El castillo de Don Lope (Cuento tradicional)

De Cordobapedia
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El castillo de Don Lope es un cuento que recogió Blanco Belmonte en el Almanaque del Obispado del año 1891[1]


I

Jóvenes hermosas que cual preciadas flores embellecéis el vergel andaluz! intrépidos cazadores que á impulsos dé vuestra afición recorréis nuestras abruptas montañas! rudos y toscos campesinos que labráis nuestras feraces tierras! errantes viajeros, pobres pastores...! oídme todos, ¡oídme!

A poco más de dos millas de la patricia Córdoba, sobre empinada colina y al borde de estrecho desfiladero, levántanse varios carcomidos lienzos de muralla que al desmoronarse van cegando el profundo foso abierto á sus pies; todos vosotros, si alguna vez contemplásteis aquellos derruidos torreones, habréis sentido vaga é instintiva curiosidad por conocer la historia que allí se encierra; yo cual vosotros, he visitado aquellos viejos muros que la yedra cubre de un verde tapiz, he preguntado á aquellas piedras su historia, y las piedras han hablado por boca de unos antiguos pergaminos.

Pues bien, si deseáis satisfacer vuestra curiosidad, si os agrada evocar recuerdos de tiempos que ya pasaron, prestad un momento de atención á mi relato, ¡oídme todos, oídme!

II

El Castillo de Don Lope (1891).png

Corría el año de 1502; en aquella época el viajero que saliendo de Córdoba por la llamada puerta del Puente, atravesase el Guadalquivir y siguiese por el camino que hoy es carretera de Sevilla, contemplaría lleno de asombro, en el sitio mismo donde hoy miramos ese montón informe de ruinas, una poderosísima fortaleza.

Asentada sobre una elevación del terreno, protegido su frente por ancho foso y defendida su espalda por profundos precipicios, alzábase inespugnable la morada del muy noble y poderoso señor Don Lope de los Ríos.

En la elevada torre del homenage, cuyas aristas se destacaban sobre el azul horizonte, un atalaya esploraba sin cesar la inmensa estensión de terreno que se dilataba ante su vista; cien guerreros decididos y valerosos se albergaban cabe sus muros, y esto, unido á la bondadosa protección que le dispensaran sus soberanos hacía que el nombre de Don Lope fuese respetado en toda la comarca. Los señores feudales sus convecinos le temían, sus vasallos le adoraban, y el último de sus siervos hubiese dado gustoso la vida por evitar un disgusto á su querido señor.

Por un estravagante capricho, escusable solo por el deseo de que no se estinguiese en él su apellido, Don Lope apesar de sus 65 años, había contraído matrimonio con la joven hija de un pobre hidalgo vecino suyo. Blanca, que tal era el nombre de su esposa, era el dechado completo de la más encantadora belleza: nunca la nieve de los Alpes tuvo la deslumbrante blancura de su tez, ni las fragantes rosas tuvieron la purnza de tintas que en las mejillas de Blanca se acumulaban: jamás el cielo de Andalucía tuvo el azul trasparenté que en sus ojos reflejábase..., y cuando en las deliciosas mañanas.de primavera, Blanca con su largo traje de amazona galopaba sobre su corcel, los campesinos al encontrarla la saludaban con respeto, mirándola perderse en lontananza como dudando de que aquella angelical figura perteneciese á la tierra.

Son las nueve de la noche de un dia lluvioso y frió del crudo diciembre; Doña Blanca y Don Lope sentados ante una espaciosa chimenea y entretenidos en agradable plática veian chisporrotear en él hogar gruesos troncos de encina; afuera el viento silbaba con furia desgajando los árboles, de repente sobreponiéndose á los ruidos de la tempestad dejóse oir el ronco sonido de una bocina, casi al mismo tiempo abrirse una puerta y penetró en la estancia un montero de atezado rostro y toscas maneras, que inclinándose profundamente ante sus señores, entregó á Doña Blanca un pergamino que para ella había traído un escudero sin decir de parte de quien; infantil curiosidad dibujóse en el bellísimo rostro de Doña Blanca, y después de despedir al servidor, fijó su curiosa mirada en el inesperado mensage: grande é instantáneo fué el efecto que su lectura le produjo; intensa palidez cubrió su semblante, dos lágrimas asomaron á sus radiantes pupilas y con voz ahogada por la emoción, pretestando un ligero malestar despidióse de su esposo sin decirle palabra alguna con respecto á aquella misteriosa misiva.

Don Lope permaneció como asombrado de tan extraña conducta; lívida su frente, paseaba con agitación como poseído de alguna sospecha que en vano trataba de disipar, y en esta situación vióse sorprendido por los albores del nuevo día; avergonzado de sus sospechas que juzgó indignas, dirigióse al aposento de su esposa para pedirla que le devolviese la tranquilidad dándole á conocer el contenido del pergamino; abierta halló la puerta de las habitaciones y en vano buscó en ellas á Doña Blanca; sobre un sitial de encina primorosamente tallado, veíase el pergamino que Don Lope leyó con ansiedad febril:

Cuando el sol apunte en el horizonte te aguardo en la Cañada del Guadajoz; tuyo, Juan. —

Ante esta cita que la ausencia de Blanca justificaba, Don Lope no dudó un instante, y ciego de ira montó apresuradamente á caballo, perdiéndose por estrechos senderos que conducían á las vertientes del Guadajoz.

