La casa cordobesa (Notas cordobesas)

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Ricardo de Montis en sus Notas Cordobesas (Recuerdos del pasado). De cómo se vivía en las casas cordobesas, también patios, en la segunda mitad del siglo XIX.


En nada se parecía la antigua casa de Córdoba a la moderna; aquella tenía un sello característico, esta es igual a la de todas la poblaciones. La antigua casa ocupaba una gran extensión de terreno; no era reducida como las actuales y sólo constaba de dos pisos y sobre el segundo una alegre azotea o torre coronada por la indispensable veleta con un San Rafael pintado y recortado en una chapa de hierro.

El portal amplio, como todas las dependencias, hallábase proviso a los lados de poyos de mampostería para servir de asientos y en el techo jamás faltaba la mirilla para poder ver, desde el piso alto, a las personas que llamaban al recio portón, pintado de azul o de color de caoba.

El patio, cono hones de jardín y huerto, semejaba un trozo de nuestra incomparable Sierra, trasladado a la población.

Tenía el pavimento de menudas piedras, formando artísticas labores; las paredes cubiertas por los bien enjardinados naranjos, el hamin, el rosal de pasión o el aromo; los arriates llenos de dompedros, alelíes, copetes, llagas de Cristo, espuelas, albahaca y otras muchas plantas y flores que ya pasaron de moda, sin que faltaran las hierbas medicinales como la manzanilla, las malvas y la uña de león para cicatrizar las heridas.

A sala del estrado destinábase la habitación más regular y espaciosa, que tuviese balcones o ventanas a la calle. No estaba estucada ni pintada, sino blanqueada como todas las demás; lucía en su calros promisosas cortinas de encaje pendientes de galerías con adornos de latón; no había en ella ricas alfombras, sino una humilde estera de pleita de colores; una sillería de caoba tallada y forrada de damasco; en el frente principal una mesa de las llamadas de figura y sobre ella un espejo de gran tamaño con artístico marco dorado; en los muros cornucopias y cuadros con lienzos antiguos y en el techo una lámpara de bronce con quinqué de petróleo.

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Esta habitación permanecía cerrada casi siempre; solo se abría para recibir a las visitas de mucho cumplido o en las solemnidades extraordinarias.

Las cocinas, principalmente la del piso bajo, semejábanse a las de los cortijos, por sus excepcionales dimensiones y por la chimenea de descomunal campana.

En las tablas, sujetas en los muros con unos soportes brillaban como el sol los braseros y peroles de azófar, los vellones de Lucena, los almarices y otros efectos de distintos metales, que hoy, los aficionados a antigüedades, pagan casi a precio de oro.

En ninguna de estas casas faltaba tampoco la despensa, bien repleta de orzas y tinajas, ni el corral con su apartado para los gallinas.

Todos los muebles, todos los enseres, aunque se tratase de familias ricas, eran modestos. Camas de madera sin lujo de adornos, pero con gran número de colchones de lana; un par de sillones de baqueta para los ancianos; toscas sillas de enea para los demás; numerosas mesitas llenas de urnas y fanales con imágenes de Cristos, vírgenes y santos, casi envueltas entre flores artificiales; la mesa estufa con sus vestiduras de bayeta verde y viejos arcones contenido las alhajas incomparables de la platería cordobesa, los vestidos de seda, las colchas de damasco, que sólo salían de su encierro el Jueves Santo o con motivo de una visita regia.

En la galería principal se destacaba el chinero, que encerraba la vajilla de lujo, una vajilla decorada con polícromas figuras y tiliteada de oro, que hoy constituye el sueño dorado de los anticuarios.

Modestos y sencillo como estas viviendas eran los hábitos y costumbres de sus moradores.

La servidumbre, aún de las personas de mayor duración, reducíase a una criada que, ordinariamente, pasaba toda su vida con unos mismos amos, llegando casi a constituir parte de su familia.

El que figuraba como cabeza de esta iba diariamente al mercado, para hacer la despensa, provisto de su canasto, oculto debajo de la capa, de la que no prescindía ni aún en verano, con el objeto de que nadie curioseara la compra.

Por esta costumbre, exclusiva de nuestra capital, la gente de buen humor denominaba a los cordobeses caballeros de capa y canasto.

Como entonces aún no se habían importado las costumbres francesa, hacíanse tres comidas, todas ellas compuestas de pocos platos, poco nutritivos y abundantes. A las nueve de la mañana el almuerzo; a las dos de la tarde la comida, consistente en la sopa, el cocido y la ensalada y a las nueve de la noche una cena frugal.

Los días festivos aumentábase a la comida un plato, generalmente un estofado de carne, y apruébase una botella de vino de Montilla.

Las comidas extraordinarias se reservaban para los días de los jefes de la familia, para el de Nochebuena y para aquel en que se terminaba la matanza.

Cuando esta operación concluía, todos los parientes se congregaban en la cocina de campo y allí eran obsequiados con un almuerzo que a sus organizadores les parecía superior a los festines de Lúculo.

En todas estas casas celebrábanse también, de distintos modos, los acontecimientos que la Iglesia conmemora: la Natividad del Hijo de Dios con la instalación de los pintorescos nacimientos, encanto de la infancia; la Semana Santa con la colocación de preciosos altares llenos de luces y flores; en análoga forma la Invención de la Santa Cruz e iluminando los balcones con faroles de cristales multicolores alimentados por candilejas de aceite las festividades de San Rafael, San José y la Inmaculada Concepción.

Notábase una extremada limpieza; la operación de hacer sábado se repetía semanalmente con extraordinaria minuciosidad. Antes de que la familia se instalara en el piso bajo al llegar el estío y en el alto a la entrada del invierno, habitaciones, patios y corrales eran blanqueados con purísima cal de Cabra, desinfectante mejor que muchos de los usados en la actualidad y la fachada también blanqueábase en los días próximos a la Semana Santa o a la festividad de Corpus Christi.

Las mujeres, aún las de mayores capitales, jamás permanecían ociosas; cuando no se dedicaban a bordar o confeccionar otros primores, hilaban, hacían calceta o cuidaban los gusanos de seda, indispensables en todas las casas de Córdoba.

Teatros y cafés estaban, por regla general, desiertos. La gente sólo acostumbraban a salir para pasear, los domingos, siempre a pie y sin hacer alardes de lujo.

Las señoras, se tocaban la mantilla de seda y en invierno, aún las más aristocráticas, utilizaban, para abrigarse, el mantón de alfombra.

En la estación del frío algunas familias iban a los jardines altos, la mayoría a los alrededores de la Sierra y, en verano, la alta aristocracia se congregaba en el paseo de San Martín, y las demás clases sociales en la Ribera, lugares donde sólo permanecían hasta las diez o las once de la noche.

Los demás días, terminadas las ocupaciones de cada miembro de familia, todos se reunían en su casa; en los meses de frío pasaban las primeras horas de la noche alrededor de la estufa, las mujeres dedicadas a sus labores, los jóvenes a sus estudios, el padre leyendo una obra recreativa; en la época del calor reunidos todos en el patio, en amena charla, hasta que los relojes indicaban las once, momento en el cual todos, como movidos por un resorte, se levantaban y dirigíanse a sus habitaciones en busca del descanso.

Tales eran las antiguas casas y las viejas costumbres del pueblo de Córdoba; en estas casas rara vez entraba el espectro de la tuberculosis y estas costumbres proporcionaban una vida patriarcal a nuestros abuelos, de la que ni disfrutamos hoy ni disfrutarás las generaciones futuras.


Julio 1919


Notas Cordobesas. Las casas cordobesas. Ricardo de Montis. Córdoba. 1989

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