascienda perpetuamente a través de los siglos. He llenado los oficios de la amistad para que así como brillas por tu vida en las al= turas, seas también ilustre en las lenguas de todos los hombres... Hasta que no me duela, en lo más profundo el castigo del infierno, yo gozaré tranquilo en el cielo por tí y por los otros señores míos, compañeros tuyos perdonados. Amén".

Alfonso III el Magno, el rey guerrero, que pone el Duero como frontera de su reino, está en la cumbre de su poder y envía a Córdoba una embajada pidiendo al Emir el cadáver de San Eulogio, que no se atreven a negárselo y el 9 de enero del 884 llega a Oviedo el cadáver de San Eulogio y de la última mártir cordobesa Santa Leocricia. Hoy están en una arqueta del siglo XI, conservándose huesos, polvo y cenizas y de la santa su cráneo casi completo. En el siglo XVIII se trasladaron a Córdoba unas reliquias del Santo, que están expuestas a la veneración de los cordobeses en la iglesia de San Rafael, el Angel Custodio de Córdoba.

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