Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco
Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco (* Aguilar de la Frontera, 1470 - †Olías del Rey, Toledo, 24 de enero de 1517) fue jefe de la Casa de Aguilar como VII señor de Aguilar de la Frontera y X de la Casa y Estado de Córdoba. El 9 de diciembre de 1501, los Reyes Católicos le concedieron el marquesado de Priego.
Biografía
Hijo de Alonso de Aguilar, VI señor de Aguilar y alcaide de Córdoba, y de Catalina Pacheco, hija del noble y todopoderoso Juan Pacheco.[1]
Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco poseyó grandes bienes en la provincia de Córdoba, como las villas de Montilla, Santa Cruz, La Puente de Don Gonzalo, Duernas, Castillo Anzur, Carcabuey, Monturque y Montalbán de Córdoba. Ostentó las dignidades de alcalde mayor y alguacil mayor de Córdoba, alcalde de sus Reales Alcázares, alcalde mayor de Antequera, alcaide de Alcalá la Real y ricohombre de Castilla. Fue encargado de la educación de Miguel Fernández Caballero de Granada.
Entre sus haberes se encuentra haber comprado la villa de Montalbán a sus primos por una cantidad que sobrepasaba los 3 millones de maravedíes
Enfrentamiento con el rey Fernando el Católico (1508-1510)
A principio del año anterior habían sido presos por la Inquisición algunos presuntos reos que tenían caudal y corrió la voz de que habían sido presos sin culpa por quitarles la hacienda, lo que de tal modo conmovió al pueblo que se amotinó y entró en el Alcázar nuevo donde residía el tribunal para coger al violento e inicuo inquisidor Diego Rodríguez Lucero, que disfrazado tuvo modo de salir huyendo en una mula. Viendo el pueblo que Lucero no estaba en el Alcázar prendió a un Secretario, con lo que cesó el tumulto. Salido Lucero del Alcázar, el Marqués de Priego Don Pedro Fernández de Córdoba, se apoderó de este edificio como tenencia suya por ser alcalde mayor con aclamación del pueblo. Quería el Marqués ejercer en Córdoba el mismo poder que su padre y aunque usó de él para algunas cosas buenas, cometió también algunos atentados; tal como quitar las varas a los oficiales del Corregidor Don Diego de Osorio, por quejas que formaba el pueblo de sus agravios, sin consultar al Rey, caso tan grave y procuró que se entregasen a la ciudad las fortalezas que fueron unidas a las veinticuatrías que estaban vacantes, a título de tenerlas a mal recaudo los alcaldes, lo que hizo, según creyeron sus desafectos, con ánimos de tener por este medio a Castro del Rio. Tuvo el Rey Católico noticia de este suceso y lo disimuló hasta que un nuevo atentado del Marqués provocó la ira del Monarca. Vino a Córdoba el Licdo. Hernán Gómez de Herrera, alcalde de casa y corte, con alguna gente. de a caballo a hacer cierta pesquisa sobre una alteración que había habido en aquella ciudad con motivo de quitar unos presos a la justicia, y traía orden para que, mientras la hiciese, mandase salir de la Ciudad al Marqués de Priego y a su hermano Don Francisco Pacheco. Llegado a Córdoba el Licdo. Herrera, les hizo saber el mandamiento del Rey y principió a ejercer su comisión contra todo género de gentes con el rigor que el caso pedía, a lo que se añadía las sinrazones que cometían sus ministros y la gente de armas que consigo traía que ofendían a unos y amenazaban a otros. Los quejosos se querellaban al Marqués, el cual con esta ocasión y que no había exhibido su comisión ni a él como alcalde, ni al Corregidor como justicia mayor, le mandó decir un día, que no usase de su comisión si la tenía, sino que saliese luego de la Ciudad para evitar los alborotos que de su permanencia en ella podían resultar y aún ya comenzaban. El alcalde respondió que no podía dejar de continuar lo que era mandado, y el mismo día 13 de junio fue en persona a casa del Marqués a notificarle dejase luego la Ciudad, de que resultó nuevo disturbio. El Marqués dejó con el alcalde a Don Francisco Pacheco, su hermano, y a D. Diego de Córdoba en una sala con orden de que lo entretuviesen y volviendo acompañado de alguna gente armada dijo a el alcalde que lo que le respondía era que luego al otro día por la mañana él era el que había de salir de Córdoba, por que así convenía al real servicio y que si no lo hacía de su voluntad lo tendría que hacer contra ella. El Licdo. Herrera dijo que de su voluntad no saldría si no era con orden de quien lo había enviado. Con esto se fue a su posada y al día siguiente habiéndose reunido el Ayuntamiento y el Corregidor para celebrar cabildo a instancia del Marqués, éste hizo presente los resultados de la venida del Alcalde y ponderóle que cada cual podía temer de pesquisa que por él y su hermano había principiado, y concluyó diciendo que era necesario atajar aquel escándalo, al