Campo de San Antón

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El Campo de San Antón es una antigua plaza que va desde la actual plaza del Ingeniero José María Carrere, continuación de la avenida de Libia, hasta Puerta Nueva, próximo al llamado Campo Madre de Dios. A esta gran plaza alargada desembocan la Ronda de la Manca (por el norte) y la avenida Miguel de Unamuno (por el sur), ya en el barrio de la Fuensanta.

En este entorno se encuentra la Facultad de Derecho.


Entorno del Campo de San Antón

Ricardo de Montis hablaba en sus Notas cordobesas sobre el Campo de San Antón.

Córdoba tiene un paseo, olvidado casi por completo en la actualidad, al que antiguamente se le denominaba de los tristes, cómo otros de diversas poblaciones, no sólo porque en él se congregaban las personas enemigas del bullicio y la alegría, sino porque entre sus edificios figuraba un hospital y en sus inmediaciones había un cementerio; nos referimos al Campo de San Antón.

Este es el paseo más antiguo de nuestra ciudad, pues ya lo utilizaba el vecindario como lugar de reunión en el siglo XVIII. En los años 1772 y 1773 efectuáronse en él plantaciones de álamos que lo embellecieron y se construyó asientos de mampostería, utilizando la procedente de la demolición de varias torres de la muralla.

En 1746 dotóse este paraje de una hermosa fuente de piedra con cuatro caños y en 1777 se erigió en el centro de dicho lugar un sencillo monumento a San Rafael, costeado por el vecindario.

En 1290 edificóse allí, por orden del Rey Don Sancho IV, un hospital de San Lázaro, del cual se hizo cargo en 1570 la orden de San Juan de Dios, a la que lo cedió en propiedad el Rey Don Felipe II en 1580.

Este hospital tuvo gran renombre en Andalucía por haber figurado entre los religiosos que en él prestaban sus servicios varones de talento tan extraordinario como sus virtudes.

Al desaparecer el hospital utilizóse el edificio para viviendas; a mediados del siglo XIX se establecieron en el mismo los almacenes y oficinas de la Administración militar, dependencia conocida entonces por la Provisión, y un voraz incendio, intencionado según la maledicencia popular, convirtió en un montón de ruinas aquella histórica y bendita casa, destinada durante varios siglos a albergue de enfermos pobres que en cierta ocasión, fue asaltada y saqueada por una horda de moros.

El pórtico quedó en pie y, durante la época revolucionaria, un pelotón de hombres que se adiestraba en las prácticas militares iba a efectuar ejercicios de tiro al lugar en que nos ocupamos, sirviéndole de blanco el panecillo que tenía en la mano la imagen de San Juan de Dios colocada sobre dicho pórtico.

En el solar del primitivo hospital de San Lázaro se construyó el Matadero público que nuestra población tiene actualmente.

Cerca del repetido hospital levantábase la ermita de San Sebastián, en la que también se rendía culto a la Virgen de las Eras.

Ruinosa la ermita, al edificarse la iglesia del cementerio de San Rafael fue trasladada a ella la imagen de San Sebastián y la de Nuestra Señora de las Eras a la ermita de la Aurora.

El sitio en que se hallaba el pequeño templo ruinoso y otros terrenos inmediatos utilizáronse para construir una fábrica de jabón.

También cerca del hospital de San Juan de Dios fué construido, poco después que éste, otro establecimiento benéfico análogo, titulado de San Antonio Abad, denominación de la que tomó su nombre el paraje en que nos ocupamos.

Unos monjes eran los encargados de la asistencia en este hospital, que desapareció en el siglo XVIII.

A mediados del siglo XVI la comunidad de religiosos Carmelitas Calzados que tenia su convento en el Arroyo de las Piedras decidió trasladarse a la ciudad y edificó el hermoso monasterio del Carmen, en el lugar en que estuvo la ermita de Nuestra Señora de la Cabeza.

La iglesia de dicho convento, en la que, así como en la magnífica biblioteca del mismo, causaron muchos destrozos los franceses al invadir nuestra población, guarda un tesoro artístico de gran valía, el retablo de Valdés Leal, cuyos once hermosos cuadros acaban de ser perfectamente restaurados, merced a las gestiones del director del Museo provincial de Bellas Artes don Enrique Romero de Torres.