Terrible era la lucha que entre su amor y su conciencia había sostenido la desgraciada Blanca antes de decidirse á asistir á aquella cita: más Don Juan había sido su primero y único amor, juntos habían jugado cuando niños, y amor eterno se juraron el dia en que Don Juan partió á las Américas buscando gloria y fortuna.

Un día cruzóse en su camino con Don Lope: ocho días después recibió la noticia de la muerte de Don Juan, y pasado un año, cediendo á la voluntad de su padre, Blanca uníase con lazos indisolubles al poderoso señor de los Ríos.;

Al afecto apasionado de que estela rodeara, correspondió Blanca con filial cariño, empero guardando siempre incólume el recuerdo de aquel amor, en el cual cifró en un tiempo toda su dicha.

Inquieta y recelosa Ilegó Blanca á las márgenes del Guadajoz: Grande en verdad fué su alegría al encontrar vivo á Don Juan, pero inútiles fueron las protestas de cariño que éste le hiciera: desoídas fueron por Blanca las descabelladas proposiciones del enamorado mancebo: en vano le recordó éste sus amorosos juramentos, pues ella inflexible en el cumplimiento de su deber, desoyó ruegos, colocó el honor de su nombre por encima de aquel culpable cariño, y solo accedió á volver al dia siguiente á aquel sitio con objeto de recobrar una sortija que Don Juan conservaba como recuerdo de su antiguo é infantil afecto.

Estas últimas frases fueron las únicas que Don Lope escuchó, y tan luego como su esposa marchóse, se precipitó sobre Don Juan, le abofeteó y viendo que no quería éste batirse hundióle en el pecho su tizona, .con el furor que le prestaba la deshonra que según él le envilecía. Montó de nuevo á cabgllo, dirigió una postrer miraba á Don Juan. que se agitaba con el estertor de la agonía, y clavando desesperadamente el acicate en el vientre de su fogoso corcel, tomó el camino que conducía á Córdoba. Ya en ésta, detúvose ante una casa de mezquina apariencia, penetró en ella y al cabo de breves instantes salía oprimiendo convulsamente entre sus manos un pomito de pequeñas dimensiones. Al emprender el regreso á su mansión, fulgor sombrío se escapaba de sus pupilas: con fúria loca aguijoneó su noble potro, al mismo tiempo que murmuraba: guay de la miserable que salpica con el lodo inmundo del deshonor los cuarteles de mi escudo!...

El sol ocultaba su roja lumbre entre nubes arreboladas, cuando Don Lope, divisando las almenadas torres de su castillo, refrenaba su corcel haciéndole cesar en su vertiginosa carrera.

Gran asombro causó á sus servidores verle entrar cubierto de sangre y lodo; más Don Lope, sin hacer caso de inútiles admiraciones, mandó avisar á su esposa de su presencia, diciendo la esperaba en el comedor. Con sorprendente sangre fría vertió en el vaso de plata de su esposa el contenido del pomo que en Córdoba adquiriera, y tranquilo en apariencia, aguardó la llegada de Blanca, llenando los vasos de añejo mosto. Con forzada alegría colmóla de caricias, mostróse con ella extremadamente amable y le hizo apurar su vaso brindando por las futuras felicidades que el cielo les tenía reservadas.

Doña Blanca manifestó á su esposo el contenido del mensage que recibiera el dia anterior; su naturaleza franca y leal, incapaz del engaño, consideraba como una falta ocultar algo á Don Lope: refirióle, pues, sus amores con Don Juan, la marcha de éste y las noticias que de su muerte circularon, y al terminar de contarle su reciente entrevista con Don Juan, que acababa de llegar de América, dobló la cabeza, abrió desmesuradamente los ojos y pronunciando frases entrecortadas cayó inanimada por tierra; el tósigo había producido rápidos efectos, estaba muerta; hubiérase dicho que Doña Blanca se había dormido entre los hombres para despertar en el cielo!...

Don Lope permaneció inmóvil unos instantes, y allí, como si al darse cuenta de la monstruosidad de su crimen hubiera perdido la razón, tomó uno de los leños que ardían en la chimenea y gritando ¡inocente! ¡inocente! corrió por todos los aposentos incendiando cuantos objetos encontró á su paso. El fuego prendió á las colgaduras y tapices, se trasmitió á los macizos muebles y á los pocos momentos el castillo hallábase convertido en una inmensa hoguera. Don Lope, asfixiado por el humo y cegado por las llamaradas, fué á caer al lado del cadáver de su infeliz esposa, que entonces era solo una masa informe carbonizada. Todo lo devastó el fuego, nada salvarse pudo; hubiérase dicho que las llamas habían tomado á su cargo purificar el lugar en que tan enormes crímenes se cometieran.

III

Si hoy pasáis por aquellos sitios, si recordáis esta historia, consagrad un recuerdo á las infelices víctimas de la venganza de un noble, que lavar quiso su nó mancillado honor.

Y si en el lugar do se levantaban fortificados torreones veis unos lienzos de muralla ennegrecidos por el humo, ellos os dirán que son los restos de lo que en un tiempo fué el señorial cadillo de Bou Lope.



Referencias

  1. Almanaque del Obispado de 1891. Disponible en Internet

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