menos hasta que su Alteza volviese. La peroración y el ascendiente del Marqués movieron a todos, y entrando luego el alcalde Herrera, requirió al Ayuntamiento con las provisiones reales y en especial con una en que se mandaba le diesen todo favor y ayuda en caso de necesidad para echar al Marqués de Córdoba, lo que le fué con buenas razones denegado; más el Alcalde se contentaba con cumplir con lo que se le había mandado, con que el Marqués se fuese al Monasterio de San Gerónimo que está una legua de Córdoba y que se le diese fe de que se ejecutaba la orden del Rey, enviándole luego a llamar. Colérico el Marqués como acostumbrado a no obedecer, sacó por la mano de la Sala al Alcalde Herrera y lo entregó a Alonso de Cárcamo, Señor de Aguilarejo y a Bernardino Bocanegra, caballeros veinticuatros, ordenándoles que le sacasen al punto de allí y lo llevasen preso a su Castillo de Montilla, juntamente con dos alguaciles y el escribano de la comisión, acompañados de gente armada, lo que ejecutaron sin dilación, poniéndolos en el cuarto de la contaduría y vigilándolos cuidadosamente pero tratándolos bien y de la misma manera. Considerando e] Marqués que caso semejante no era bien dejar que lo pintase la fama y llegase a los oídos del rey más árduo y abultado, el mismo día envió al Dr. de la Torre, hombre muy capaz para que en nombre de la Ciudad y luego informase al Rey de lo sucedido, llevando una carta de creencia. Despachado el Dr. de la Torre, procuró el Marqués con mayor cuidado librar la Ciudad de los daños exteriores poniendo guardas a las puertas que impidiesen la entrada de los forasteros por que duraba o se había reproducido la peste del año anterior e iba cada día haciendo más estragos. El Dr. de la Torre volvió mal recibido y peor despachado del Rey que manifestó mucho enojo e hizo punto de honor castigar aquel atentado; diciendo «que de aquel desacato a la justicia a él le tocaba el castigo y que iría en persona a ejecutarlo». Temió entonces el Marqués la indignación del Rey y creyendo aplacarle en alguna manera y retardar su venida, mandó sacar de la prisión al Alcalde, alguaciles y escribano y dejó que se fuesen a donde quisiesen sin entrar en Córdoba, por que no se alterase de nuevo. También envió un propio al Gran Capitán, su tío, notificándole lo sucedido para que informase al Rey y procurase mitigar su enojo y así mismo escribió al Rey para aplacarle. El día 2 de julio dio libertad a los presos, los cuales se vinieron a unas huertas junto a Córdoba desde donde envió el Alcalde a decir al Corregidor fuese allí a verle o le enviase un alcalde suyo, y no lo hizo; más fue el Marqués de Priego ya más blando, y de la conferencia no resultó otra cosa sino que el Alcalde había de cumplir su comisión. El Alcalde se fue a Adamuz desde donde escribió al Rey dando noticia de todo el suceso con lo que inutilizó todas las diligencias practicadas por el Marqués y luego pasó al Carpio por haber aparecido en aquella villa alguna gente a caballo del Marqués El Rey salió de Burgos por fin de Julio, la vuelta de Valladolid, y desde Dueñas mandó hacer llamamiento general de la gente de Andalucía encomendando la jornada por lo jurídico al alcalde Cornejo y por lo militar al Coronel Villalba. El Marqués estuvo tentado por defenderse a cuyo fin hizo sabedores de su intención a algunos grandes sus confederados de como estaban sus asuntos y en particular a Don Pedro Téllez Girón primogénito del Conde Ureña, que gobernaba los estados de Medina Sidonia, mal contento del Rey, como lo mostró mandando apercibir luego la gente de guerra, de quien no fué obedecido. Más en Sevilla el asistente Don Iñigo de Velasco, en virtud de provisión Real mandó que todos se previniesen de 20 a 60 años para ir con el Rey. Siguió a éste el Gran Capitán y sabiendo en Valladolid la leva de gente mandada hacer, y viendo la determinación de Don Fernando, sintiólo mucho. Ya antes había escrito al Marqués diciéndole: «sobrino, sobre el yerro pasado, lo que os puedo decir es que conviene que a la hora vengáis a poneros en poder del Rey, y si así lo hacéis seréis castigado y si nó os perderéis». El Gran Capitán habló al Rey suplicándole se sirviese llevar por otro camino que el de las armas y el rigor, la satisfacción que intentaba tomar de su sobrino y le expuso cuanto más podía favorecer al Marqués y lo mismo le suplicaron los grandes que le acompañaban y aún muchos de los ausentes. El Rey no dio oídos y aún se resolvió más al castigo, pareciéndole que en aquella intercesión no se solicitaba otra cosa que el mal ejemplo de la impunidad de un grande. El Rey pasó los puertos y se fue a Toledo. El Gran Capitán partió a Tordesillas a ver al Gran Cardenal de España Don Pedro González de Mendoza