Donde estuvo la ermita de San Sebastián aparecía, en un muro, una pequeña hornacina con una imagen del Cristo de los Caminantes. Delante levantábase una cruz de madera, por haber sido ajusticiado allí el autor de un robo sacrílego cometido en la iglesia de San Sebastián.

A propósito de este hecho se conserva una curiosa tradición. Según ella fueron detenidos como presuntos autores del robo unos gitanos, que no habían tenido participación alguna en el delito; una gitana presentóse a la justicia proclamando la inocencia de sus compañeros y ofreciendo, si se les ponía en libertad, descubrir al verdadero ladrón.

La desventurada mujer hablaba con tal sinceridad que se accedió a sus pretensiones y, a los pocos días, merced a una confidencia de la gitana, ingresaba en la cárcel, convicto y confeso, el malhechor.

En el lugar que es objeto de esta crónica restrospectiva estuvieron también dos de las hospederías más antiguas e importantes de Córdoba, el Mesón Pintado y la Posada de San Antón, que aún subsiste, ambas construidas en el siglo XV.

Allí se establecieron importantes industrias: la fábrica de jabón ya mencionada y gran número de las de cordelería que hasta la segunda mitad del siglo XIX abundaron en nuestra población.

Los operarios de estas constituían la Hermandad de los Casilleros, que anualmente costeaba una solemne función religiosa en la iglesia del hospital de San Antonio Abad.

El vecindario de la ciudad aglomerábase en el Campo de San Antón para recibir a los Reyes, prelados y otras personalidades cuando, antes de que se establecieran los trenes, venían por la carretera de Madrid y entraban en Córdoba por la Puerta Nueva. La última personalidad que penetró por ella fue la Reina Doña Isabel II.

También concurría numeroso público al paraje mencionado para ver salir del convento del Carmen y regresar a él la procesión de la Virgen, suprimida al efectuarse la exclaustración de las órdenes religiosas y restablecida hace dos años.

Cuando se formó este paseo, construyendo en él asientos y plantando árboles fué el lugar predilecto de muchas familias, lo mismo en invierno que en verano, pero, como todo, pasó de moda y la gente acabó por abandonarlo para congregarse en los paseos de la Victoria y de San Martín.

A mediados del último siglo sólo iban allí unos cuantos viejos, torpes y achacosos, que pasaban el tiempo en animadas tertulias, ya recordando la entrada de los franceses por la Puerta Nueva, en la que se veían las huellas de los cañonazos del invasor, ya narrando aventuras de la juventud, cuya evocación parecía remozarles.

Frecuentemente el paso de un cortejo fúnebre interrumpía la amena charla de los ancianos, sumiéndolos en hondas meditaciones y sus rostros, iluminados unos instantes por los destellos de la alegría, volvían a aparecer graves y meditabundos, sin duda para justificar el calificativo de paseo de los tristes que la gente aplicaba en aquella época al Campo de San Antón.

Sólo dos días al año animábase extraordinariamente dicho paraje; el día de Todos los Santos y el de los fieles difuntos. Ea ambos desfilaba por allí un inmenso gentío para visitar el cementerio de San Rafael, para depositar en sus tumbas luces, coronas y flores.

Y mientras algunas personas acudían a postrarse y rezar ante los sepulcros de los seres queridos, la mayoría sólo iba a rendir culto a la tradición, convirtiendo en paraje de recreo el sitio donde concluyen todas las vanidades humanas.

Para terminar consignaremos un suceso ocurrido en el Campo de San Antón, que tuvo tanto de macabro como de cómico. Dirigíase al cementerio citado un cortejo fúnebre y en el camino le salió al encuentro una res desmandada que, en unión de otras, era conducida al Matadero público.

La presencia del animal sembró un pánico indescriptible entre los acompañantes del cadáver; cuantas personas figuraban en el duelo huyeron para ponerse a salvo y los sepultureros arrojaron al suelo el ataúd y treparon por los árboles de la carretera, demostrando así que quien esta habituado a la muerte le teme tanto como el resto de la humanidad.

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