El Jueves Santo en los años 1870 (Notas cordobesas)

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El Jueves Santo

¡Qué diferencia entre el Jueves Santo en Córdoba hace cincuenta años y en la actualidad!
Antiguamente, cuando la patria de Osio semejaba una ciudad dormida, cuando sus calles tapizadas por la yerba estaba, estaban casi siempre disertas y silenciosas, cuando reinaba en todas partes una tranquilidad y un sosiego de que nos disfrutamos hoy, sólo en determinados días animábase la población, se transformaba casi por completo, aunque sin perder su sello característico.
El sol brillaba, esplendoroso, en un cielo de azul purísimo, haciendo resaltar la blancura de las fachadas, estampando en todas partes ardientes besos de luz.
Durante la mañana millares de fieles llenaban los templos para asistir a los Divinos Oficios, que revestían extraordinaria solemnidad.
En las primeras horas de la tarde comenzaba la visita a los Monumentos, la cual originaba un espectáculo grandioso. Córdoba entera lanzábase la calle para cumplir esta piadosa práctica, ostentando sus galas mejores. Los caballeros el frac y el sombrero de copa, las damas los trajes de seda, la mantilla de blondas, y alhajas valiosísimas; la nobleza sus vistosos uniformes, cruces y bandas; los hombres del pueblo el traje de paño burdo, las botas con casquillos de charol y el sombrero cordobés recién planchado; las mujeres de la clase humilde la falda negra y la mantilla de felpa o de estameña.
Las vías próximas a la Catedral eran un verdadero "coche parado"; el vecindario de las mismas, tras los cristales de balcones y ventanas, presenciaba el desfile de aquella multitud que, grave, silenciosa, con un fervor edificante, iba a prosternarse ante los Sagrarios que brillaban como ascuas de oro.
Al declinar la tarde, la gente se retiraba a sus hogares para reponer las fuerzas perdidas por el constante ajetreo con las comidas preparadas durante los días anteriores, porque el Jueves y Viernes Santos dedicábase únicamente a conmemorar el drama sublime del Gólgota, comidas en las que nunca faltaban el potaje, las espinacas y el bacalao frito y las natillas o las frutas de sartén.
Luego el vecindario abandonaba de nuevo sus casas para seguir la visita a los Monumentos , que duraba hasta las altas horas de la noche y muchas personas para oir el hermoso "Miserere" del maestro Ravé, interpretado en la Basílica por cantantes y músicos notables.
A las nueve de la noche el público empezaba a ocupar la carrera de la procesión; muchos balcones ostentaban vistosas iluminaciones, no eléctricas ni de gas, sino de aceite producidas por candilejas encerradas en farolillos con cristales de colores.
A las nueve abríanse majestuosamente las puertas del templo de San Cayetano y aparecían las imágenes de Nuestro Padre Jesús Caído y Nuestras Señora del Mayor Dolor, acompañadas de gran número de hombres, en su mayoría del pueblo, con cirios.
A la efigie de Jesús Caído rodeábala su fervorosa Hermandad, constituída por los famosos toreros del barrio de la Merced, delante del paso iba Lagartijo, el hermano mayor, que parecía una figura romana arrancada de un medallón antiguo.
La procesión recorría las principales calles de los barrios de Santa Marina, San Andrés y San Miguel, presentando un interesante golpe de vista al descender por la pendiente contigua a la iglesia de San Cayetano para entrar por la puerta del Colodro y al pasar por el Campo de la Merced
En los barrios bajos, la noche del Jueves Santo tenía un sello especial, característico:los altares, esos sagrarios erigidos por la fe del pueblo, llenos de encantos y de poesías.
Elegíanse para instalarlos una habitación amplia, que tuviese ventanas o balcones a la calle. Los muros de la sala eran cubiertos con rojas colchas a guisa de tapices; alfombrásela de mastranzos y otras yerbas olorosas y en uno de sus frentes levantábase un altar de varios cuerpos en cuyo centro aparecía un crucifijo rodeado de fanales con imágenes, de jarrones y vasos llenos de flores y de candelabros con velas.
Todos los vecinos de la casa y las muchachas amigas de aquellos, congregábanse allí para pasar la noche velando al Señor. Rondas de mozos deteníanse ante las ventanas de los altares, por las que salía un haz de luz que iluminaba gran parte de la calle y, sombrero en mano, cantaban saetas, a las que contestaban, desde dentro, las mujares con otras sentidas y vibrantes, cuyas notas interrumpían el augusto silencio de la noche, semejando ayes desgarradores de un alma herida por el dolor más profundo.
Los panaderos y taberneros siempre se distinguieron por el lujo de sus altares.
En las plazuelas y encrucijadas modestos comerciantes colocaban mesillas abarrotadas de tortas y hornazos, de los que hacían gran consumo los trasnochadores, regándolos con aguardiente para que no les produjeran empachos.
Los hortelanos del pago de la Victoria, iban a orar ante la imagen de Jesús que se veneraba en una capillita situada en la puerta de Gallegos, la cual el Jueves Santo permanecía abierta toda la noche e iluminada profusamente; muchas personas visitaban la ermita del Señor en el Pretorio y bastantes familias trasladábanse al santuario de Scala Coeli para velar al Santo Cristo de San Álvaro.
Aunque los cordobeses, ininterrumpiendo una buena costumbre, ya desaparecida, trasnochaban el Jueves Santo, levantábase el Viernes muy temprano con el fin de continuar las prácticas propias de la Semana Mayor; para asistir, por la mañana, a los Divinos Oficios; para oir, por la tarde, el sermón de las Siete palabras; para ver, después la procesión del Santo Entierro con sus mazaragüevos de largas colas; con su Cruz guiona llevada por campesinos del barrio del Espíritu Santo, con sus pasos representando al Señor en el Huerto, Cristo amarrado a la Columna y Jesús Caído, acompañados de sus hermandades de curtidores, sastres y toreros; el Señor de Gracia, llamado vulgarmente el Cristo de los Esparragueros, el Santo Sepulcro con su cofradía, formada por caballeros de la nobleza y la Virgen de Dolores, radiante de hermosura, que enardece el entusiasmo religioso de los fieles y despierta la fe en los corazones donde se halle más dormida.[1]

Referencias

  1. DE MONTIS, R. Notas Cordobesas. Abril de 1924. Tomo VIII. Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba.

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