y se lamentó con este Prelado del llamamiento de gente que hacía el Rey y el rigor que usaba con su sobrino, ya resuelto a irse a su servicio. Díjole el Cardenal que no era aquella bastante satisfacción, que lo que le importaba era entregar primero sus fortalezas y poner su estado en manos del Rey. Entre tanto el Marqués rendido a las amonestaciones del Gran Capitán y del Condestable, determinó ir a ponerse en manos del Rey y llegó a Toledo; más Don Fernando no lo admitió a su presencia y le mandó estuviese a cinco leguas de la corte y que entregase a quien él ordenara sus fortalezas todas, como al punto se puso por obra. Con esto aceleró su partida de vuelta de Córdoba a cuya nobleza y pueblo había asegurado por medio de D. Diego López de Haro que no procedería sino contra los que en la prisión del Alcalde fueron ministros del Marqués. Cuando salió el Rey de Toledo llevaba consigo 600 hombres de armas, 400 jinetes y 3.000 infantes entre arcabuceros y ballesteros, bien a punto de guerra, y con esta gente entró el Rey en Córdoba el día 7 de septiembre. Luego mandó poner en prisión al Marqués en Santa María de Trassierra y que el fiscal le pusiese la acusación que procediese contra algunos caballeros y otras personas que habían intervenido en la prisión del Alcalde. El Marqués no quiso responder en forma jurídica diciendo «que él no había de litigar con su Señor, antes le suplicaba se acordase de los servicios que su padre y abuelo habían hecho a la corona y tuviese consideración de los que él esperaba hacer y usase de clemencia con quien conociendo su yerro se había ido a poner en sus manos y entregádole sus fortalezas" palabras que no movieron al Rey inclinado al rigor y que no gustaba se tratase de mitigarlo, ni se hablase en abono de los presos, o indiciados en esta causa. A un escribano, ante quien el Marqués, recién puesto en Trassierra hizo cierto requerimiento, le dieron azotes por ello y fue privado de oficio, y se pregonó so graves penas de que nadie hablase del caso, lo que inspiró gran temor en la Ciudad. El Gran Capitán al ver los trabajos del sobrino, se determinó a hablar de nuevo al Rey de este asunto y entrando un día a besarle la mano, acompañado de algunos grandes, le dijo tales y tan fuertes razones en favor del Marqués, que se admiraron los circunstantes y el Rey de su atrevimiento. Esto irritó de nuevo a Don Fernando, y despedido el Gran Capitán, disimuló su indignación menos de lo que solía. Irritó así mismo al Rey lo que a la sazón le escribió el Condestable Don Iñigo Fernández de Velasco, luego que supo la acusación puesta por el fiscal al Marqués. Dedale que se maravillaba mucho de aquello por que nunca a ningún hombre de Estado se había puesto acusación, de cien años antes, sino por delito de traición y que se acordase del tiempo que reinó estando el Rey de Portugal en Castilla, que nunca acusación se había puesto a los que estaban con él contra su servicio, ni de allí adelante, a que añadió las razones ya dadas en su favor. El Rey indignado con esta carta por los malos ejemplos que se alegaban, confundiendo los delitos políticos con los comunes, mandó continuar la causa y sentenciarla en breve, así en lo tocante al Marqués como a los demás culpados. De éstos, unos fueron afrentados, otros azotados, y otros desterrados; y privados de oficio algunos caballeros. Otros fueron sentenciados a muerte en rebeldía, a algunos se les derribaron las casas, y últimamente sentenciaron los del Real Consejo al Marqués en privación de los oficios de Alcalde mayor de Antequera y de Córdoba y destierro perpetuo de Córdoba y su tierra y de toda Andalucía cuanto fuese la voluntad del Rey, en cuyo poder habían de estar las fortalezas de su Estado; en 20.000 maravedís, para la real cámara; y que para castigo del Marqués y escarmiento de otros se demoliese y derribase por el pie la fortaleza de Montilla donde había estado preso el Alcalde, que fué lo que se efectuó con mayor sentimiento del Marqués, el cual salió a cumplir su destierro. </div> |
Destierro y fallecimiento
Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco falleció en Olías del Rey, provincia de Toledo, y fue enterrado en el monasterio de San Lorenzo de la Orden de San Francisco (Montilla, Córdoba). El 10 de septiembre de 1970 se trasladan sus restos, junto a los de su mujer Elvira Enríquez de Luna, a un nuevo panteón en el santuario de la Encarnación de Montilla, más tarde declarada Basílica de San Juan de Ávila.
Referencias
- ↑ El hermano mayor empequeñecido por el Gran Capitán, en el diario El Día de Córdoba, 16 de enero de 2011.
Fuente
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Principales editores del artículo
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